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Año 9 #106 Agosto 2023

Reportaje al pie del patíbulo (I)

Reportaje al pie del patíbulo llega a nosotros por un héroe impar, Adolf Kolinsky. En honor a él, a Julius Fusik y a los millones de víctimas del nazismo publicaremos en tres entregas este extraordinario texto. Van ahora los primeros tres capítulos.

“[…] Poco después del traslado de Gusta al campo polaco, cuando comenzaba a roer la soledad y la tortura a la que era sometido diariamente, Fucik recibió del guardia nazi que todos los días visitaba su celda, una hoja de papel que sacó de adentro de la solapa de su uniforme. Activista entrenado, el escritor sospechó. No hizo preguntas. Temía una trampa. Unos días después el guardia volvió a dejarle otra hoja. “Me dijeron que mañana seré fusilado”, tanteó Fucik. “¿Y está impresionado?”, le preguntó el guardia. “No, contaba con eso”, fue la respuesta. “Es posible que lo hagan. Si no mañana, otro día”, le dijo el guardia. “Por si acaso, por si usted quiere dejar un recado para alquien… No para ahora, ¿me comprende? Para el futuro”. El guardia nazi le extendió otra hoja y un lápiz. Fucik confirmó otra de sus sospechas: podía tratarse de un camarada. Luego llegó a saber también su nombre: era Adolf Kolinsky, un joven comunista checo que se había hecho pasar por alemán para infiltrarse en la cárcel de la Gestapo, recoger información y hacer lo que se pudiera para aliviar a los prisioneros. En el caso de Fucik, el alivio llegó con el papel y el lápiz.”  [Sandra Russo, Página 12, 12 de septiembre de 2020

 

Escrito en la cárcel de la Gestapo en Pankrác
durante la primavera de 1943

Estar sentado en la posición de firme, con el cuerpo rígido, las manos pegadas a las rodillas, los ojos clavados hasta enceguecer en la amarillenta pared de esta cárcel del Palacio Petschek no es, en verdad, la postura más adecuada para reflexionar. Pero ¿quién puede forzar al pensamiento a permanecer sentado en posición de firme?

Alguien, un día, quizá nunca sepamos quién ni cuándo llamó a este cuarto del Palacio Petschek «sala de cine». ¡Qué ideal tan genial! Una amplia sala, seis largos bancos, uno tras otro, ocupados por los cuerpos rígidos de los detenidos, y ante ellos un muro liso, como una pantalla cinematográfica. Todas las casas productoras del mundo no han llegado a hacer la cantidad de películas que sobre esta pared han proyectado los ojos de los detenidos en espera de un nuevo interrogatorio, de la tortura, de la muerte. Películas de vidas enteras o de los más pequeños fragmentos de vida; películas de la madre, de la esposa, de los hijos, del hogar destruido, del porvenir destrozado; películas de camaradas valerosos y de la traición; películas del hombre a quien entregué aquella octavilla, de la sangre que correrá otra vez, del fuerte apretón de manos, del compromiso de honor; películas repletas de terror y de decisión, de odio y de amor, de angustia y de esperanza. De espaldas a la vida, cada uno contempla aquí su propia muerte. Y no todos resucitan.

Cien veces he sido aquí espectador de mi propia película, mil veces he seguido sus detalles. Ahora trataré de explicarla. Y si el nudo corredizo de la horca aprieta mi cuello antes de terminar, quedarán todavía millones de hombres para completarla con un «happy end».

 

Capítulo 1
Veinticuatro Horas

Dentro de cinco minutos el péndulo del reloj marcará las diez: es una fresca y hermosa noche de primavera, exactamente el 24 de abril de 1942.

Me apuro adentro de los límites de mis posibilidades —las de un señor de edad que cojea— para llegar a casa de los Jelinek, antes de que cierren la puerta de calle. Mi ayudante, Mirek, me espera. Sé que no tiene nada importante que decirme, ni tampoco yo a él. Pero faltar a una cita podría provocar pánico y, precisamente, es necesario evitar inquietudes inútiles a las dos buenas almas que nos acogen.

Me reciben con una taza de té. Mirek ya espera; además, está el matrimonio Fried. Una imprudencia más.

—Tengo mucho gusto de verlos, camaradas, pero no así, juntos. Éste es el camino más seguro para la prisión y la muerte. O respetan las reglas de la conspiración o dejan de trabajar, porque se exponen y exponen a los demás, ¿comprenden?

—Comprendido.

—¿Qué me han traído?

—El número del Primero de Mayo de Ruge Pravo.

—Muy bien. ¿Y tú, Mirek?

—Bien, nada nuevo, el trabajo marcha.

—Listo, nos volveremos a encontrar después del 19 de Mayo: les dejaré algo dicho. ¡Hasta la vista!

—Otra taza de té, patrón.

—Pero no, no, señora Jelinek ¡somos demasiados!

—Al menos una tacita, se lo ruego.

El vapor se eleva del té recién servido. Alguien llama.

¿De noche, a esta hora? ¿Quién podrá ser?

Los visitantes son impacientes. Golpes en la puerta.

—¡Abran!, policía.

—¡Rápido, a las ventanas, huyan! ¡Tengo revólveres, protegeré su huida!

Demasiado tarde. La Gestapo ya está bajo las ventanas apuntándonos con las pistolas. Forzando las puertas; atravesando el pasillo, los esbirros entran rápidamente a la cocina y de allí al cuarto. Uno, dos, tres, nueve hombres. No me ven, porque estoy a sus espaldas, detrás de la puerta que han abierto. Puedo, pues, disparar a gusto, pero sus nueve pistolas apuntan a dos mujeres y a tres hombres desarmados. Si tiro primero, caerán antes que yo, y hasta si tirara contra mí mismo comenzaría el tiroteo y serían las primeras víctimas. Si no tiro, se les encerrará por seis meses, por un año tal vez, y la revolución los liberará. Sólo Mirek y yo estamos condenados: nos torturarán. De mi no sacarán nada. ¿Y de Mirek? El hombre que combatió en la España republicana, que vivió dos años en un campo de concentración en Francia y que en plena guerra pasó sin autorización de Francia a Praga, no, ese hombre no traicionará. Tengo dos segundos para reflexionar. ¿O serán tres segundos?

