Denis no vuelve
Incluido en El desapego es una manera de querernos, Random House, Buenos Aires, 2016.
Denis no vuelve
Mi tío se voló la cabeza en la cocina de su casa alquilada. Una casa sin terminar del conurbano bonaerense.
Aquí y allí cae una llovizna persistente desde hace varios días con sus noches. Algo común en esta época del año. Fines de junio, principios del invierno. Un clima asqueroso.
Mi madre ha llamado para darme la noticia.
—Murió tu tío.
—¿Cuál?
—Denis. El hermano de tu padre.
Me quedo callada pensando cuánto hace que no lo veo. Quince años, calculo.
—Es espantoso —dice mi madre incómoda con mi silencio—. Acá estamos todos pasmados.
—Murió Denis —digo.
—Sí. Es espantoso —repite.
Lo vi poco antes de que se escapase con la mujer de su mejor amigo. Era el cumpleaños de mi abuelo. Y fuimos con mi padre y mi hermana al campo, en el auto del marido de mi tía la mayor.
Una linda fiesta que duró todo el día. Estábamos nosotros, Denis, mi tía más chica que recién había tenido a los mellizos, el amigo de Denis con su mujer y sus tres hijos, el menor de pecho todavía, el abuelo y su esposa.
Hubo asado y mucho vino. Era un día caluroso de abril. Hacia la tarde, el amigo de Denis tocó chamamé en su acordeón a piano y lo acompañamos en las partes que sabíamos.
Hasta para mí, que tenía doce años, era evidente que Denis se estaba acostando con la mujer del amigo.
Unas semanas más tarde supimos de la fuga. Denis dejó atrás la casa de sus padres y a sus sobrinos mellizos. Ella dejó todo lo que tenía: el marido, los hijos, el pequeño sin destetar. Se fueron con lo puesto.
—¿Y cómo murió? —digo.
—Se pegó un tiro —dice mi madre, como extrañada por mi pregunta.
Denis ya había desaparecido antes. Cinco años por Formosa. Cinco años sin noticias suyas. Creyéndolo muerto a manos de los contrabandistas o de los gendarmes. Un buen día de estos volvía, desarrapado y con la piel pegada a las costillas. Repleto de anécdotas exóticas sobre inundaciones y lampalaguas gruesas como el muslo de un hombre, dos o tres veces más largas, bajando del Brasil, enroscadas sobre las islas flotantes de los camalotes que también traían monos aulladores. Historias de balas silbantes en la noche cerrada de la frontera. Y cuentos de amoríos con niñas pulposas y morenas que sabían comportarse como mujeres hechas y derechas. Ahí en Formosa armó rancho con dos hermanas y vivieron un buen tiempo los tres juntos hasta que las chicas emigraron a Asunción, seducidas por un gringo que tenía negocios allá. Guardaba un buen recuerdo de sus novias —como las llamaba—. Él mismo las había animado a marcharse. En Formosa no hay futuro para los jóvenes, decía.
—¿De dónde sacaría el arma? —digo.
—No sé —dice mi madre con un suspiro.
De haberse quedado en el campo, se habría colgado. En el campo son comunes los ahorcados. Dos o tres cada año, bamboleándose de una rama alta como grandes bichos canasto.
Hará cuatro años, ella, la ahora mujer de Denis, volvió trayendo a las dos hijas que tuvieron para que conocieran a la familia. Yo justo estaba de visita en casa de mis padres. Ella me abrazó muy fuerte y me dijo que Denis siempre hablaba de mí.
—Sos la luz de sus ojos —dijo.
Entonces recordé un día en el campo. Yo tenía unos siete años y fuimos con Denis a la arrocera de un vecino.
—Te voy a mostrar algo —me dijo—. Un tesoro.
Debajo de un árbol grandísimo y muy viejo había un pozo abandonado con la boca tapada con unos tablones, por precaución. Denis quitó las maderas medio podridas y nos echamos de panza en el borde. La copa rala del árbol dejaba pasar gruesos rayos de sol que caían adentro del pozo, iluminando la profundidad. Entre los ladrillos que calzaban las paredes, crecía una gran variedad de helechos. Hojas planas, de finísima factura, como un ñandutí verde caían sobre otras, más gruesas, de puntas rizadas que a su vez se mezclaban con el común y corriente helecho serrucho que pasaba por debajo, como protegiendo de eventual caída al pequeño y volátil llamado repollito, de hojas diminutas y redondas. Todos explotando en brotes morados, enroscados en sí mismos, parecidos a ciempiés, que así es como son los brotes del helecho, las hojas antes de ser completamente hojas. Antes de abrirse para ser netamente vegetales parecen gusanos.
