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Año 9 #97 Noviembre 2022

Los pasajeros de la desgracia

Había empezado a nevar desde hacía unas semanas. El Bebe pensó en los tipos que venían a la nieve y se la echaban en el vaso de whisky, vodka, ginebra, lo que fuera, para entonarlo a uno. Pero no quería pensar en eso. Hay muchos motivos para empezar a chupar. Pero uno solo para cortarla con el escabio: el miedo, pensaba el Bebe. Y no era precisamente el miedo a olvidarse de cerrar la llave de paso del gas en la cocina del hotel, donde había una pérdida. Aunque este miedo también estaba. El miedo esencial es el miedo a uno mismo, había aprendido. La cuestión es que había dejado de beber. Como quien deja atrás otra vida. Con mujer, hijos y todo. Al dejarlo, se habían ido a vivir con sus abuelos maternos. Y a olvidarlo. Como él mismo los había olvidado. O, más bien, trataba de mantenerlos en el fondo de un túnel. Cada tanto, especialmente los domingos, creía escuchar sus voces. Risas de chicos corriendo entre sábanas tendidas al sol en un jardín perdido. Odiaba los domingos. Porque al atacarlo la memoria volvía la sed. El impulso era el mismo de quien se para en lo alto de un precipicio y no aguanta las ganas de saltar al vacío. Prefería el miedo a la recaída que la recaída. La próxima vez que cediera, estaba seguro, no tendría retorno. No obstante, más de una vez en estos años lo venció el impulso, caminó la nieve hasta el almacén del pueblo y compró una botella de ginebra. Pero también, esas veces, antes de llegar al hotel, pudo controlarse y vaciaba la botella en la nieve del camino sin probar una gota. Como dejaba atrás el contenido de esas botellas, de igual modo había dejado atrás una vida. En esa otra vida, quedaban también un borroso intento de homicidio en estado de ebriedad, los años en Batán no tan borrosos, y la condicional. Acordarse de cómo había descendido hasta caer preso era un recuerdo que le pertenecía a otro, a un hermano lejano, tan diferente a él ahora. Al irse, despidiéndose para siempre del otro, se había venido acá. Acá donde muchos se suicidan por aburrimiento nomás. Pero el Bebe le había encontrado un atractivo al aburrimiento. Su estrategia consistía en combatirla a cada instante. Entonces cada actividad mínima, por intrascendente que le resultara a cualquiera, podía tener su atractivo. Por ejemplo, cortarse las uñas de los pies.

Acá es este caserío chato aplastado por el cielo denso en un valle de la precordillera, al que se accede por un camino de ripio. Un caserío disperso que si figura en las guías turísticas de la Patagonia es por la YPF al costado de la ruta. Un solo hotel, este edificio construido en los cincuenta. Todo el año, todo el tiempo, el viento, el desierto, la nada bajo la nieve durante meses. Ser el conserje de este hotel no definía del todo el trabajo del Bebe. Era el conserje, pero también cumplía las funciones de portero, sereno y guardián: mantenía un 32 herrumbrado en un cajón del mostrador de la conserjería. Sabía usarlo. Pero dudaba, llegado el caso, que funcionara. Lo mismo, la computadora. Desde que la había atacado un virus, meses llevaba muerta, tan inerte como su deseo. No obstante estas funciones, su trabajo más importante se reducía a llamar a una mapuche para que limpiara de vez en cuando. Si bien la india no era una auténtica mucama, al menos dejaba al irse un punzante hedor amoniacal en todas partes que generaba una presunta atmósfera de restauración y pureza. Duraba poco esa sensación. El viento corroía el exterior del edificio, que pedía una mano de pintura. La humedad y los hongos se apoderaban de los cuartos. Un hedor a encierro ganaba todo. Las telarañas se reproducían. El viento se filtraba por debajo de la puerta principal cubriendo de polvo la alfombra de la recepción. En esta época del año, julio, nublado, nieve, bajo cero, quien viniera por hospedaje estaría huyendo, además de sí mismo, de algo. Como había huido él y se había conchabado de conserje. Por lástima lo habían empleado los dueños, un matrimonio de jubilados que recién venían en noviembre y se quedaban hasta Semana Santa. Cuando el invierno, como ahora, arrasaba la nada, el hotel era la cáscara que protegía su soledad.