Si tiro, no salvaré nada, me libraré de la tortura. Pero sacrificaré inútilmente la vida de cuatro camaradas. ¿No es así? Así es.

Estoy decidido. Salgo de mi escondite.

—¡Ah! Aquí hay otro.

Primer golpe en la cara: quizás quieren ponerme knock out.

—Hande auf. (Arriba las manos).

Segundo, tercer golpe.

Lo que me había imaginado.

Del ordenado departamento no queda más que un barullo de muebles rotos y de vajilla quebrada.

Nuevos puñetazos y patadas.

—¡Marsch! (¡Camine!).

Me han hecho entrar en el coche, apuntándome siempre.

Durante el viaje empieza el interrogatorio.

—¿Quién sos?

—El profesor Horak.

—¡Mentís!

Alzo los hombros.

—¡Sentate o disparo!

—Tiren.

Pero en lugar de una bala, un puñetazo.

Pasamos al lado de un tranvía y me parece coronado de flores blancas. ¿Un tranvía de boda ahora en plena noche? Creo que empiezo a delirar.

El palacio Petschek, al que nunca había esperado entrar vivo; y ahora, ¡al galope hasta el cuarto piso! ¡Ah!, la harto famosa oficina II-A1, la sección anticomunista.

Me parece que hasta siento cierta curiosidad.

El alto y escuálido comisario que ha dirigido el procedimiento contra nosotros, mete su revólver en el bolsillo y me hace entrar con él a la oficina. Me enciende un cigarrillo.

—¿Quién sos?

—El profesor Horak.

—¡Mentís!

Su reloj pulsera marca las once.

—Revísenlo.

Empiezan a revisarme; me desnudan.

—Tiene documentos.

—¿Con qué nombre?

—Profesor Horak.

—Averigüen.

El teléfono suena.

—Evidentemente, no está registrado; los papeles son falsos.

—¿Quién te los dio?

—La Jefatura de Policía.

Primer palo. Segundo. Tercero. ¿Debo contarlos? ¡Muchacho, tú no publicarás esta estadística en ninguna parte!

—¿Tu nombre? ¡Hablá! ¿Tu dirección? ¡Hablá! ¿Con quién tenés relaciones? ¡Hablá! ¿Los domicilios? ¡Hablá! ¡Hablá!, o te golpearemos hasta matarte.

¿Cuántos golpes puede soportar un hombre sano?

Dan la medianoche en la radio; los cafés se cierran; los últimos clientes se retiran a sus casas; los enamorados dan vueltas frente a las puertas y no se deciden a despedirse.

El comisario alto y flaco entra en el cuarto sonriendo alegremente.

—¿Qué tal, señor periodista?

¿Quién le habrá dicho esto? ¿Jelinek? ¿Los Fried? Pero no saben mi nombre.

—¡Ya ves que lo sabemos todo! ¡Hablá! Sé inteligente. ¡Qué razonamiento! Ser inteligente: traicionar.

No soy inteligente.

—Amárrenlo y denle más.

La una: los últimos tranvías entran a la estación.

—Las calles quedan solitarias, la radio da las buenas noches a sus más fieles auditores.

—¿Quiénes son los otros miembros del Comité Central? ¿Dónde están las emisoras? ¿Dónde están las imprentas? ¡Hablá, había, hablá!

Ahora puedo contar los golpes más tranquilamente: el único dolor que siento es en los labios que muerden mis dientes.

—¡Descálcenlo!

Es verdad, la planta de los pies aún es sensible. Lo advierto ahora.

Cinco, seis, siete; y ahora, uno que siento como si el garrote me atravesara hasta el cerebro.

Las dos: Praga duerme: tal vez en alguna parte gimotea un niño: o un hombre acaricia las caderas de su mujer.

—¡Hablá! ¡Hablá!

Me paso la lengua por las encías y trato de contar los dientes rotos. No puedo terminar el cálculo. ¿Doce, quince, diecisiete? No, ése es el número de los comisarios que ahora «me interrogan». Algunos están visiblemente fatigados, pero la muerte no viene todavía.

Las tres. Las primeras luces de la mañana llegan desde la calle. Los vendedores de legumbres se acercan al mercado y los basureros se desparraman por las calles. Quizá llegue a vivir lo suficiente para ver otra mañana. Traen a mi mujer.

—¿Lo conoce?

Me trago la sangre para que ella no la vea… Lo que seguramente es bastante tonto porque la sangre corre de cada poro de mi cara y hasta de la punta de mis dedos.

—¿Lo conoce?

—No lo conozco.

Dijo eso sin que siquiera su mirada traicionase su horror. Ha respetado nuestro acuerdo, de no confesar nunca que me conoce, por más que ahora eso ya sea inútil. ¿Quién, pues, les habrá dado mi nombre? Se la llevaron: le dije adiós con la mirada más alegre de que aún era capaz: quizá no fuera alegre, no lo sé.

Las cuatro de la madrugada. ¿Estará aclarando o no? Las ventanas camufladas, no responden. Y la muerte que no llega. ¿Debo ir a su encuentro? ¿Cómo?

He golpeado a alguien y caí. Me dan de patadas, caminan sobre mí. Bueno, ahora el fin será rápido. El comisario moreno me levanta por la barba y ríe contento, mostrándome sus manos llenas de pelos arrancados. Verdaderamente, es cómico. Y ahora ya no siento dolor.

