Dos relatos de “Mar muerto”
Tempestad
La noche se anticipó. Los hombres no la esperaban todavía, cuando ella cayó sobre la ciudad en densos nubarrones. Aun no estaban encendidas las luces del muelle, en el «Farol de las Estrellas» no brillaban aún las pobres lámparas que iluminan las copas de cachaza, muchos saveiros cortaban aún las aguas del mar cuando el viento trajo la noche de negras nubes.
Los hombres se miraron como si se interrogaran. Observaban el azul del océano preguntándose de dónde vendría esa noche adelantada en el tiempo. Entre tanto, ella venía cargada de nubes, precedida del viento frío del crepúsculo, empalideciendo el sol, como un terrible milagro.
La noche llegó, ese día, sin músicas que la saludasen. La voz clara de las campanas no se difundió por la ciudad. Ningún negro había venido con la guitarra a la arena del muelle. Ninguna armónica recibió la noche en la proa de un saveiro. Ni siquiera rodaba por las laderas la cadencia monótona de los candomblés y macumbas. ¿Por qué entonces la noche había llegado sin esperar la música, sin esperar la señal de las campanas, el sonar de guitarras y armónicas, la misteriosa cadencia de los instrumentos religiosos? ¿Por qué había llegado así, antes de hora, fuera de tiempo?
Ésta era una noche distinta y angustiosa. Así era, porque los hombres tenían aire de desasosiego y el marinero que bebía solitario en el «Farol de las Estrellas» corrió a su buque como si así fuese a salvarlo de un desastre irremediable. Y la mujer que aguarda en el pequeño muelle del Mercado el saveiro donde venía su amor, comenzó a temblar, no del frío del viento, no del frío de la lluvia, sino del frío que le llegaba del corazón amante lleno de malos presagios de la noche que se adelantaba repentinamente.
Porque ellos, el marinero y la mujer morena, eran familiares al mar y bien sabían que si la noche llegaba antes de hora, muchos hombres morirían en el mar, muchos barcos no finalizarían su ruta, muchas mujeres viudas iban a llorar sobre las cabezas de sus hijos. Porque —ellos lo sabían— no era la verdadera noche, noche de luna y estrellas, de la música y del amor, la que llegaba. Ésa sólo llega a su hora, cuando las campanas tocaban y un negro cantaba con su guitarra en el muelle una canción nostálgica. La que había llegado cargada de nubes, traída por el viento, era la tempestad que destroza los barcos y mata a los hombres. La tempestad es la falsa noche.
La lluvia cayó con furia, y lavó el muelle, amasó la arena, sacudió los barcos atracados, agitó los elementos, hizo huir a todos los que esperaban la llegada del trasatlántico.
Un estibador dijo a su compañero que habría tempestad. Como extraño monstruo, un guinche atravesó el viento y la lluvia transportando fardos. La lluvia azotaba sin piedad a los estibadores negros. El viento pasaba veloz, silbando, derribando cosas, asustando a las mujeres. La lluvia todo lo empañaba, cegaba los ojos de los hombres. Sólo los guinches se movían oscuros. Un saveiro se volcó en el mar y dos hombres cayeron al agua. Uno era joven y fuerte. Tal vez hubiese murmurado un nombre en esa hora final. No fue una maldición, seguramente, porque sonaba dulce en la tempestad.
El viento arrancó la vela del saveiro y la llevó al muelle como una noticia trágica. El vientre de las aguas se hinchó, las olas golpearon la piedra del muelle. Las canoas en el puerto de la Leña se balanceaban y los canoeros resolvieron no regresar esa noche a las pequeñas ciudades de la cintura. La vela del saveiro náufrago cayó en el tajamar y entonces se apagaron las linternas de todos los saveiros, las mujeres rezaron la oración de los difuntos, los ojos de los hombres se tendieron hacia el mar.
Ante su copa de cachaza el negro Rufino no sonrió ya. Con esta tempestad, Esmeralda no vendría.
Las luces se encendieron. Pero eran débiles y oscilantes. Los que esperaban el trasatlántico nada veían. Se había refugiado en los depósitos y apenas distinguían el bulto de los guinches y de los estibadores, que, encorvados, atravesaban la lluvia. Pero no veían el buque esperado donde vendrían amigos, padres, hermanos, quizás novias. No veían al hombre que lloraba en tercera clase. En la cara del hombre que venía por el camino del mar, en tercera clase de un carguero que tocara veinte puertos distintos, la lluvia se mezclaba con sus lágrimas, el recuerdo de los candiles de su aldea se confundían con las luces empañadas de la ciudad tempestuosa.
