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Año 10 #117 Julio 2024

Música, solo música

Todo el mundo sabe que a Haruki Murakami le apasiona tanto la música moderna y el jazz como la música académica. Esta pasión no solo lo llevó a regentar en su juventud un club de jazz, sino a impregnar de referencias y vivencias musicales la mayoría de sus obras. En Música, solo música Murakami y su amigo Seiji Ozawa mantienen deliciosas conversaciones sobre conocidas piezas de Brahms y Beethoven, de Bartok y Mahler, sobre directores de orquesta como Leonard Bernstein y solistas excepcionales como Glenn Gould, sobre piezas de cámara y sobre ópera. Así, mientras escuchan discos y comentan distintas interpretaciones.

 


Introducción
Mis tardes con Seiji Ozawa

Nunca había tenido la oportunidad de conversar con Seiji Ozawa sobre música hasta que comencé las entrevistas que forman este libro. Viví durante una temporada en la ciudad de Boston y a menudo, como un aficionado anónimo más sentado entre el público, asistía a sus conciertos cuando aún dirigía la orquesta sinfónica de esa ciudad. Por aquel entonces no tenía ningún tipo de relación personal con él. Al cabo de un tiempo conocí a su hija Seira por casualidad y, gracias a eso, coincidí con sus padres en varias ocasiones. Pero esos encuentros eran casuales y no tenían ninguna relación ni con su trabajo ni con el mío.
Quizás una de las razones por las que nunca nos pusimos a hablar en serio de música hasta hace relativamente poco tiempo fue que el maestro estaba muy ocupado con sus compromisos laborales. Por eso, cuando nos veíamos para tomar una copa, hablábamos de cualquier cosa excepto de música, y si por casualidad lo hacíamos, apenas eran comentarios al azar que no iban más allá. Ozawa es de esa clase de personas que concentra todas sus energías en el asunto que tiene entre manos, y por eso, imagino, fuera del trabajo necesitaba desconectar. Por mi parte, no lograba superar cierta reserva y evitaba abordar cualquier tipo de conversación sobre música.
En diciembre de 2009 le diagnosticaron un cáncer de esófago y, después de someterse en enero a una grave operación, se vio obligado a restringir su actividad profesional para seguir un tratamiento y un programa de rehabilitación en torno a los cuales acabó girando su vida. Quizá por eso empezamos a hablar de música, poco a poco, en el transcurso de nuestros encuentros. Su condición física no era la óptima, obviamente, pero cuando empezaba a hablar, su rostro, me parecía a mí, se iluminaba, recuperaba vivacidad. Puede que retomar su relación con la música de un modo distinto al habitual le ayudase a cambiar de humor, a olvidarse momentáneamente de su enfermedad, por mucho que lo hiciese con un amateur como yo. O, tal vez, como yo me dedicaba a una actividad en un campo distinto al suyo, eso le ayudaba a despreocuparse.
He sido un ferviente entusiasta del jazz desde hace ya casi medio siglo, pero también he escuchado y disfrutado mucho de la música clásica, casi tanto como del jazz. Ya en mi época de instituto empecé a coleccionar discos e iba a conciertos siempre que podía. Sobre todo cuando viví en Europa —de 1986 a 1989—, dediqué mucho tiempo a escuchar música clásica y vivía inmerso en ella. Tanto en el pasado como en la actualidad, escuchar jazz y música clásica alternativamente ha supuesto para mi espíritu y para mi mente un gran estímulo, una forma muy eficaz de alcanzar la paz interior. Si por alguna razón me forzaran a escoger entre una y otra, mi vida sería, sin duda, mucho más triste. Como decía Duke Ellington, en el mundo sólo existen dos tipos de música, la buena y la otra. En ese sentido, la música de jazz y la clásica son, en esencia, lo mismo. La alegría que produce escuchar buena música trasciende cuestiones como la de su clasificación en un determinado género.
En una de las ocasiones en que Seiji Ozawa vino a visitarme a mi casa, escuchamos música y conversamos distendidamente. Me habló de sus recuerdos de cuando Glenn Gould y Leonard Bernstein interpretaron en Nueva York en 1962 el Concierto para piano n.º 1 de Brahms. Según él, fue una experiencia irrepetible, y a medida que me lo contaba, me decía a mí mismo: «¡Qué lástima que una historia tan fascinante se pierda sin más! Alguien debería grabarlo o dejarlo por escrito». Y entonces pensé que esa persona podía ser yo mismo. Aun a riesgo de pecar de inmodestia, confieso que no se me ocurrió otra persona que pudiera hacerlo.