Son las cinco, las seis, las siete, las diez, mediodía. Los obreros han tomado el trabajo y lo han abandonado. Los niños han ido a la escuela y están de vuelta. Se vende en los negocios y en las casas se prepara la comida: quizá en este momento mi madre me recuerda, quizá los camaradas ya saben que me han detenido y extreman las precauciones…

Con todo, si hablara… No, no temas. No hablaré, créeme. Y, además la muerte no debe estar muy lejos.

Ahora es sólo un sueño, una febril pesadilla, caen los golpes, luego me tiran agua, y otra vez los golpes y de «¡Hablá! ¡Hablá! ¡Hablá!» y más golpes: la muerte no llega. Madre, padre, ¿por qué me han hecho tan fuerte?

Las cinco de la tarde. Todo el mundo está cansado ya, los golpes no caen ahora sino de tanto en tanto, tras largos intervalos: sólo resta la fuerza de la inercia. Y de repente escucho desde lejos, desde muy lejos, una voz apacible, dulce, tierna como una caricia:

Er hat schon genug. (Ya tiene bastante).

Un rato después me encuentro sentado frente a una mesa que sube y baja ante mis ojos, alguien me da de beber, otro me ofrece un cigarrillo que no puedo sostener, y otro trata de ponerme los zapatos y dice que no es posible hacerlo; en seguida me llevan medio alzado por una escalera. Bajamos; en el coche en que vamos alguien me apunta con el revólver, lo que me da risa; dejamos atrás un tranvía coronado de flores blancas, es el tranvía de bodas, pero quizá todo sea una pesadilla, o la fiebre, o la agonía, o en fin, la misma muerte. Sin embargo, la agonía es tan difícil; pero esto no es nada difícil, es vago e informe, liviano como una pluma; un suspiro todavía y todo habrá terminado.

¿Todo, verdaderamente? ¿Para siempre? Todavía no. En este mismo momento me pongo de pie, verdaderamente de pie, solo, sin el apoyo de nadie, y cerca mío se extiende una pared de un amarillo sucio salpicado de algo. ¿Por qué? Me parece que es sangre; sí, es sangre; levanto un dedo y trato de extenderla; sí, está fresca, es la mía…

Alguien que está detrás mío me golpea en la cabeza y me ordena levantar las manos y hacer flexiones de rodillas; a la tercera me caigo…

Un alto SS se me viene encima y me da puntapiés para forzarme a levantarme, pero es inútil; otra vez me mojan. Estoy sentado, y una mujer cualquiera me da un medicamento y me pregunta dónde me duele, y a mí me parece que todo mi dolor está en el corazón.

—No tenés corazón —me dice el alto SS.

—Pues, lo tengo —le respondo. Y de pronto me siento muy orgulloso, porque aún he sido capaz de tomar la defensa de mi corazón.

Pero luego todo se desvanece ante mis ojos, hasta el muro hasta la mujer del medicamento, hasta el SS.

La puerta de un calabozo se abre ante mi, y un gordo SS me arrastra hacia adentro. Retira los jirones de mi camisa, me pone sobre un jergón, tantea la hinchazón de mi cuerpo y ordena que me pongan compresas.

—Mire —dice a su compañero, y menea la cabeza—. Fíjese bien lo que ellos son capaces de hacer.

Y otra vez desde lejos, desde muy lejos, escucho la voz apacible y dulce, tierna como una caricia.

—No verá la mañana.

Dentro de cinco minutos los relojes darán las diez. Es una noche hermosa y fresca de primavera: el 25 de abril de 1942.

 

Capítulo 2
La Agonía

Cuando la luz del sol y el brillo de las estrellas

se extinguen para nosotros, se extinguen para nosotros…

Dos hombres inclinados, con las manos juntas, en actitud de orar, caminan en círculo, con lento y pesado paso, en torno a la blanca cripta, cantando con voz monótona y discordante una triste salmodia.

… es dulce para las almas

elevarse al cielo, elevarse al cielo.

Alguien ha muerto. ¿Quién? Intento volver la cabeza. Quizá logre ver el féretro con el difunto y los dos cirios erguidos encima de su cabeza.

Donde la noche ya no existe,

donde eterna es la luz del día.

He logrado levantar la vista. No veo a nadie. No hay nadie: solamente ellos dos y yo. ¿Por quién cantan esos salmos?

Esa estrella siempre fulgurante

es Jesús, es Jesús.

Es un entierro. Si, seguramente es un entierro. ¿Y a quién entierran?, ¿Quién está aquí? Sólo ellos dos y yo. ¿Quizá sea mi propio funeral? Pero escuchen: es un error. No estoy muerto, yo vivo, ya ven que los miro, que les hablo. Deténganse, ¡no me entierren aún!

Cuando alguien nos da el adiós

para siempre, para siempre.

No me oyen. ¿Están sordos?, ¿o no hablo lo suficientemente alto? ¿O estoy muerto de verdad y ya no pueden oír mi voz sin cuerpo? ¿Es que acostado sobre el vientre seré espectador de mi propio entierro? ¡Qué cómico!

vuelve su piadosa mirada

hacia el cielo, hacia el cielo.

Lo recuerdo: alguien me recogió con dificultad, me vistió y me dejó en la camilla. Los pasos metálicos resonaron en el corredor y después… Eso es todo. No sé más, no recuerdo más.

… donde eterna es la luz del día.

Pero todo disto es absurdo. Yo vivo. Siento un dolor lejano y tengo sed. Y los muertos no llenen sed. Concentro todas mis fuerzas para mover la mano, y una voz extraña, que no es la mía, sale de mi garganta:

—¡Agua!