Esa noche, se iba durmiendo, como de costumbre, con la radio portátil al lado. Con la radio era suficiente. La radio, bajo el volumen, lo acompañaba. Le gustaba resbalar en el sueño con un programa de corazones solitarios y boleros. Esas historias telefónicas de amor mal pago encontraban consuelo en las letras de las canciones, que siempre congeniaban con el drama de los oyentes celosos, despechados, incomprendidos y angustiados pidiendo un consejo que tenía bastante de contenido grito de auxilio. A su manera, el programa le resultaba tranquilizador: el Bebe no amaba a nadie y nadie lo amaba tampoco. Ése era uno de los beneficios de la soledad, quizás el principal. No tenía a nadie. Si él no se ocupaba de sí, nadie lo haría por él. Y esto lo obligaba a convertir sus manías en un sistema de protección. Al despertar en la madrugada para ir al baño, apagaba la radio. Así, esa noche. Se estaba quedando dormido cuando sonó el timbre.

Saltó de la cama con los botines sin medias, aterido. Eran dos. Gemelos. No mucho más de veinte debían tener. Pero lo que más le llamaba la atención en esos dos no era su similitud. Era su aspecto el que los volvía extraños. El peinado a la gomina, los trajes negros, con el saco cruzado, pasados de moda, húmedos por la nieve. Dos actores sacados de una película argentina del cuarenta. Les faltaba el sombrero. Lo despabilaron pasada la medianoche. Habían llegado caminando. El Bebe dedujo que habían bajado del Rápido Andino en la ruta, donde casi nunca frena a menos que baje alguien, lo que es inusual. El micro pasaba dos veces en el día, una al mediodía y otra, a la medianoche. A veces ni siquiera. Dos fugitivos, pensó. Y además raros. Raritos, más bien teniendo en cuenta su juventud. Qué raye los había llevado a vestirse tan antiguo, se preguntó. Snobismo, pensó. Más que del micro y la ruta, estos dos venían del pasado. Desabrigados venían. Si escaparon de una fulera, pensó, se rajaron con lo puesto. No traían ni una miserable valija. Esas caras pálidas, como de velorio, avejentándolos. A viejo se puede llegar a los veinte, se dijo. Lo sabía por experiencia. Le daban piedad. Mejor no ahondar, pensó. Cada uno en lo suyo, era su lema. Los gemelos pagaron por esa noche. Que se quedara con el vuelto, le dijo el más ojeroso. Se marcharían al día siguiente.

Están de paso, los tanteó el Bebe. Siempre, dijo el más ojeroso. Algunos más que otros. Nosotros, por ejemplo, dijo. Nosotros siempre estamos de paso. No tenemos paz. Callate, querés, le dijo el otro. Tenía la voz de alguien lastimado. Quién era él, se preguntó el Bebe, para meterse en lo que no le importaba.

No traen equipaje, dijo. No necesitamos, dijo uno, el más ojeroso. Son prácticos, dijo el Bebe. Bastante tiene uno con cargarse a sí mismo, les sonrió. Una habitación, dijo el otro, que había permanecido silencioso. No somos nada, dijo el Bebe. Almas en pena, le dijo el más ojeroso, eso somos. El otro, el retraído, le tocó el brazo al ojeroso. Vamos, le dijo, imperativo, en el gesto.