Le hablé de mi idea y él aceptó de inmediato, muy ilusionado con el proyecto. «Me parece bien. Ahora tengo tiempo y podemos hablar.» El hecho de padecer un cáncer era un asunto doloroso, tanto para él como para el mundo de la música, pero que su enfermedad nos brindase cierto margen para hablar de música con calma fue, seguramente, uno de los pocos aspectos positivos de su enfermedad. Como se suele decir, no hay mal que por bien no venga.
A pesar de mi gran afición por la música a lo largo de los años, nunca he recibido una educación formal al respecto. Puedo decir que soy un amateur absoluto. Apenas tengo conocimientos específicos en la materia, de manera que es posible que en el transcurso de nuestras charlas hiciera, en ocasiones, comentarios erróneos o incluso pecase de cierta descortesía. Pero el maestro Ozawa es una persona a quien no le preocupan nada esas cosas y siempre se mostraba predispuesto a reflexionar sobre lo que yo le proponía, a darme su visión personal de las cosas. Le estoy muy agradecido por ello.
Yo me encargué de hacer las grabaciones, transcribí las conversaciones y después se las di a leer para que las corrigiera.
Su primer comentario después de leer el manuscrito fue: «Nunca había hablado de música de esta manera. Me da la impresión de que me expreso con mucha brusquedad. ¿Crees que los lectores entenderán lo que quiero decir?».
Es cierto que Ozawa tiene una manera peculiar de hablar y transcribir lo que dice en un lenguaje, digamos, normal no es tarea sencilla. Gesticula mucho y la mayor parte de sus ideas acaba expresándolas en forma de canción. En cualquier caso, creo que esa supuesta brusquedad que tanto le preocupaba y ese modo suyo tan peculiar de hablar superan cualquier posible barrera idiomática.
A pesar de ser un amateur (o quizá precisamente por eso), siempre que oigo música lo hago sin prejuicios, me limito a abrir mis oídos para atrapar físicamente la maravilla del hecho musical y procuro hacerlo con toda inocencia. Cuando me encuentro con pasajes brillantes me siento feliz, y cuando lo que oigo no alcanza ese nivel, me da un poco de lástima. Me pregunto entonces por qué cierta música me conmueve y otra no. Al margen de eso, no le doy demasiada importancia a otros elementos musicales. En general, parto de la idea de que la intención de la música es hacer feliz a la gente y de que, para lograr tal propósito, existe una gran variedad de técnicas, de métodos, una considerable complejidad que me atrae mucho.
Me he esforzado por mantener esa misma actitud mientras escuchaba al maestro Ozawa. Es decir, he tratado de seguir siendo el mismo oyente amateur , honesto y lleno de curiosidad, porque, supongo, la mayor parte de los lectores de este libro serán aficionados a la música como lo soy yo.
Puede sonar un tanto presuntuoso, pero debo confesar que, a medida que Seiji Ozawa y yo avanzábamos con nuestras conversaciones, empecé a intuir algunos puntos en común. Al margen de cuestiones como el talento, la fama, el rendimiento en el trabajo, percibo que hay un sentimiento de identidad en la forma en que vivimos nuestras vidas.
En primer lugar, disfrutamos de las alegrías que nos aportan nuestros respectivos trabajos. Aunque la música y la literatura son campos distintos, dedicarnos cada uno al nuestro nos proporciona una felicidad mayor que cualquier otra cosa. El trabajo en sí mismo se convierte así en el primer motivo de satisfacción. Obviamente, los resultados, sus consecuencias, también son importantes, pero concentrarnos en el trabajo, entregarnos a él sin tener en cuenta el tiempo, es un acto que termina por convertirse en un premio, en algo insustituible.
En segundo lugar, aún conservamos ese corazón hambriento de cuando éramos jóvenes, y eso se ha convertido en el motor de nuestras vidas: la sensación de insuficiencia, la necesidad de profundizar siempre más, de seguir adelante. Al observar a Ozawa en acción pude sentir la profundidad, la intensidad y el deseo con que vive su profesión. Está convencido de que lo hace bien, confía en sí mismo, pero eso no significa que se sienta satisfecho. Siempre puede mejorar, evolucionar, y está decidido a lograrlo como sea, a luchar contra las limitaciones del tiempo y de su propia energía vital.