¡Por fin! Los dos hombres dejan de caminar en círculo. Ahora se acercan a mí, se inclinan, y uno de ellos aproxima a mis labios un jarro de agua.

—También debes comer algo, muchacho. Desde hace dos días no cesas de beber y beber…

¿Qué me está diciendo? ¿Ya dos días? ¿Qué día será hoy?

—Lunes.

Lunes. Y me detuvieron el viernes. ¡Qué pesada siento la cabeza! ¡Y cómo refresca el agua! ¡Dormir! ¡Déjenme dormir!

Una gota de agua agita la lisa superficie de la fuente. Es el manantial en el prado, entre montañas, cerca de la casa del guardabosques, al pie del Monte Roklan. Y una lluvia fina e incesante teclea sobre las agujas de los pinos… ¡Qué dulce es dormir!

Y cuando me despierto de nuevo ya es martes, de noche, y un perro se halla ante mí. Es un perro lobo. Me mira con sus hermosos y perspicaces ojos y pregunta:

—¿Dónde vivías?

¡Oh, no, no es el perro! Esa voz pertenece a otro. Sí, aquí hay alguien más. Veo unas botas altas y otro par de botas altas, y un pantalón de montar. Pero más arriba ya no veo nada. Y cuando quiero mirar, siento vértigo. Poco importa. Déjenme dormir…

Miércoles… Los dos hombres que cantaban los salmos están sentados a la mesa, comiendo en escudillas de barro. Ya los distingo. Uno es más joven que el otro y no parecen monjes. Ni la cripta es ya una cripta: es una celda común. Las planchas del suelo parten de mis ojos para desembocar ante una puerta pesada y negra… Rechina una llave en la cerradura. Saltan los dos hombres y se colocan en posición de firmes, Otros dos hombres, con uniformes de SS, entran y ordenan que me vistan. Hasta ahora yo ignoraba cuánto dolor puede ocultarse en cada pernera de mi pantalón, en cada manga de mi camisa. Me colocan sobre una camilla y me llevan escaleras abajo. Las botas herradas resuenan a lo largo del corredor… Este es el camino por el cual me llevaron y luego me trajeron sin conocimiento. ¿A dónde conduce? ¿En qué infierno desemboca?

En la sombría y desagradable oficina de registro de la Polizeige Jüngnts me depositan en el suelo, y una voz checa, con fingida benevolencia, me traduce la pregunta escupida con fuerza por una voz alemana:

—¿La conoces?

Me sostengo la barbilla con la mano. Ante mi camilla se halla una joven de gruesos mofletes. De pie y con la cabeza erguida, mira sin ostentación pero con dignidad. La mirada algo baja: lo suficiente para verme y saludarme.

—No la conozco.

Recuerdo haberla visto una vez y por un solo momento durante aquella salvaje noche en el Palacio Petschek. Esta es la segunda vez, y desgraciadamente no habrá una tercera; hubiera querido estrecharle la mano por la dignidad de su conducta. Era la mujer de Ernest Lorenz y fue ejecutada el primer día del estado de sitio, en 1942.

—Pero seguramente conocerás a ésta.

Anicka Jiráscová. ¡Pero por Dios, Anicka! ¿Cómo ha venido a parar aquí? Yo nunca pronuncié su nombre, Nada tengo que ver con usted. No la conozco, compréndalo, no la conozco.

—No, no la conozco.

—Es inútil, Julius —dice Anicka, y sólo una leve presión ‘de sus dedos sobre el pañuelo delata su emoción—. Es inútil. Me han delatado.

—¿Quién?

—¡Cállate!

Alguien ataja su respuesta y la empuja brutalmente cuando se inclina hacia mí para darme la mano.

¡Anicka!

Ya no oigo las otras preguntas. Y sólo desde lejos, sin ningún dolor, como si yo fuera únicamente un espectador, siento cómo dos SS me llevan de vuelta a la celda, balanceando brutalmente la camilla y preguntándome, entre risas groseras, si no preferiría balancearme por el cuello.

Jueves.

Empiezo a distinguir. Uno de mis compañeros de celda, el más joven, es Carlos, y llama «padre» al otro, al más viejo. Me cuentan su vida, pero todo se confunde en mi cabeza. Hablan de una mina y de niños sentados en bancos. Se oye una campana, debe haber fuego en alguna parte. Me dicen que el médico y el enfermero de ` los SS vienen a verme todos los días, que mi estado no es tan grave y que pronto me repondré. Esto último lo dice el “padre’, y lo dice con tanta insistencia, y Carlos lo aprueba con tal convicción que, aun en el estado en que me encuentro, comprendo que se trata de una mentira piadosa. ¡Qué buenos muchachos, y cuánto siento no poder creerles!

Cae la tarde. Se abre la puerta de la celda, y silenciosamente, sobre la punta de sus patas, entra corriendo un perro. Se detiene junto a mi cabeza y de nuevo me contempla atentamente. Otra vez los dos pares de botas altas. Pero ahora ya sé: uno pertenece al propietario del perro, al director de la cárcel de Pankrác, y el otro al jefe de la sección anticomunista de la Gestapo que presidió mi interrogatorio nocturno. Les siguen unos pantalones de civil. Alzo la vista: sí, lo conozco. Es el comisario alto y flaco que dirigía el pelotón de asalto que me detuvo. Se sienta en una silla y comienza el interrogatorio.

—Has perdido la partida. Al menos salva tu cabeza. ¡Habla!

Me ofrece un cigarrillo. Lo rechazo. No tendría fuerzas para fumarlo.

—¿Cuánto tiempo has vivido en casa de los Baxá?

¡Los Baxá! Hasta eso lo saben. ¿Quién se lo habrá dicho?

—Ya ves: sabemos todo. ¡Habla!