Alimentados por la humedad de los ladrillos y la escasa luz que se colaba por las junturas de los tablones, apañados por el rumor del agua que salía de un enorme caño para irrigar los canales de la arrocera, los helechos tejían su mundo verde y vegetal agarrándose a este mundo con los delgados, blancos tentáculos de sus raíces, reproduciéndose a sí mismos sin necesidad del viento ni de los pájaros o las abejas pues son hermafroditas.
Denis me estaba mostrando lo más parecido a un tesoro de pirata. Enterrado en lo profundo de la tierra, un cofre repleto de joyas verdes.
Ella y las nenas habían venido a tentar terreno. Pero mi abuelo y su esposa hacía rato que habían vendido el campo y se habían mudado al pueblo. La vieja historia de la fuga ya estaba casi olvidada. Incluso el amigo de Denis y marido de ella había claudicado su promesa de matarlos si tenían el descaro de volver. Ella tenía, además, la secreta esperanza de recuperar a sus otros hijos. Sin embargo los chicos, que ya eran muchachos, no quisieron verla.
Denis regresó después de aquel viaje de ella y las hijas. Un buen día de esos se presentó en la casa de mi abuelo. Su madre lo abrazó y lloró mucho. Amaba a su hijo más que a nadie. Él le prometió volver seguido pues ahora tenía un trabajo fijo y podía costearse los pasajes.
—Está igual —me dijo mi madre, después, por teléfono—. Más gordo y con menos pelo. Pero igual.
Fue una vez más. Mi abuelo tuvo un ataque y estuvo internado una semana. Le avisaron y Denis se tomó el primer colectivo hacia allá.
Después me dijo mi tía la mayor que prefería que Denis no volviera. Había ido bebido al hospital y encima le había pedido plata prestada.
—Tenés que ir —me dice mi madre—. Ya sé que no te gustan los velorios. Pero estás cerca. Y después de todo era tu tío.
Es verdad: no me gustan los velorios.
Aunque no me lo diga, sé que está muy triste. Si los hermanos de Denis, mi padre y mis tías, no hubiesen tomado la absurda decisión de ocultarles a mi abuelo y su esposa la muerte de mi tío, mi mamá se hubiese tomado el primer colectivo hacia acá para estar en el entierro.
—Viste cómo son —dice—. Tienen esas cosas que una no entiende.
Y hablamos un rato de esas cosas que ellos tienen y nosotras no comprendemos. Hablamos como si no fuesen, al fin y al cabo, nuestra familia.
Llego a la tardecita a Florencio Varela. Tengo anotada en un papel la dirección que me dictó mi madre.
—¿Es la casa? —le había preguntado.
—No sé. Es donde lo velan.
No es la casa ni una sala velatoria. Es un salón vecinal que se usa para lo que haga falta. Casamientos, cumpleaños, bautismos, velorios. Los grandes acontecimientos del barrio transcurren allí.
Apenas entro, la mujer de mi tío viene a mí. Como si me esperase. Como si contase con que vendría.
Me abraza fuerte, como aquella vez, hace cuatro años. Pero ahora —y ahora comprendo realmente— no va a decirme algo tan hermoso como que soy la luz de los ojos de su marido. Seguramente ahora debería decirle yo algo hermoso y confortante. Pero no puedo decir nada.
Me lleva de la mano, como a una criatura, hasta el cajón.
Hay que decir que quienes arreglaron el cuerpo hicieron un buen trabajo. La herida resplandece, bien oculta como el anillo de una torta de boda, entre el chantilly de tules. Todos sabemos que está ahí, pero no podemos adivinar dónde exactamente.
Es Denis, pienso. Y es Denis y no es. Es un rostro ligeramente familiar. Los párpados, delgados crespones, caen sobre los ojos de mi tío. Me apagan.
El olor a eucalipto verde del féretro flota en la sala. El cajón es barato, de tablas mal clavadas, sin lijar. Se lo dieron en el municipio.
—No podía pagar uno —me dice Gloria, como disculpándose—. Fue todo tan de repente.