El patrón Manuel, el marino que más conocía esos mares, resolvió no salir esa noche con su saveiro. El amor es sabroso en las noches de temporal y la carne de María Clara tenía gusto a mar.
Las luces del antiguo fuerte estaban apagadas. También las linternas de los saveiros. Fue cuando se extinguió la luz de la ciudad. Hasta los guinches se detuvieron y los estibadores se acogieron en los depósitos. Guma desde su saveiro, que era el «Valiente», vio apagarse las luces y tuvo miedo. Iba con la mano en el timón, el barco escorado sobre una banda. Los que esperaban el trasatlántico se fueron en automóviles hacia lugares más transitados. Sólo quedó un hombre, que apretó la mano de otro cuando descendió del trasatlántico:
—¿Todo anda bien?
—Todo —sonrió el otro.
El que aguardaba llamó un automóvil y los dos partieron silenciosos. Los compañeros estarían ya esperando.
El hombre que vino en tercera, quedóse contemplando la ciudad de costumbres distintas, de lengua diferente. Apretó contra su pecho la cartera casi vacía y se encaminó con su equipaje por la primer ladera que encontró. El muelle quedó despoblado.
Únicamente Livia, delgada, de cabellos finos pegados al rostro por la lluvia, quedó ante el muelle de los saveiros observando el mar. Oía los gemidos del amor de María Clara. Pero sus pensamientos y sus ojos estaban en el mar. El viento la sacudía como una caña, la lluvia le chicoteaba el rostro, las piernas, las manos. Pero ella continuaba inmóvil, el cuerpo tendido hacia adelante, los ojos puestos en la tempestad, iluminando la noche sin estrellas, anunciando la llegada de Guma.
Cancionero del muelle
De súbito, así rápida como llegó, la tempestad se fue hacia otros mares, a hacer naufragar otros barcos. Livia ahora oía el gemir de María Clara. No eran ya, sin embargo, ayes agudos de placer o dolor, ayes de animal herido, los que atravesaban la tempestad con aire de desafío. Ahora, que por la ciudad, por el muelle, por el mar se extendía la verdadera noche, la del amor y de la música, la de las estrellas y de la luna, el amor en el saveiro del patrón Manuel era dulce y tranquilo. Los gemidos de María Clara semejaban sollozos de alegría, casi en sordina, casi canción. Livia apartó por un momento los ojos del mar severo y escuchó esos gemidos. Dentro de poco llegaría Guma, el «Valiente» cruzaría la bahía, ella lo tendría entre sus brazos morenos y también gemirían de amor. Ya había cesado la tempestad y ella ahora no tenía ningún temor. No iba a tardar en ver la roja linterna del saveiro brillando en la noche del mar. Ligeras olas chocaban contra las piedras del muelle y los saveiros se balanceaban mansamente. A lo lejos, las luces brillaban sobre el asfalto mojado de la ciudad. Hombres en grupos, ya sin prisa ni miedo, se dirigían hacia el gran guinche. Livia volvióse hacia el mar. Ocho días que no veía a Guma. Ella quedó en la vieja casita del muelle. Esta vez no fue con él a la aventura siempre renovada del viaje por la bahía y el río tranquilo. Si ella hubiese ido en el saveiro cuando se desató la tormenta, sería mejor. Guma hubiese temido por la vida de su compañera, pero Livia no tendría miedo, porque se encontraba con él y él conocía todos los caminos del mar, sus ojos valían tanto como linternas y sus manos eran seguras en el timón. No tardaría en llegar Guma. Vendría empapado por la tempestad, contando historias, musculoso y risueño, con el nombre de Livia y una flecha tatuados en el brazo. Se sonrió. Su fino cuerpo moreno se volvió todo hacia los gemidos de María Clara. El muelle estaba negro, una que otra linterna brillaba en los saveiros, pero ella distinguía muy bien el del patrón Manuel de donde venían los gemidos. Ahí estaba amarrado al muelle, balanceándose en las olas. Y allí un hombre y una mujer se amaban y sus gemidos llegaban hasta Livia. Más tarde, dentro de muy poco, sería ella quien, en la proa de un saveiro, apretaría contra su cuerpo el cuerpo fuerte de Guma, besaría sus oscuros cabellos, sentiría el placer del amor de su cuerpo, el gusto de muerte que aún guardarían sus ojos recién llegados de la tempestad. Y sus gemidos de amor serían más dulces que los de María Clara, porque estaban llenos de la larga espera y del miedo pasado. María Clara dejaría de amar para oír la música de sollozos y risas que saldrían de sus labios cuando Guma la estrechara, la tomara, entre sus brazos mojados de mar.