Si lo saben todo, ¿para qué hablar? No he vivido en vano. Mi vida no ha sido estéril y no tengo por qué echar a perder su fin.

El interrogatorio dura una hora. El comisario no grita. Repite pacientemente las preguntas y, al no recibir respuesta, hace una segunda, una tercera, una décima.

—¿Es que, aún no comprendes? Todo ha terminado, ¿entiendes? Ustedes han perdido todo.

—Sólo yo he perdido.

—¿Crees todavía en la victoria del comunismo?

—Por supuesto.

—¿Lo cree —el jefe pregunta en alemán y el comisario alto traduce—, cree todavía en la victoria de Rusia?

—Claro. Eso no puede terminar de otra manera.

Ya estoy cansado. He concentrado todas mis fuerzas para esquivar sus preguntas, pero ahora mi conciencia se aleja rápidamente, como la sangre que mana de una herida profunda.

Aún percibo que me dan la mano. Quizá lean en mi frente el signo de la muerte. En algunos países era costumbre que el verdugo besara al reo antes de la ejecución.

Anochece.

Dos hombres inclinados, con las manos juntas, vuelven a caminar en círculo, cantando con voz monótona y discordante una salmodia triste:

Cuando la luz del sol y el brillo de las estrellas se extinguen para nosotros, se extinguen…

¡Oh, amigos míos, no sigan! Quizá sea una hermosa canción, pero hoy es la víspera del Primero de Mayo, la más bella y alegre fiesta del hombre.

Trato de cantar algo alegre, pero parece sonar tristemente. Carlos vuelve la cabeza y el «padre» se enjuga los ojos. No importa. Sigo cantando y, poco a poco, ellos se unen a mi canto. Me duermo contento.

Madrugada del Primero de Mayo.

El reloj de la torrecilla de la cárcel da tres campanadas. Es la primera vez que las oigo claramente. Por primera vez desde mi detención tengo mi conciencia despejada. Siento el aire fresco que entra por la ventana abierta y llega hasta mi jergón, extendido en el suelo. Las briznas de paja se clavan en mi pecho y en mi vientre. Cada partícula de mi cuerpo me duele con mil dolores y respiro con dificultad. De pronto, como si abriera una ventana, Veo claramente: es el fin. Estoy agonizando.

Has tardado mucho en llegar, muerte. Pese a todo, esperaba conocerte más tarde, después de largos años. Esperaba poder vivir aún la vida de un hombre libre: trabajar mucho, amar mucho, cantar mucho y recorrer el mundo. Precisamente ahora, cuando llegaba a la madurez y todavía disponía de grandes energías. Ya no las tengo. Se van extinguiendo en mí. Amaba la vida, y por su belleza fui al campo de batalla. Hombres: os he amado. Fui feliz cuando correspondíais a mi cariño y sufrí cuando no me comprendíais. Que me perdonen aquellos a quienes hice daño. Que me olviden aquellos a quienes procuré alegría. Que la tristeza no sea unida jamás a mi nombre. Este es mi testamento para ustedes, padre, madre y hermanas mías; para ti, mi Gustina, y para ustedes, camaradas. Para todos aquellos a quienes he querido. Si creen que las lágrimas borrarán el triste torbellino de la pena, lloren un momento, pero no se lamenten. He vivido para la alegría y por la alegría muero. Y sería agravio e injusticia colocar sobre mi tumba al ángel de la tristeza.

¡Primero de Mayo! Antaño, a estas mismas horas, ya estábamos en los arrabales de la ciudad, preparando nuestras banderas. A estas horas, en las calles de Moscú, se ponían en marcha los primeros grupos para participar en el desfile. Y ahora, precisamente a esta misma hora, millones de hombres luchan en el combate final por la libertad humana y miles y miles caen en este combate. Yo soy uno de ellos. Y ser uno de ellos, uno de los combatientes en la batalla final, es algo hermoso.

Pero la agonía no es hermosa… Me ahogo, no puedo respirar. Oigo el ronco quejido de mi garganta y temo despertar a mis compañeros de celda. Quizá podría apagarlo con un poco de agua… Pero ya hemos consumido toda el agua del cántaro. Allí, a unos seis pasos de mí, en la letrina situada en el rincón de la celda, hay agua de sobra. ¿Tendré fuerzas para llegar hasta allí?

Me arrastro silenciosamente sobre el vientre, como si toda la gloria de la muerte consistiera en no despertar a nadie. He conseguido llegar, al fin, y bebo con avidez el agua del fondo del retrete.

No sé cuánto tiempo estuve, ni cuánto tardó en volver. De nuevo comienzo a perder el conocimiento. Me busco el pulso. No siento nada. Mi corazón se me sube hasta la garganta y vuelve a caer. Yo caigo con él. Caigo durante un largo rato. En el trayecto percibo todavía la voz de Carlos:

—Padre, padre, oye. ¡Se está muriendo, el pobre!

Por la mañana llegó el médico.

Pero todo eso lo supe mucho más tarde.

Vino, me auscultó y meneó la cabeza. Luego volvió a la enfermería, rompió el certificado de defunción que había extendido la víspera con mi nombre, y dijo (elogio de especialista):

—¡Qué naturaleza de caballo!

 

Capítulo 3
Celda 267

Siete pasos desde la puerta a la ventana, siete pasos de la ventana a la puerta.

Conozco esto.