En su lugar estaría furiosa. Pienso que la rabia contra Denis por haberlas abandonado vendrá después, cuando se afloje. Y enseguida pienso que tal vez no haya tiempo ni lugar para la bronca. Que la resignación habrá comenzado su lento trabajo en el mismo momento en que abrió la puerta de su casa y encontró la silla caída, el cuerpo caído, la mancha en la pared.
A la noche, el gran salón está sólo iluminado con la luz de las velas de la capilla ardiente. Sentada en una silla de plástico, incómoda, miro el techo. El cielo raso está lleno de chinches. Van quedando de cuando se cuelgan globos y adornos de papel. La luz de las velas choca contra las cabecitas doradas causando el efecto de un pequeño cielo de estrellas brillantes mientras afuera, en el patio, garúa y se nota en los faroles desperdigados por el parque que, cuando hay buen tiempo, se usa de pista bailable.
Gloria me había dicho hace un rato:
—Teníamos fecha reservada en el salón para hacer el cumpleaños de la nena más grande.
Cumple quince en un par de meses. El vestido comprado, flamante en su estuche de nylon, colgado en el ropero. El salón reservado.
—Ahora se nos van todos los ahorros —dijo.
Las nenas están desconsoladas. Las dos son rubias y tienen los ojos claros del padre. Una tiene trece y la otra casi quince. Deberían estar en este salón, una noche como esta, abrazándose al chico que les gusta, bajo la bola de espejos que ponen cuando hay un baile. No las conozco. Pero por esos brazos pálidos que tienen nos corre una parte de la misma sangre.
Denis, ¿qué te pasó por la cabeza justo antes de ensartar esos pensamientos en la bala?
En una mañana plomiza, amenazante de lluvia, el entierro es rápido, expeditivo. Siempre es así con los entierros de los pobres. En esta fosa de greda no podrían crecer los helechos.
Del cementerio nos vamos a la casa que ahora es de Gloria y de las chicas. Visito la casa de mi tío cuando ya no es más su casa.
Entro con ellas a la casa ahora vacía para siempre de Denis.
Las chicas van directo al dormitorio. Están desesperadas y exhaustas.
Algún comedido lavó la pared, pero habrá que pintar para que la mancha desaparezca totalmente.
Me siento a la mesa cubierta con un mantel gastado. Gloria hace café.
Le pregunto si puedo fumar y me dice que sí siempre y cuando le convide. Se ríe.
—Antes fumaba como escuerzo, ¿te acordás? —me dice como si hubiésemos compartido una vida—. Dejé hace tiempo. De vez en cuando le robo una pitada a Denis. El café está caliente y bien cargado. Ahora que pienso, la primera cosa que le echo al estómago en veinticuatro horas.
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Selva Almada
Selva Almada nació en Villa Elisa, provincia de Entre Ríos, en 1973. Empezó a estudiar publicidad, pero la dejó por la literatura. Sus primeros relatos fueron publicados en el semanario Análisis, de Paraná. Su formación como narradora se afianzó en Buenos Aires en el espacio creativo del taller de Alberto Laiseca.
Su producción literaria cobró particular prestigio y elogios de la crítica en 2012 con la publicación de su primera novela, El viento que arrasa, que cuenta con varias reediciones, fue publicada en el exterior y traducida al francés, portugués, holandés y alemán. Este libro obtuvo el Primer Libro del Festival Internacional del Libro de Edimburgo 2019, más conocido como el First Book Award de Edimburgo.
Obra:
Novela:
- Niños (Editorial de la Universidad de La Plata, 2005. Novela corta)
- El viento que arrasa (Mardulce Editora, 2012)
- Ladrilleros (Mardulce Editora, 2013)
- No es un río (Random House, 2020)
Cuento:
- Una chica de provincia (Editorial Gárgola, 2007)
- Intemec (Editorial Los Proyectos, 2012)
- El desapego es una manera de querernos (Random House. Compilación de todos sus cuentos, 2015)
Otros:
- Mal de muñecas (Editorial Carne Argentina. Poesía, 2003)
- Chicas muertas (Random House. Crónica, 2014)
- El mono en el remolino: Notas del Rodaje de Zama de Lucrecia Martel (Random House, 2017)
- Los inocentes (Editorial de Entre Ríos, 2020)
Premios:
- 2010, Beca Fondo Nacional de las Artes.
- 2015, (seleccionada finalista) Premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón por Chicas Muertas.
- 2019, First Book Award de Edimburgo por su novela El viento que arrasa.