Ahora esos dos, con esa pinta de luto, lo intimidaban. Prefirió no indagar en ese miedo, en su causa. Un trago le habría deparado el eco de un coraje extraviado, ese coraje que en una época le había dado el alcohol. Pero no, no iba a chupar. Además, se tenía prohibido guardar en el hotel una sola lata de cerveza. La perdición sería.

El ojeroso era el que hablaba. Somos los únicos en el hotel, preguntó. El Bebe se hizo el simpático. Estoy yo, para lo que necesiten. El callado siguió callado. El sin lengua, lo apodó el Bebe. Eran el ojeroso y el sin lengua. Les preguntó si querían café. No querían, le dijo el ojeroso. Está hecho, dijo él. El sin lengua negó con la cabeza. Lo siguieron escalera arriba.

Subir lo agitaba. Y le hacía doler las várices. Los dos se detuvieron ante la 17. La 17, la desgracia, les dijo el Bebe. En la quiniela, aclaró. Habrá que jugarle, dijo. Por qué no la 18, la sangre, preguntó el ojeroso. No seas redundante, le dijo el sin lengua. Y miró torcido a su gemelo. La que gusten, dijo el Bebe. La 17 está bien, dijo el ojeroso. Nos gusta, dijo. El sin lengua asintió. Después de todo, bromeó el Bebe, la desgracia y la sangre están pegadas. Pero la ocurrencia no tuvo repercusión. Les abrió la puerta. No anda la calefacción, aclaró el Bebe. Pero les puedo dar una estufa eléctrica. No se moleste, le contestó el ojeroso. Está nevando, dijo el Bebe. No sentimos el frío, le dijo el otro.

Entraron. Y cerraron. Ni tiempo le dieron a preguntar a qué hora querían que los despertara, si iban a desayunar. Permaneció inmóvil, jadeando todavía, solo en el pasillo.

Volvió a su cuarto. El informativo contaba miles de muertes en una guerra lejana. Las muertes estadísticas, tan distintas de una muerte individual y cercana. Prefería no pensar en eso. En su época de borracho, había pensado que era posible anestesiar la memoria. Todo lo contrario. Aunque a veces la memoria regresaba. Tarascones de memoria. Como esa noche. El programa de los desconsolados se oía con chirridos. El vendaval cargaba de estática la transmisión. Apagó la radio.

En ese momento oyó el ruido de las camas. La 17 estaba justo sobre su cuarto. La desgracia tenía camas de una plaza, separadas por la mesa de luz. Por el ruido, calculó, estaban apartando la mesa de luz y juntando las camas. A esta edad pocas cosas lo sorprendían. No era asunto suyo. Que hicieran de su vida lo que más les gustara. La indiferencia era otra de las lecciones no escritas que se aprenden cuando se deja atrás todo.

Escuchó el viento. También unos golpes de madera. Se había soltado la puerta de la caja protectora de la bomba de agua en los fondos del hotel. Le daba más fastidio que pereza ir a cerrar esa puerta. Pero si no arreglaba esa puerta, no pegaría ojo en toda la noche. Además, considerando la precariedad de la instalación eléctrica, más le valía cuidar la bomba. Sólo faltaba un cortocircuito, quedarse sin luz ni agua, para rematar la depresión que era el hotel. Lo presintió, el insomnio ya estaba aquí. Tragó un valium sabiendo que tardaría en surtirle efecto. Esos dos lo habían desvelado con el ruido de las camas. Y ahora esa puerta sacudida por el viento. Mejor cerrar esa puerta antes de que uno de los gemelos, el ojeroso, seguro, viniera a reclamarle. Se puso el gamulán sobre la camiseta de frisa. En calzoncillos, con los botines otra vez sin medias, fue al cuartito de las herramientas, agarró alambre, una pinza. Salió. Y se adentró en la noche y el viento. Seguía nevando. Más tupido ahora.