¡Cuántas veces he recorrido este espacio sobre el piso de abeto, en mi celda de Pankrác! Y quizá ésta es la misma celda donde estuve antes por el delito de haber visto con demasiada claridad las consecuencias que acarrearía al pueblo la peligrosa política de los burgueses checos. Ahora están crucificando a mi pueblo. Los guardianes alemanes se pasean frente a mi celda, y afuera, en alguna parte, las Parcas, políticos ciegos, vuelven a tejer el hilo de la traición. ¿Cuántos siglos serán necesarios para que el hombre vea claro, por fin? ¿Cuántas celdas ha debido soportar el hombre para poder ir hacia adelante? ¡Oh! Niño Jesús de Neruda, el fin del camino de salvación de la humanidad aún está lejos de ser alcanzado. Pero no hay que dormirse, no hay que dormirse.

Siete pasos adelante, siete pasos atrás. En una de las paredes hay un camastro de madera. En otra, un armarito de un marrón sombrío, donde se guardan nuestras vasijas de tierra cocida. Sí, conozco esto. Ahora aquí todo es un poco mecanizado: hay calefacción central, el balde ha sido reemplazado por una letrina, y ante todo están mecanizados los hombres. Como autómatas. Toca el timbre, es decir haz un pequeño ruido con la llave en la cerradura de la puerta, o abre la mirilla, y los prisioneros se sobresaltarán, poniéndose firmes, sin cuidarse de lo que estaban haciendo: abre la puerta, y el jefe de la celda gritará sin tomar aliento:

—¡Achtung calecvózibnzechzilibsgtmittrajmanalesinordnuag!

 He aquí: 267. Es nuestra celda. Pero en esta celda el automatismo no funciona del todo bien. Sólo dos prisioneros se sobresaltan. Yo continúo acostado sobre el vientre, en mi jergón, bajo la ventana, una semana, quince días, un mes, seis semanas. Y luego resucito; ya puedo volver la cabeza, puedo levantar la mano. Logro levantarme sobre los codos, y hasta he tratado de volverme de espaldas… Realmente, esto se escribe con más rapidez de lo que se vive.

Y también la celda ve cambios. En la puerta han escrito dos en lugar de tres. Carlos, el más joven de los hombres que me habían enterrado con sus tristes salmos. Ha partido; sólo ha quedado el recuerdo de su buen corazón. En realidad mi recuerdo de él es borroso y sólo abarca los dos últimos días que pasó con nosotros. Pacientemente volvía a contarme su historia, y yo volvía a dormirme en mitad de la misma.

Se llama Carlos Malik, es un mecánico, y trabajaba en el ascensor de una mina situada cerca de Hudlik, de donde extrajo explosivos para la resistencia. Fue detenido hace cerca de dos años; ahora debe presentarse ante el tribunal, quizá en Berlín; pertenece a un grupo importante. ¡Quién sabe cómo terminará este asunto! Tiene mujer y dos hijos, los quiere, los quiere mucho…

(—Pero era mi deber. ¿Sabés? No he podido hacer otra cosa)

Se queda sentado a mi lado largo rato, forzándome a comer. No puedo. El sábado —¿ya hace ocho días que estoy aquí?— se decide a emplear la violencia; le avisa al Polizeimstr (guardián enfermero) que no he comido nada desde que llegué. El Polizeimstr, un enfermero de prisión siempre en movimiento, con uniforme SS, sin el permiso del cual el médico checo no puede recetar ni una aspirina me trae personalmente una sopa de régimen y me observa mientras tomo hasta la última gota. Carlos está contentísimo del éxito de su intervención, y al día siguiente es él mismo quien me obliga a beber la taza de sopa del domingo.

Pero es bien poco lo que se adelanta. Mis encías rotas, no pueden masticar ni siquiera las papas deshechas del guiso del domingo y mi garganta, cerrada, no deja pasar ningún bocado medianamente sólido.

—No quiere guiso —se lamenta Carlos, y menea tristemente la cabeza por encima de mí.

Y luego, golosamente, empieza a comer mi ración, que comparte honradamente con el Padre.

¡Ah, ustedes que no han vivido durante el año 1942 en la prisión de Pankrác, no saben, no pueden saber todo lo que es un guiso! Regularmente, aun en los peores tiempos, cuando el estómago mugía de hambre, cuando bajo las duchas aparecían esqueletos cubiertos de piel humana, cuando un camarada robaba a otro, al menos con la mirada, los bocados de su ración; cuando hasta la asquerosa sopa de legumbres secas diluidas en una cucharada de extracto de tomate aparecía como una delicia largo tiempo esperada, aun en los tiempos más duros, dos veces por semana, con toda regularidad, los jueves y los domingos, los prisioneros de servicio vertieron en mi vasija un cucharón de papas regándolas con una cucharada de jugo en el que boyaban algunos hilos de carne.

Era maravillosamente apetitoso, sí, era más que apetitoso, un recuerdo material de la vida humana, algo de la vida civil, algo normal en la cruel anormalidad de la prisión de la Gestapo, una cosa de la que se hablaba dulce y voluptuosamente. Ah, ¡quién podrá comprender el inmenso valor que puede tener una cucharada de buen jugo sazonado por el terror de una desnutrición perpetua! Han pasado dos meses, y por mí mismo he podido comprender el asombro de Carlos. Yo no había querido ni siquiera el guiso; y ninguna otra cosa pudo convencerlo de mi muerte cercana tan claramente como ese hecho.

La noche siguiente, a eso de las dos de la mañana, despertaron a Carlos. En cinco minutos debía estar listo para el transporte, como si se tratara de una corta salida; no como si se abriera ante él un camino que lo conduciría a terminar su vida en la nueva prisión, en el nuevo campo de concentración, en el lugar de las ejecuciones, sabe Dios dónde. Arrodillado a mi cabecera y tomando en sus manos mi cabeza, la besó (del pasillo nos llega el grito ronco de un cerdo con uniforme, que nos recuerda que los sentimientos no tienen nada que ver con la prisión de Pankrác). Carlos atravesó la puerta corriendo. La llave dio vuelta en la cerradura, sólo quedamos dos en la celda.