En tercer lugar..., la testarudez. Somos pacientes, fuertes, y, al final, lisa y llanamente tozudos. Si decidimos hacer algo, lo hacemos con todas las consecuencias. Y aunque en ocasiones nos encontremos en situaciones complicadas, como despertar la antipatía de alguien, por ejemplo, asumimos la responsabilidad derivada de esa actitud y lo hacemos sin pretextos. Ozawa tiene una naturaleza despreocupada, siempre bromea, pero, por otra parte, se preocupa mucho por la gente que le rodea. Es, sin embargo, una persona muy decidida a la hora de establecer sus preferencias. Es coherente y nunca duda de sí mismo. Al menos esa fue la impresión que me dio.
A lo largo de mi vida he conocido a todo tipo de personas y, a veces, esos encuentros han derivado en relaciones sólidas, pero jamás había conocido a alguien por quien sintiera una simpatía tan natural, una identificación tan plena en todos esos aspectos que acabo de mencionar. Desde ese punto de vista, Seiji Ozawa es, para mí, una persona muy valiosa. Pensar que existe alguien como él en el mundo me reconforta.
También somos muy distintos en muchos aspectos, por supuesto. Yo no comparto esa sociabilidad suya tan natural y espontánea, por ejemplo. Siento curiosidad por la gente, claro, pero no es algo que salga a la superficie con tanta facilidad. Como director de orquesta es lógico que, cada día, mantenga relación con todo tipo de personas. Después de todo, se trata de llevar a buen término un trabajo colaborativo. Pero por mucho talento que se tenga, alguien de carácter variable y temperamental no conseguirá que la gente le siga. Las relaciones interpersonales son muy importantes para Ozawa. Necesita rodearse de colegas de profesión con quienes compartir sus inquietudes y, como director, a menudo se ve en la obligación de atender compromisos sociales, o incluso empresariales, por no hablar de lo mucho que debe a su público o de la atención que debe prestar a la formación de los más jóvenes.
Por el contrario, yo, como novelista, puedo pasar días y días sin ver a nadie, sin necesidad de hablar con nadie, ni verme obligado a aparecer en los medios de comunicación. Raras veces hago algo que implique trabajo en equipo, y aunque es bueno tener colegas de profesión, no siento una especial necesidad al respecto. Me basta con quedarme en casa y escribir. La idea de orientar o formar a una nueva generación jamás se me ha pasado por la cabeza. Lamento decirlo con tanta rotundidad, aunque tampoco nadie me lo ha pedido nunca. Aparte de las diferencias de temperamento, también tenemos mentalidades distintas debido a nuestras respectivas profesiones, pero en lo fundamental, en el sustrato más firme y profundo, las convergencias superan a las divergencias.
A las personas creativas no les queda más remedio que ser egoístas. Dicho así puede sonar arrogante, pero es un hecho indiscutible. Los que siempre miran a su alrededor, que prefieren evitar problemas y no causar molestias a nadie, nunca podrán tener un trabajo creativo, sea cual sea. Para producir algo desde cero hace falta mantener una profunda concentración, un esfuerzo enorme. La mayoría de las veces esa concentración se logra en un lugar donde no cabe la armonía con los demás, un lugar que se puede calificar como dämonisch , demoniaco.
Pero si uno se deja llevar por el ego y empieza a considerarse un artista, su vida social se resentirá, y eso, a su vez, terminará por desbaratar esa profunda concentración personal imprescindible para un trabajo creativo. A finales del siglo XIX tal vez fuera posible desnudar el ego, pero hacerlo hoy, en pleno siglo XXI , resulta prácticamente imposible. Quienes ejercen profesiones creativas están obligados a encontrar puntos de compromiso realistas entre ellos mismos y quienes les rodean.
Lo que pretendo decir con todo esto es que de igual manera que Ozawa y yo hemos encontrado maneras muy distintas de establecer esos puntos de compromiso, nos hemos conducido en una dirección más o menos similar. Y mientras cada uno de nosotros ha establecido prioridades distintas, la forma de hacerlo ha sido muy parecida, lo cual explica por qué fui capaz de escuchar todo lo que me contaba con algo más que interés y simpatía.