Al flanquear el edificio cubierto de nieve pudo ver que había luz en la 17. Las sombras se recortaban en el vidrio. El rectángulo de luz con las dos sombras idénticas se proyectaba sobre el blanco. Uno, no pudo distinguir cuál, si el ojeroso o el sin lengua, miraba la noche. El otro, a su espalda, estaba parado detrás. El de atrás, le pareció, mordía el cuello del otro. El Bebe se movió con sigilo, evitó el rectángulo de luz amarilla que proyectaba la ventana. Resistió la tentación de espiarlos. Se agachó de espalda al viento. Y se concentró en arreglar la puerta de la bomba de agua. Le lloraban los ojos del frío. Los dedos congelados se las ingeniaban como podían.

Bajo la nieve, cuando volvió a pasar cerca de la ventana de la 17, la luz seguía prendida. Pero esta vez no vio a nadie en la ventana. Le pareció oír un grito de mujer. Pero podía ser el viento. El viento. Había veces que chillaba como una mujer el viento.

No era sugestionable. Pero que esos dos hubieran elegido la desgracia era para cruzar los dedos. Ahora estaba parado en la oscuridad, mirando esa ventana encendida. No soy supersticioso, se dijo. No podían ser lo que estaba pensando. El frío lo hizo tiritar. Pero no era sólo el frío, el viento helado, la nevada, eso que lo hacía temblar. Esos dos lo hacían sentir más solo que en su soledad.

Se apuró a volver a su cuarto. Pero antes retiró el 32 del cajón del mostrador. Y lo puso bajo la almohada. Sobre la cama había un crucifijo. Por las dudas, lo descolgó. Y lo puso sobre la cama. En la mesa de luz siempre tenía una jarra de agua. Tomó un vaso. Y después otro. Toda la jarra. Aún sabiendo que le hincharía la vejiga. Que tendría que levantarse cada cinco minutos. Se acostó agarrando el crucifijo. Se lo puso sobre el pecho. Y cada vez que tuvo que ir al baño lo llevó consigo. Ya bastante tenía con el miedo a la botella. A veces ese miedo se le volvía resignación. Lo había aprendido en la cárcel: uno se acostumbra a todo. Y también al miedo. Pero éste era distinto. Un miedo a lo desconocido, se dijo. Por qué iba a darle crédito a un crucifijo. Hacía tiempo que Dios lo había abandonado. Por qué iba a confiar en Dios justo ahora. Tuvo ganas de llorar. Se acordó de una historieta que lo había impresionado en la infancia. Unas gotas de sangre caían del techo. El protagonista subía al piso superior. En el piso superior, del techo también goteaba sangre. Y así a medida que ascendía. Piso tras piso, cuarto tras cuarto, siempre la gotera roja. Siempre estaba esa gotera de sangre. Tal vez para alcanzar el cielo era necesario un ascenso semejante. Acongojado, se durmió.

Un sueño pantanoso. Caminaba chapoteando en la oscuridad. Oía risas. Risas de chicos. Ropa tendida en el viento soleado. No mucho más. Hasta que despertó. La madrugada empezaba a clarear. El viento no había amainado. Sin embargo, desde el fondo del hotel, donde estaba la bomba de agua, unos árboles, los piletones y el tendedero, unos pajaritos cantaban. La negrura por fin quedaba atrás. Se preguntó si la noche no habría sido una pesadilla. Quizá los había soñado a esos dos. Pero ahí estaba el crucifijo, en la cama, para recordarle lo ocurrido, la visión nocturna: los gemelos en la ventana, uno detrás del otro, mordiéndole el cuello. Se había despertado de una pesadilla para entrar en otra: este cuarto, el techo.