¿Volveremos a vemos, muchacho?

Y el próximo adiós ¿cuándo llegará? ¿Cuál de los dos se irá primero? ¿Y adónde? ¿Y quién lo llamará? ¿El guardián con uniforme SS? ¿La muerte, que no tiene uniforme?

Lo que estoy escribiendo no es más que el eco de los pensamientos que me acompañaron después de su partida. Ha pasado un año, y los pensamientos que acompañaron al camarada se han repetido a menudo con mayor o menor insistencia.

El número dos, colgado de la puerta de la celda, se cambia de nuevo por un tres, y de nuevo en dos y de nuevo en tres, dos, tres, dos; nuevos detenidos han llegado y vuelto a partir. Sólo dos que habían quedado en la celda 267 permanecen fielmente juntos.

El Padre y yo.

El Padre …es el maestro Josei Pesek, de sesenta años, presidente del comité de maestros, detenido ochenta y cinco días antes que yo, porque mientras preparaba un proyecto tendiente a reformar las escuelas libres checas tramó un complot contra el Reich alemán.

El Padre es…

¿Cómo es posible describir todo esto, mis amigos? Sería un trabajo difícil. ¡Dos, una celda y un año!

Durante ese tiempo las comillas que rodeaban el nombre de Padre han desaparecido; durante ese tiempo los dos detenidos, de edad distinta, se han vuelto verdaderamente padre e hijo; durante ese tiempo han cambiado mutuamente los hábitos, las maneras de expresarse y hasta la entonación de la voz. Trata, si puedes, de reconocer hoy lo que es propio de mí y lo que es de Padre, y lo que fue introducido primero en la celda por él o por mí.

Noche tras noche permaneció a mi lado, de pie, y con compresas húmedas espantó a la muerte que se acercaba. Valientemente limpió el pus de mis heridas, y jamás manifestó repugnancia por el olor a podrido que se desprendía de mi jergón.

Lavó y cosió los miserables restos de mi camisa, que junto conmigo había sido víctima del primer interrogatorio, y cuando ya no sirvieron, para nada me puso su propia ropa. Fue él quien me trajo una margarita y un poquito de hierba verde que se arriesgó a arrancar del patio de la prisión durante el «paseo» de media hora. Me seguía con tiernos ojos cuando salía para nuevos interrogatorios y volvía a poner compresas sobre las nuevas heridas que traía. Cuando los interrogatorios eran nocturnos, no se dormía hasta verme de vuelta y acostarme en mi jergón bajo las mantas.

Tales fueron nuestros comienzos, y lo que luego vivimos juntos no los ha traicionado ni cuando yo pude levantarme y pagar mis deudas de hijo.

Pero todo esto no puede ser escrito así de un tirón, muchacho. La celda 267 tuvo ese año una vida intensa, y todo lo que en ella vivió el Padre lo vivió también, a su manera. Esto debe ser contado; pero la historia no ha sido terminada aún. (Lo que también suena a esperanza).

La celda 267 tuvo una vida rica. Cada hora, más o menos, se abría la puerta y pasaba la inspección. Era un control especialmente recomendado para el terrible criminal comunista, pero quizá también fuera simple curiosidad. A menudo moría gente que no debía morir, pero raramente se vio que no muriese aquel de cuya muerte todo el mundo estaba persuadido. Hasta los guardianes de los otros corredores venían y comenzaban a hablar y levantaban mis mantas en silencio, apreciaban mis heridas como conocedores, y luego, según su carácter, hacían bromas cínicas o me trataban más amistosamente. Uno de ellos, a quien llamábamos el Botarate, venía más a menudo que los otros y preguntaba sonriendo si el diablo rojo necesitaba algo. No, gracias, no necesitaba nada. Pasados algunos días, el Botarate descubrió que el diablo rojo tenía necesidad de algo: ser afeitado; y trajo a un peluquero.

Es el primer prisionero, fuera de mi celda, a quien conozco, el camarada Bocek. La amable atención del Botarate resultó un flaco servicio: el Padre me tiene la cabeza, y el camarada Bocek arrodillado al costado de mi jergón trata, con una hoja mal afilada, de penetrar en la maraña de mi barba. Le tiemblan las manos y tiene lágrimas en los ojos. Está convencido de que afeita a un cadáver. Trato de consolarlo.

—Tené valor, viejo; si pude soportar el interrogatorio del palacio Petschek, creo que podré soportar tu afeitada.

Pero no tiene fuerzas, y ambos debemos descansar, él y yo. Dos días después conocí a otros dos prisioneros. Los comisarios del palacio Petschek son impacientes. Me han mandado buscar, y como el enfermero escribe todos los días en mi notificación «instransportable», han dado orden de llevarme a pesar de ello. Dos detenidos con uniforme de la prisión, que hacen el servicio en los corredores, se detienen frente a mi celda. El Padre me mete con dificultad en la ropa, los camaradas me ponen en la camilla que habían traído y me llevan. Uno de ellos es el camarada Skorepa, que más tarde será el atento padre de nuestros compañeros del corredor. El segundo es […][4] Se inclina hacia mí en el momento en que resbalo por la superficie oblicua de la camilla mientras me bajan por la escalera y me dice:

—Mantenete firme, allá —y agrega más despacio—. …pase lo que pase.

Esta vez no nos detenemos en las oficinas de la prisión. Me llevan más lejos, por un largo corredor, hacia la salida. El corredor está lleno de gente (es jueves, y las familias vienen a retirar la ropa de los prisioneros), y todos se fijan en nuestro triste cortejo. Veo compasión en sus ojos, y esto no me gusta; levanto, pues, la mano y cierro el puño. Puede ser que lo vean y comprendan que los saludo pero puede que mi gesto sea vago, no puedo hacer más, me siento aún demasiado débil. En el patio de la prisión de Pankrác ponen la camilla en el camión; dos SS al lado del conductor, otros dos parados a mi lado, las manos apoyadas en la cartuchera del revólver.