Pasó un patrón de saveiro y dio las buenas noches a Livia. Un grupo más lejano examina la vela del saveiro que naufragó. Está muy blanca, muy destrozada, cerca del muelle. Ya partieron unos hombres en un saveiro para buscar los cadáveres. Pero Livia sólo piensa en Guma que va a llegar y en el amor que la aguarda. Y será más feliz que María Clara que no esperó ni pasó miedo.
—¿Sabe quién es el que murió, Livia?
Se sobresalta. Pero esa vela no es del «Valiente». La suya es mucho más grande y no se destrozaría tan fácilmente. Livia se vuelve y pregunta a Rufino:
—¿Quién?
—Raimundo y su hijo. Se dieron vuelta muy cerca de la ciudad… Era una tempestad tremenda.
Esta noche —piensa Livia— Judith no tendrá amor ni en su casita ni en el saveiro de su marido. Jacques, el hijo de Raimundo, ha muerto. Iría después a verla. Después que llegara Guma, después que mataran las nostalgias, que se amaran. Rufino mira la luna que sale:
—Ya fueron a buscarlos.
—¿Lo sabe Judith?
—Yo se lo voy a decir…
Livia mira al negro. Es gigantesco y huele a cachaza. Seguramente que anduvo bebiendo en el «Farol de las Estrellas». ¿Por qué mirará la luna llena que sube en medio del mar e ilumina todo con una estela de plata? María Clara aún solloza de amor. Judith no tendrá amor esta noche. Livia tendrá amor cuando llegue Guma mojado de tempestad, con gusto a mar. ¡Qué hermoso está el mar con la luna plateando todo! Rufino queda parado ahí. Del viejo fuerte viene una música. Música de armónica y un canto:
La noche es para el amor…
Voz poderosa de negro. Rufino contempla la luna. Quizás él también piense que Judith no tendrá amor esta noche. Ni nunca más… su hombre murió en el mar.
Vengan a amar en las aguas, que la luna brilla…
Livia pregunta a Rufino:
—¿Judith todavía vive con la madre?
—No, la vieja navegó para Cachoeira…
Dice eso sin un gesto, mirando la luna. Un negro está cantando en el viejo fuerte, pero su canción no consolará a Judith. Rufino le tiende la mano:
—Voy andando… voy a ir después…
Rufino da unos pasos. Se detiene:
—Es una cosa triste… Cuesta decirlo… Darle la noticia que murió…
Se rasca la cabeza. Livia queda triste. Nunca más amará Judith. Nunca más volverá a amar, en el mar, a esa hora en que la luna brilla. Para ella la noche no será para el amor, será para las lágrimas. Rufino extiende las manos hacía adelante:
—Venga conmigo, Livia. Usted sabe cómo decirlo.
Pero el amor la espera. Guma llegará de un momento a otro en su «Valiente», la roja linterna no tardará en brillar. Está muy próxima la hora en que los cuerpos se estrechen. No tardará él en pasar la estela de luz que la luna tiende sobre el mar. El amor la espera, Livia no puede ir. En este día, después del temor, después de la visión de Guma ahogado en el mar, quiere amor, quiere alegría, gemir en la posesión. No puede ir a llorar con Judith, la que nunca más amará.
—Estoy viendo si Guma llega, Rufino.
¿Pensará el negro que ella es mala? Pero Guma no demorará. Dice:
—Después voy…
Rufino hace un gesto con las manos:
—Buenas noches entonces.
—Hasta luego…
Rufino da unos pasos irresoluto. Mira la luna, escucha al hombre que canta:
Vengan a amar en las aguas, que la luna brilla…
Se vuelve hacia Livia:
—¿Sabía que ella está embarazada?