Ozawa es una persona honesta que jamás diría nada para mantener las apariencias o para dar una mejor imagen de sí mismo. A pesar de tener más de setenta y cinco años, conserva cualidades que uno sospecha que le vienen de nacimiento. La mayoría de las veces respondió con franqueza a mis preguntas. Imagino que al leer este libro todo el mundo se dará cuenta. Ni que decir tiene que, en muchas ocasiones, prefirió no hablar por una razón u otra. Lo que consideraba que no debía ser contado, simplemente no lo contaba. Sus razones tendría para no hacerlo. En ocasiones me pareció intuir más o menos algunas de ellas, pero otras veces no tenía ni la más remota idea. En cualquier caso, acepté con naturalidad lo que contaba y lo que callaba.
Por lo tanto, este no es el típico libro de entrevistas, y tampoco un libro de conversaciones entre dos personajes que podrían considerarse famosos. Lo que yo buscaba —o, más bien, lo que empecé a buscar a partir de cierto momento— era algo así como una resonancia natural de nuestros corazones. Me esforcé por escuchar el eco de su corazón, pues, al fin y al cabo, yo era el entrevistador y él el entrevistado. Pero, al mismo tiempo, la mayor parte de las veces oía también el eco de mi propio corazón. En ocasiones lo reconocía, pero otras veces me sorprendía al pensar: «¡Vaya, no sabía que existiera esa resonancia en mi interior!». Dicho de otro modo, a lo largo de las entrevistas fui descubriendo la personalidad de Ozawa y, al mismo tiempo, descubrí cosas desconocidas de la mía. Huelga decir que el proceso resultó de lo más interesante.
Pondré un ejemplo. Nunca he llegado a leer partituras con soltura. No entiendo todos los detalles. Sin embargo, al escuchar a Ozawa, al observar sus gestos y al aguzar bien el oído a las inflexiones de su voz, llegué a entender lo importantísimo que era para él leer las partituras. Hasta que no ha leído por completo una partitura, la música no toma forma. Debe sumergirse en ella para darse por satisfecho, pase lo que pase. Contempla esa complejidad de símbolos impresos en las dos dimensiones del papel, y de ahí pasa a una forma tridimensional. Es su forma de entender la música. Esa es la base, el principio fundacional de su vida musical. Por eso se levanta pronto y se encierra en un espacio privado para leer con toda la concentración de la que es capaz. Estudia las partituras durante horas. Descifra mensajes crípticos que llegan del pasado.
Como él, también yo me despierto sobre las cuatro de la mañana y me concentro en el trabajo. Si es invierno, fuera está completamente oscuro, ni siquiera existe aún el presagio del alba. Tampoco se oyen los cantos de los pájaros. Me limito a escribir frases durante cinco o seis horas sentado a la mesa, bebo café caliente y tecleo en el ordenador sin pensar en nada más. Llevo esa vida desde hace ya un cuarto de siglo. A la misma hora en que Ozawa se dedica a leer partituras, yo me concentro en la escritura. Lo que hacemos es completamente distinto, pero el proceso es más o menos el mismo. Siempre pienso que, sin esa capacidad de concentración, mi vida no existiría. Si no pudiera concentrarme, ya no sería mi vida. Creo que a Ozawa le pasa lo mismo.
Por tanto, cuando Ozawa hablaba de leer partituras, yo entendía bien el sentido concreto de ese acto, como si se tratase de algo mío. En lo relativo a muchas otras cuestiones, sucedió algo muy parecido.
Entre noviembre de 2010 y julio de 2011, y en diferentes lugares (Tokio, Honolulú, Suiza), tuve la oportunidad de realizar las entrevistas que componen este libro. Fue un periodo decisivo en la vida de Ozawa, cuando su mayor preocupación era seguir el tratamiento y el proceso de rehabilitación de su enfermedad. Tuvo que someterse a varias operaciones y, para recuperar fuerzas, no le quedó más remedio que acudir al mismo gimnasio al que iba yo. Nos cruzamos algunas veces en la piscina y lo veía perseverar en sus ejercicios.