Partimos. No, el camino no es precisamente maravilloso; un pozo, dos pozos, y antes de los cien metros pierdo el conocimiento. Fue una graciosa carrera por las calles de Praga: un camión de cinco toneladas, con capacidad para treinta prisioneros, gastando nafta por uno solo, y dos SS delante y dos detrás, con las manos sobre las armas, vigilando con sus ojos de fiera a un cadáver, con miedo de que se les escape. Al otro día se repitió la comedia.

Pero esta vez me mantuve fuerte hasta el palacio Petschek.

El interrogatorio no fue largo. El comisario Friedrick tocó mi cuerpo con cierta indolencia y me devolvieron sin conocimiento.

Y ahora llegan los días en que ya no dudo que estoy vivo. El dolor, hermano íntimo de la vida, me lo prueba muy claramente; hasta la prisión de Petschek sabe ya que por un descuido cualquiera he quedado vivo y me llegan los primeros saludos por medio de los espesos muros en que repercuten los mensajes y por las miradas de los que están de servicio en los corredores para la distribución de la sopa. Sólo mi mujer no ha sabido nada de mí. Estaba sola en una celda del piso bajo, tres o cuatro celdas más allá de la mía, viviendo entre la angustia y la desesperación hasta el momento en que su vecina, durante el «paseo» de la mañana, le susurró que en cuanto a mí, todo estaba terminado, que según decían había muerto a causa de las heridas ocasionadas durante el interrogatorio. Después de oír eso erró por el patio, todo giraba a su alrededor; ni siquiera sintió que la guardiana la consolaba a cachetadas, obligándola a volver a la fila, que representa el orden de la prisión.

¿Qué han visto, pues, sus grandes y bondadosos ojos, fijos sin lágrimas en los blancos muros de su celda? Y al día siguiente otra versión. Aquello no era cierto. No me habían golpeado hasta matarme, pero yo, no pudiendo soportar el dolor de las heridas, me había ahorcado en mi celda. Y durante todo ese tiempo yo «hormigueaba» en mi pobre camastro y cada mañana y cada noche me volvía de costado con gran trabajo para poder cantarle a mi Gusta sus canciones preferidas.

¿Cómo ha sido posible que no las oyera cuando yo he puesto tanto fervor? Ahora ya lo sabe, ya me escucha, aunque esté más lejos que antes. Y ahora hasta los guardianes saben y se han acostumbrado a que la celda 267 cante. No gritan ya desde el otro lado de la puerta para imponer silencio.

La celda 267 canta. Yo he cantado durante toda mi vida y no sé porqué tendré que dejar de hacerlo ahora. Justamente al final, en el momento en que vivo más intensamente. ¿Y el Padre, Pesek? ¡Oh! Es un caso excepcional. Canta con el corazón; no tiene oído ni memoria musical, ni voz, pero adora el canto con tan bello y abnegado amor y siente tal placer al cantar, que casi no me doy cuenta si cambia de tono o si insiste en cantar do cuando el oído reclama precisamente un la. Y así cantamos cuando nos sentimos tristes; cantamos cuando el día es alegre; acompañamos con nuestro canto al camarada que se va y con quien quizás nunca nos volvamos a encontrar; cantando recibimos las buenas noticias del frente oriental, y también cantamos por placer, como cantan los hombres desde siempre y como seguirán cantando mientras existan.

No hay vida sin canto, como no hay vida sin sol. Y aquí nosotros necesitamos doblemente el canto, porque el sol no llega hasta nosotros. La número 267, es una celda que mira al norte; sólo durante los meses de verano, y por contados minutos, el sol antes de ponerse, dibuja sobre la pared que da al oriente, la sombra de los barrotes de la ventana: durante esos instantes, el Padre se mantiene de pie, apoyado en la cucheta, siguiendo con los ojos esta fugitiva visita del sol… Y esa es la mirada más triste que puedas ver aquí.

¡El sol, con qué esplendor brilla! El redondo hechicero, cuántos milagros pinta ante los ojos de los hombres. Y tan pocas personas viven al sol. Pero pronto va a resplandecer y los hombres vivirán bajo sus rayos. Es hermoso saberlo. Pero desearías saber algo infinitamente menos importante. ¿Brillará también para nosotros?

Nuestra celda mira al norte. Sólo algunas veces, en verano, cuando el día es verdaderamente hermoso, vemos ponerse el sol. Padre ¡cómo desearía ver siquiera una vez más la salida del sol!

  • Julius Fucik
    Fucik, Julius

    Julius Fucik (Praga, 1903- Berlín, 1943) fue un periodista checo, miembro del Partido Comunista. Fue detenido por la Gestapo y posteriormente ejecutado. Nacido en el seno de una familia obrera, estudió filosofía en la Universidad de Pilsen. En 1921 ingresó en el Partido Comunista y por esas mismas fechas se inició como crítico literario y teatral. Luego fue redactor de las publicaciones Rudé Pravo y Tvorbe, en las que insertó reportajes sobre temas sociales y culturales. A comienzos de los años treinta realizó varios viajes a la Unión Soviética. Fruto de esos viajes es su obra documental En la tierra donde el mañana ya es ayer.

    Cuando el ejército hitleriano ocupó su país, continuó publicando con seudónimo. En febrero de 1941 pasó a ser miembro del Comité Central del Partido Comunista en la clandestinidad, encargándose de las publicaciones ilegales. En abril de 1942 fue detenido por la Gestapo, trasladado a Berlín en el verano del año siguiente y ejecutado poco después.

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