—¿Judith?
—Sí.
Siguió caminando. Todavía mira la luna. En el viejo fuerte cantan:
La noche es para el amor…
María Clara solloza y ríe en los brazos de su hombre. Livia sale casi corriendo y llama a Rufino cuya sombra se ve a lo lejos:
—Voy con usted…
Siguen andando. Ella todavía mira el mar largamente. ¿Quién sabe si esa linterna que brilla a lo lejos no será la del «Valiente»?
Judith es mulata y su vientre ya se hincha deformando el vestido de percal. Todos están en silencio. El negro Rufino mueve las manos, no sabe dónde ponerlas, mira a los otros espantado. Livia es toda un gesto de consuelo, sus manos amparan la cabeza de Judith. Llegan otros. Dan el pésame y allí, alrededor del cuarto, esperan la llegada de los cadáveres que están buscando en el mar. Del lugar en que se encuentra Judith llegan sollozos entrecortados y las manos de Livia se levantan en gestos cariñosos. Después entran el patrón Manuel y María Clara, ella con ojos lastimeros.
Nadie recuerda más la tempestad. Ni María Clara gime más de amor. ¿Entonces por qué Judith llora, por qué Judith está viuda y los hombres esperan dos cadáveres? Muy cierto que al negro Rufino le gustaría irse de allí, huir de allí, escaparse para la alegría de los brazos de Esmeralda. Él sufre por la tristeza de la casa, por el dolor de Judith. No sabe dónde poner sus manos y conoce que sufrirá más todavía cuando entre el cadáver y Judith tenga el último encuentro con el hombre que la quería, que le hizo un hijo, que poseyó su cuerpo.
La que tiene valor es Livia. Aun es más hermosa así. ¿A quién no le agradaría casarse con Livia y ser llorado por ella cuando muriese en el mar? Ella, en estos momentos, es como una hermana de Judith.
Pero ella también tendría deseos de huir, de irse a esperar a Guma al borde del muelle para una noche bajo las estrellas. El sufrimiento de Judith duele a todos y María Clara piensa que quizás un día su Manuel quede en el mar y que Livia deje de esperar a Guma para venir a traerle la noticia. Aprieta con fuerza el brazo del patrón Manuel, que pregunta:
—¿Qué pasa?
Pero ella está llorando y el patrón Manuel no dice una palabra. Trajeron una botella de cachaza. Livia lleva a Judith al dormitorio. María Clara va con ellas y ahora sustituye a Livia y llora con la viuda, llora por ella misma.
Livia vuelve a la sala. Ahora los hombres conversan en voz baja, aumentan la tempestad, hablan del padre y del hijo que han muerto esta noche. Un negro dice:
—El viejo era muy macho… Era hombre por tres…
Otro comienza a contar una historia:
—¿Se acuerdan de ese temporal de junio? Bueno, Raimundo…
Alguien abre la botella de cachaza. Livia atraviesa el grupo y llega hasta la puerta… Escucha el ruido del mar sereno, ruido siempre igual, ruido de todos los días, Guma no tardará en llegar y sin duda vendrá a buscarla a la casa de Judith. Entre las sombras del muelle Livia percibe las velas de los saveiros. Y, de pronto, la asalta el mismo recelo que tuviera María Clara. Quizás una noche viniesen a traerle la noticia de que Guma estaba en el fondo del mar y que el «Valiente» vagaba sin rumbo, sin timón, sin guía. Y entonces sintió todo el dolor de Judith, se sintió totalmente su hermana, hermana también de María Clara, de todas las mujeres del mar, mujeres de idénticos destinos: esperar en una noche de tempestad la noticia de la muerte de un hombre.