Se levantó, se lavó. Al afeitarse, mirándose en el espejo, se preguntó si esos dos se reflejarían. No quería pensar más en ese sentido. Se propuso estar presentable: tenía huéspedes. Una camisa limpia, un pulóver decente y un vaquero nuevo. No le cerraba el vaquero. Pero cubriría la panza con el pulóver. Elegante. Miró el crucifijo en la cama. Si esos dos eran lo que había sospechado anoche, no iban a joderlo de día. No eran de andar jodiendo al prójimo a la luz del día. Además, de día las cosas se ven de otra manera. Vaciló. No pasó nada, se dijo. No pasó nada, repitió, hablando solo. Por las dudas, se puso el crucifijo en la cintura, debajo del pulóver: era un arma, pensó. Si era cierto lo ocurrido, si era cierto lo que había sospechado, el crucifijo lo salvaría. Tomó, como todas las mañanas, el losartán para la hipertensión. Prendió la salamandra de la sala. Esos dos, si eran normales, querrían desayunar. Eran jóvenes. Después de una noche de sexo duro tendrían hambre. Les prepararía unas tostadas.

Tardaban en bajar. Hizo tiempo con lo que quedaba de un diario viejo. Quedaba la página de noticias fúnebres. La revisó a ver si encontraba un conocido. Dio con un tal Stocker. Se preguntó por el apellido, le sonaba. El alcohol, lo admitía, le había lijado el pasado. También sus nombres. No era improbable, pensó, que pronto olvidara su propio nombre. El Bebe miró la hora. De pronto tuvo el pálpito de que tal vez no iban a desayunar. Si eran lo que pensaba, seguro, iban a dormir todo el día. Hasta el anochecer, imaginó. Al anochecer, pensó, tenían que desperezarse.

El miedo lo avergonzaba. Lo ponía nervioso. Y ya sabía cuál era la forma de calmar la ansiedad. Exprimió un limón en un vaso de agua, lo puso bajo la canilla. Tomó todo el vaso. Dio vueltas por la cocina, encontró pan de unos días atrás, abrió la llave del gas. Una pérdida en algún caño lo obligaba a mantener la conexión cerrada y a abrirla lo indispensable. Encendió un mechero, puso la cafetera en la llama azulada. Después, la tostadora. Abrió la heladera, sacó manteca, mermelada y leche. Tendría que disculparse si le pedían jugo de naranja. Ni una naranja. Miró la hora. Estaba precipitándose. Esos dos no se iban a levantar. No debía preocuparse por el desayuno. Apagó la tostadora, guardó la manteca, la mermelada y la leche. Cortó el paso del gas a la cocina.

Sus días transcurrían con una lentitud de cámara lenta. Pero esa mañana precisaba moverse. Se le ocurrió plumerear y barrer el lobby, sacar el polvo que se filtraba por debajo de la puerta. No usó la aspiradora. Temía hacer bochinche, despertarlos. Agarró una escoba. El crucifijo en la cintura empezó a molestarle. Pero no se animó a quitárselo. Siguió barriendo. Al terminar, enderezó los cuadros, unos paisajes montañosos descoloridos.

Levantó la persiana que daba a los cerros nevados, la cordillera, esos irregulares conos blancos. La nieve no paraba. Unas nubes aceradas volaban en dirección al hotel. Al mediodía iba a aflojar el vendaval, y asomaría un sol débil, plateado. Así fue.

Miró la hora. Después de prolijar el lobby, qué. Se instaló en la conserjería. Hacía tiempo que no ordenaba los papeles, los impuestos, los pagos y los impagos. Encontró la solicitud de moratoria de la Municipalidad. Pero no lograba concentrarse. No podía dejar de pensar en esos dos. Dormían, seguro que dormían. Como todos los de su especie. Después empezó a dudar de sus sospechas. Eran jóvenes. Los jóvenes siempre duermen hasta tarde. Con lo que le habían pagado esos dos alcanzaría para un par de cuotas de la moratoria. Una vez que se marcharan, si es que se marchaban, iría a la Municipalidad. Pero si no se marchaban, si decidían quedarse, entonces qué. No había motivos para que se quedaran, se dijo. Nadie pasaba acá más de una noche.