Del dormitorio vienen los sollozos de Judith. Está con un hijo en su vientre. Quizás, un día, tenga que llorar también la muerte de ese hijo en el mar. En el grupo de la sala un hombre habla:
—Salvó a cinco… Era una noche como del fin del mundo… Muchos vieron a la madre del agua esa noche. Raimundo…
Judith solloza en el dormitorio. Es el destino de todas ellas. Los hombres de la ribera del muelle sólo tienen un camino en la vida: el camino del mar. Por él entran, porque su destino es ése. El mar es el amo de todos ellos. Del mar les viene toda alegría y toda tristeza, porque el mar es un misterio que ni los marineros más viejos comprenden, que ni comprenden esos viejos patrones de saveiros que ya no viajan más y sólo remiendan velas y cuentan historias. ¿Quién pudo descifrar el misterio del mar? Del mar viene la música, viene el amor y viene la muerte. ¿Y sobre el mar la luna no es más hermosa? El mar es inestable. Es la vida de los hombres de los saveiros. ¿Y cuál de ellos llegó al fin de los hombres de tierra, que pueden acariciar sus nietos y reunir sus familias en almuerzos y cenas? Ninguno de ellos camina con ese paso firme de los hombres de tierra. Cada uno tiene algo en el fondo del mar: un hijo, un hermano, un brazo, un saveiro náufrago, una vela que el viento de la tempestad le arrebató. Pero, también ¿quién de ellos no sabe cantar esas canciones de amor en las noches del muelle? ¿Quién de ellos no sabe amar con violencia y dulzura? Porque cada vez que cantan o aman, puede ser la última. Cuando se despiden de sus mujeres no dan esos rápidos besos de los hombres de tierra que van a sus oficinas. Dan largos adioses, las manos despiden, como si todavía llamasen.
Livia mira a los hombres que suben la pequeña ladera. Vienen en dos grupos. Las linternas dan un aire fantasmagórico a la procesión fúnebre. Como presintiendo su llegada, los sollozos de Judith se agudizan. Bastaría ver a los hombres descubierta la cabeza, para saber que transportan los cadáveres. Padre e hijo han muerto en la tempestad. Sin duda uno trató de salvar al otro y perecieron los dos en el mar. Haciéndole fondo a la escena, venida del viejo fuerte, venida del muelle, de los saveiros, de algún lugar distante e indefinido, una música consoladora acompaña a los cadáveres:
Es dulce morir en el mar…
Livia solloza. Protege a Judith contra su pecho y solloza con ella, solloza segura de que su día ha de llegar y el de María Clara y el de todas ellas. La música atraviesa el muelle para llegar hasta ellos:
Es dulce morir en el mar…
Pero en esos momentos, ni la presencia de Guma que viene en el cortejo fúnebre, y fue quien descubrió los cuerpos, conforta el corazón de Livia.
Sólo la música que viene de un lugar inubicable (quizás del viejo fuerte) y que dice que es dulce morir en el mar, recuerda la muerte de Jacques, el marido de Judith.
Los cadáveres ahora estarán extendidos en la sala, Judith llorará arrodillada junto a su difunto marido, los hombres permanecerán a su alrededor, María Clara sentirá el miedo que un día Manuel se ahogue también.
¿Pero por qué pensar en eso, para qué pensar en la muerte, en tristezas, cuando el amor la espera? Livia tendida sobre cubierta debajo de la vela enrollada, observa a Guma que fuma tranquilamente su pipa. ¿Para qué pensar en la muerte, en los hombres luchando con las olas, cuando su hombre está ahí, a salvo de la tempestad, fumando su pipa que es como la estrella más hermosa de este mar? Pero Livia cavila. Está triste porque él no viene a estrecharla entre sus brazos tatuados. Y ella lo espera, las manos puestas bajo su cabeza, los senos medio desnudos entre el vestido que la brisa nocturna, suave ahora, levanta y agita. También el saveiro se balancea mansamente.
Livia espera y es bella en esa espera, es la mujer más bella de la ribera del muelle y de los saveiros. Ningún patrón de saveiro tiene una mujer como la de Guma. Todos están de acuerdo con eso y le sonríen. Todos desearían tenerla en sus brazos musculosos en las travesías. Pero ella no es más que de Guma, con él se casó en la iglesia de Monte Serrat, donde se casan los pescadores, los canoeros y los patrones de saveiros. Los mismos marineros que viajan por mares lejanos, en trasatlánticos enormes, vienen a casarse en la iglesia de Monte Serrat, que es su iglesia, trepada en el morro dominando el mar. Ella se casó allí con Guma, y, desde entonces, en las noches del muelle, en su saveiro, en los cuartos del «Farol de las Estrellas», en la arena del muelle, se aman, confunden sus cuerpos sobre el mar y bajo la luna.
Y hoy, que ha esperado en la tempestad, hoy que tanto desea porque mucho temió, él fuma olvidado de ella. Por eso piensa en Judith, la que no tendrá más amor, para quien la noche será siempre su hora de llanto. Recuerda: Judith quedó tirada junto a su hombre. Mirando su rostro, ese rostro que no vería más, que ya no sonríe, que pasara sobre las olas y cuyos ojos vieron a Iemanjá, la madre del agua.
Livia piensa con rabia en Iemanjá. Ella es la madre del agua, es la dueña del mar, y por eso todos los hombres que viven sobre las olas la temen y la aman. Ella castiga. Nunca se muestra a los hombres, salvo cuando mueren en el mar. Los que mueren en las tempestades son sus preferidos. Y los que mueren por salvar a otros hombres, ésos van con ella al gran mar, como los navíos, viajando por todos los puertos, recorriendo todos los mares. De éstos nadie encuentra sus cadáveres, porque están con Iemanjá. Por ser la madre del agua muchos son los que se arrojaron al mar sonriendo y no aparecieron jamás. ¿Dormirá con todos ellos en el fondo de las aguas? Livia piensa en Iemanjá con rabia. A estas horas estará con el padre y el hijo que murieron en la tempestad y que tal vez luchen, ellos que se quisieron tanto, por Iemanjá. Muriendo, el padre aún quiso salvar a su hijo. Cuando Guma los encontró, todavía la mano del viejo asía la camisa del hijo. Murieron amigos y ahora ¿quién sabe? Quizás por causa de la dueña del mar peleen. Raimundo empuñará su cuchillo, que no encontraron a su cintura porque lo llevó consigo. Lucharán en el fondo de las aguas para saber quién es el elegido para recorrer los mares, ver las ciudades del otro lado de la tierra. Judith que tiene un hijo en su vientre, Judith que está llorando, Judith que tendrá que trabajar duramente, Judith que jamás amará a otro, ya estará olvidada, porque la madre del agua es rubia y tiene largos cabellos y anda desnuda debajo de las olas, vestida sólo con los cabellos, como se la ve cuando la luna está sobre el mar.
Los hombres de tierra (¿qué pueden saber los hombres de tierra?) dicen que son los rayos de la luna sobre el mar. Pero los marineros, los patrones de saveiros, los canoeros, se ríen de los hombres de tierra que nada conocen. Ellos saben que son los cabellos de la madre del agua que viene a contemplar la luna. Por eso los hombres se quedan contemplando en las noches de luna. Porque saben que la madre del agua está ahí. Los negros tocan la guitarra, la armónica, la música de sus danzas y cantan. Es el regalo que ofrecen a la dueña del mar. Otros chupan su pipa para iluminar el camino, así Iemanjá lo verá mejor. Todos la aman y hasta olvidan sus mujeres cuando los cabellos de la madre del agua se extienden sobre el mar.
Así está Guma que contempla el vientre de plata de las aguas y oye el canto del negro que invita a la muerte. El negro dice que es dulce morir en el mar, porque irían al encuentro de la madre del agua que es la mujer más linda del mundo. Guma está viendo los cabellos de Iemanjá, olvidado de Livia, que está allí, el cuerpo tenso, ofreciendo sus senos. Livia que tanto esperó el momento del amor, Livia que vio la tempestad destruyéndolo todo, echando a pique los saveiros, matando a los hombres, Livia que tanto temor tuvo. Cuánto desearía Livia tenerlo entre sus brazos, besar su boca y en ella descubrir si sintió miedo al ver extinguirse las luces de la ciudad, apretarse a su cuerpo mojado por el mar. Pero ahora él ha olvidado a Livia, sólo piensa en Iemanjá, la dueña del mar. Quizás envidie al padre y al hijo que murieron en la tempestad y que ahora recorrerán los mundos que únicamente los marineros de los grandes transatlánticos conocen. Livia siente odio, ganas de llorar, ganas de alejarse del mar, de irse muy lejos.
Un saveiro pasa. Livia se endereza sobre el codo para verlo mejor. Gritan a Guma:
—Buenas noches, Guma.
Guma sacude la mano:
—Buen viaje…
Livia lo mira. Ahora que una nube cubrió la luna y Iemanjá se ha ido, él apaga la pipa y le sonríe. Ella se encoge toda de gozo, ya sintiendo sus brazos. Guma dice:
—¿Dónde cantará ese negro?