Después de clasificar papeles, abrió el libro de huéspedes. Anoche había olvidado registrar a esos dos. Si algo llegaba a pasar, pensó, mejor dicho, si algo llegaba a pasarle, esos dos jamás habían estado en el hotel. Se reprochó haber pasado por alto el registro. Y se dio cuenta de que tampoco él les había dicho cómo se llamaba. Después de todo, qué importaba. Un nombre, un apellido no decían mucho de quien los portara. Los dramas que todos arrastramos parecen ser tan únicos como el número de documento de identidad, pero en el fondo son intercambiables. Cuanto uno menos supiera de los otros, menos sabrían los otros de uno. Así pensaba el Bebe. Y no quería saber nada de esos dos. Cuanto antes se marcharan, mejor.

Fue leyendo los nombres y los apellidos en el registro y sintió lo mismo que al leer los avisos fúnebres. Trató de recordar pasajeros. Caras, voces, gestos, tics, defectos. Hombres, mujeres, chicos. Más de una vez, en los meses de soledad, por las noches, sentía que algo de todos ellos perduraba en el lugar. Hubo noches en que escuchó sus pasos. Y noches en que escuchó sus voces. Las risas de los chicos. A menudo las risas de los chicos. Esos ecos le devolvían la urgencia de ir al almacén, comprar una botella de ginebra y basta. Pero resistía el impulso. Aunque esos chicos, siempre corriendo entre sábanas soleadas, se rieran de su tentación, no le torcerían el brazo en la pulseada.

No aguantaba más. Era una obsecuencia subirles el desayuno cuando no se lo habían pedido. Abrió otra vez la llave de paso del gas, prendió la cocina, puso la cafetera. Después, prendió la tostadora. Como la conexión telefónica interna entre la conserjería y las habitaciones estaba arruinada y el desperfecto, en esta época, podía esperar, tendría que golpearles la puerta. Subió al primer piso. El silencio, el viento. Silbaba en el pasillo el viento. La respiración entrecortada. Le faltaba el aire. Las escaleras lo agotaban. Tosió. Fue una tos para indicar presencia. Tosió más fuerte. Se quedó parado frente a la 17.

Dos golpes tímidos. Quizá debía ser más rudo. Si esos dos tenían el sueño pesado, sus nudillos serían inaudibles. Esperó antes de insistir. Esperar. Esperó. Se ajustó el crucifijo en la cintura. Increíble lo que puede durar medio minuto, la eternidad que es un minuto entero. Y los pensamientos que se atropellan. La espera, contra lo que se cree, no es un estado pasivo. La espera no es inercia. La espera es una acción imperceptible, de tan imperceptible parece quieta, muda. La espera exige un temple. Lo defiende a uno, pensaba el Bebe, te protege de tu peor enemigo: vos.

Otra vez, dos golpes, más sonoros. Secos, tajantes. No apoyó la oreja en la puerta ni espió por la cerradura. A ver si del otro lado abrían y lo encontraban en esa posición. Un ridículo. Estos dos turros habían logrado sugestionarlo. Basta, eran dos pibes. Raritos, pero dos pibes al fin de cuentas. Y si eran raritos no era un problema suyo. Qué pasaba si los dejaba dormir un rato más. Al fin de cuentas, llegar hasta aquí les había requerido un viaje largo. Debían tener los huesos todavía molidos por el viaje. Que durmieran nomás, no era para tanto. Pero, se preguntó, y si no dormían. Y si. Pensó en abrir la puerta de golpe, crucifijo en mano. Un ridículo, pensó. No quería soltarle la rienda a la imaginación. La mala noche pasada le estaba calentando la cabeza haciéndole pensar lo que se resistía a pensar. Bajó otra vez a la conserjería, cruzó el lobby y salió al día. La nieve. Aire puro. Respiraba clavos de hielo.