—No sé… Parece que en el fuerte…
—Linda música…
—Pobre Judith…
Guma contempla el mar:
—Sí, claro… Va a pasarlo mal. Y con un hijo a cuestas…
Su expresión se reconcentra y mira a Livia. Ella está muy linda así ofreciéndose. Sus manos no son para el rudo trabajo. Si él se quedase en el mar tendría que entregarse a otro para poder vivir. Ella no tiene manos para el rudo trabajo. Y este pensamiento le produce una sorda rabia. Los pechos de Livia se escapan del escote. Todos en el muelle la desean. Todos querrían tenerla porque es la más linda. ¿Y cuándo él se fuese también con Iemanjá? Siente impulsos de matarla para que nunca sea de otro.
—¿Y si un día naufrago y sirvo de comida a los pescados? —su risa es forzada.
La voz del negro atraviesa otra vez la noche:
Es dulce morir en el mar
—Vas a tener que ponerte a trabajar. ¿O te buscarás otro?
Ella está llorando, tiene miedo. Miedo de ese día en que su hombre quede en el fondo del mar, para nunca más volver, cuando se vaya con Iemanjá, la dueña del mar, la madre del agua, a recorrer mares y tierras. Se levanta y rodea con sus brazos el cuello de Guma:
—Tenía miedo. Te esperé en el muelle. Me parecía que no ibas a volver más…
Él volvió. Y sabe cuánto Livia lo esperó, cuánto miedo ha pasado. Se entrega a sus brazos, a su amor. Un hombre canta a lo lejos:
Es dulce morir en el mar…
Ahora no brillan más en la luna los cabellos de Iemanjá, la dueña del mar. Lo que hace callar la música del negro son los sollozos de amor de Livia, la mujer de la ribera del muelle que todos los hombres desean, y que en la proa del «Valiente» ama con ardor a su hombre, porque mucho temió por él y mucho teme todavía.
El viento de la tempestad ya está lejos. Las aguas de las nubes de la falsa noche están cayendo en otros puertos. Iemanjá viajará con otros muertos por otras tierras. Ahora el mar es sereno y dulce. El mar es amigo de los patronos de saveiros. ¿No es el mar su ruta, su camino, su casa? ¿No es sobre el mar, en la proa de sus saveiros, donde ellos aman y hacen sus hijos?
Sí, Guma ama el mar y Livia también lo ama. Así de noche es hermoso, azul, azul sin fin, espejo de estrellas, lleno de linternas de saveiros, lleno de linternas de brasas de las pipas, lleno de rumores de amor.
El mar es amigo, el mar es dulce amigo de todos los que viven en él. Y Livia siente el gusto del mar en la carne de Guma. El «Valiente» acuna como una hamaca.
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Jorge Amado
Jorge Amado (1912-2001), uno de los más importantes escritores brasileños. Creció en una plantación de cacao, Auricia, y se educó con los jesuitas. Licenciado en derecho, ejerció como periodista y participó activamente en la vida política de su país desde posturas de izquierda. En 1946 formó parte de la Asamblea Constituyente como diputado del Partido Comunista de Brasil. Estuvo en prisión a causa de sus ideas y, entre 1948 y 1952, vivió exiliado en Francia y en la desaparecida Checoslovaquia.
Sus primeras obras, de un tono marcadamente realista, profundizan en las difíciles condiciones de vida de los trabajadores, en particular de marineros, pescadores y asalariados del cacao. La novela más significativa de este período, considerada por algunos como su obra maestra, es Tierras del sinfín, ambientada en una plantación de cacao.
Con el tiempo, su prosa ha ido incorporando elementos mágicos, humorísticos y eróticos, sin abandonar nunca el componente de denuncia.
En 1961 fue elegido miembro de la Academia Brasileña de las Letras. Otras de sus obras son Gabriela, clavo y canela (1958), Viejos marineros (1960), Los pastores de la noche (1964), Doña Flor y sus dos maridos (1966), que posteriormente se llevó al cine, y Teresa Batista cansada de guerra (1973). En 1979, Amado abandonó su temática habitual y publicó Uniforme, frac y camisón de dormir, en la que describe a la alta sociedad de Río de Janeiro en la década de 1940.