Subió una ladera nevada. Los embates del viento lo frenaron. Se quedó un rato mirando la nevada. Es cierto que la nieve puede tener un efecto hipnótico, en especial cuando arrecia una tormenta y la superficie de lo conocido se sumerge en el blanco. Pero el Bebe no miraba tanto el vendaval de copos, su furia, como un misterio mayor.

El Bebe, bajando la ladera, hundiéndose en la nieve, miró la hora. Ya era mediodía. Tenía que volver. Tropezó al bajar. Se apuró hacia el hotel. Casi corriendo volvió. Fatigado, sin aliento, se paró frente a la 17 y golpeó. Una, dos, tres veces. Su presentimiento se confirmaba. Agarró fuerte el crucifijo. Tardó en animarse a mover el picaporte. La puerta se abrió sola.

La ventana del cuarto también estaba abierta. Nadie. El viento, las ráfagas de nieve le enfriaron el sudor. Las dos camas juntas, revueltas, ensangrentadas, una porquería. La mesa de luz seguía a un costado.

  • Guillermo Saccomanno
    Saccomanno, Guillermo

    Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) es un escritor y guionista de historieta. Colaborador habitual del diario Página/12. Nació en el barrio de Mataderos.

    En 1972 se inició como guionista de historietas, oficio que lo llevaría a colaborar con destacados dibujantes (Alberto, Enrique y Patricia Breccia, Leopoldo Durañona, Arturo del Castillo, Francisco Solano López ) en publicaciones argentinas y europeas. Junto al célebre Carlos Trillo compiló la Historia de la historieta argentina. Si bien en la actualidad se concentra en la literatura, no ha dejado de escribir guiones, argumentando para Domingo Mandrafina las series El Condenado, una saga protagonizada por un fugitivo de la cárcel de la Isla del Diablo, y Leopoldo, una historia fantástica que transcurre en Buenos Aires. Ambas series se publican en Argentina e Italia. También escribió el guion de 24 horas (Algo está por explotar), película dirigida por Luis Barone.

    Recibió numerosos galardones: Primer Premio Municipal de Cuento, Premio Konex, Premio Nacional de Novela, Premio Seix Barral de Narrativa Breve, Premio Club de los XIII, Premio Rodolfo Walsh y dos veces el premio Dashiell Hammett.

    Obras:

    Guion de cine:

    • 24 horas (Algo está por explotar)(1997) dir. Luis Barone

    Novela:

    • Prohibido escupir sangre(1984)
    • Roberto y Eva. Historias de un amor argentino(1989). Reeditada por Planeta en 2004 con el título: El amor argentino
    • El buen dolor(1999), Premio Nacional de Literatura 2000
    • La lengua del malón(2003), Premio Hammett 2009
    • El oficinista(2010), Premio Biblioteca Breve de Novela, Seix Barral 2010
    • Cámara Gesell(2012), Premio Hammett 2013
    • Terrible accidente del alma, editorial Planeta (2014) Amor invertido, en coautoría con Fernanda García Lao , Seix Barral (2015)
    • Antonio, Seix Barral (2017)
    • Los que vienen de la noche, relatos/visiones. En coautoría con Fernanda García Lao, Seix Barral (2018)

    Cuento:

    • Situación de peligro(1986)
    • Bajo bandera(1991)
    • Animales domésticos(1994)
    • La indiferencia del mundo(1997)
    • El Pibe(2006)
    • Cuando temblamos(2016)

    Guiones de historietas:

    • Moby Dick(1972), historieta con Durañona y Enrique Breccia
    • Alias ​​Flic(1974), historieta con Marchionne
    • El aire (1976), historieta con Alberto Breccia
    • Derek(1979), con Mandrafina
    • Avenida Corrientes(1981), con Solano López
    • Ángeles caídos(1987), historieta con Durañona

    Poesía:

    • Partida de caza(1979)

    No ficción:

    • Historia de la historieta argentina(1980), ensayo en colaboración con Carlos Trillo
    • Un Maestro(2011), Premio Rodolfo Walsh 2012