En diciembre de 2010 protagonizó una esperada rentrée en el Carnegie Hall de Nueva York al frente de la Saito Kinen Orchestra. Lamentablemente, no pude asistir al concierto, pero a juzgar por la grabación que se realizó de él me di cuenta de que fue una interpretación brillante, inspirada, tocada por ese espíritu suyo tan peculiar, aunque el agotamiento físico que le sobrevino quedó patente a ojos de los espectadores. Tras un periodo de recuperación de seis meses después de ese concierto, dirigió la Seiji Ozawa International Academy Switzerland, que se celebra todos los años en la ciudad de Rolle, a orillas del lago Lemán. Allí desplegó todo su entusiasmo para formar a un grupo selecto de jóvenes músicos, con los que ofreció después sendos conciertos en Ginebra y en París. Los conciertos también fueron un éxito. Asistí a los dos y lo acompañé durante los diez días previos de ensayos. Me sorprendió muchísimo el esfuerzo y la intensidad con los que se dedicaba al trabajo, y no podía evitar preocuparme. Me preguntaba si tanto esfuerzo no le afectaría de manera negativa. La música que resultó de todo aquello fue muy emocionante, nacida, precisamente, de esa energía que logró reunir en algún rincón de su cuerpo.
Sin embargo, al observarlo en acción tuve una revelación: Ozawa no podía evitarlo, no le quedaba más alternativa que hacer lo que hacía. Su médico, su fisioterapeuta, sus amigos y su familia podían insistir en que lo dejara (y lo intentaron, por supuesto), pero era imposible, porque la música es para él el combustible imprescindible para seguir vivo. Expresado de un modo más radical, diría que de no poder inyectarse la música en vivo en sus venas moriría. Es su única forma de existir en el mundo, de sentirse realmente vivo: crear música con sus propias manos y, aún palpitante, ofrecérsela al público. ¿Quién sería capaz de detenerlo? También a mí me daban ganas de decirle que parase un poco, que se retirase durante un tiempo hasta recuperar fuerzas y volver después. Me hubiera gustado decirle que le entendía, pero que quizás era mejor ir paso a paso en lugar de correr. Era el único argumento razonable que se me ocurría, pero cuando lo veía erguido en la tarima al frente de la orquesta exprimiendo sus energías, me resultaba imposible planteárselo. Pensaba que mis palabras sonarían falsas, huecas. Me daba la impresión de que vivía en un mundo que trascendía las formas de pensar razonables. Como un lobo que sólo es capaz de vivir en las profundidades del bosque.
Las entrevistas que conforman este libro no tienen como objetivo profundizar ni cincelar un retrato de Seiji Ozawa. Tampoco se trata de un reportaje ni de teorizar sobre qué convierte a una persona en lo que es. Mi único propósito como amante de la música era hablar con toda franqueza de música con un músico llamado Seiji Ozawa. Mostrar cómo cada uno de nosotros (de forma muy distinta, como es obvio) nos entregamos a ella. Ese fue mi propósito original y me gustaría pensar que de algún modo lo he logrado. Ha sido una experiencia muy gratificante. Me ha dado la oportunidad de compartir momentos únicos y divertidos con Ozawa, de escuchar música con él. Quizás un título más ajustado para este libro sería: Mis tardes con Seiji Ozawa .
Quien se acerque a este libro descubrirá unas cuantas perlas entre las palabras de Ozawa. Habla de una manera directa y sus palabras fluyen con naturalidad en la corriente de la conversación, pero en medio de lo que dice se esconden fragmentos afilados como un cuchillo. En términos musicales diré que se trata de esas voces interiores que no pueden dejar de oírse en determinada pieza por muy distraído que uno esté. En ese sentido, Ozawa no ha sido un entrevistado al que pudiera enfrentarme despreocupadamente. Me he visto obligado a mantenerme alerta en todo momento para no pasar por alto algo furtivo, medio oculto en alguna parte. Pensaba que perderme esos detalles sutiles podría hacerme perder el hilo.
Visto así, Ozawa ha sido a un tiempo un niño espontáneo y un pozo de sabiduría, un hombre que debe obtener de inmediato lo que quiere y que, al mismo tiempo, hace gala de una paciencia sin límites; un hombre con una confianza absoluta en todos cuantos le rodean y, al tiempo, atrapado en la densa niebla de la soledad. En cualquier caso, enfatizar un solo aspecto de una personalidad tan compleja como la suya sólo ofrecería un retrato distorsionado y parcial. Por eso me he esforzado en reproducir por escrito sus palabras y en hacerlo de la manera más fiel posible.
El tiempo que pasamos juntos fue muy divertido y espero, sinceramente, poder compartir esa alegría con los lectores a lo largo de las páginas de este libro. Quisiera agradecer a Ozawa, una vez más, haberme dedicado todo ese tiempo. Nos hemos enfrentado a muchas dificultades logísticas para poder seguir regularmente con las entrevistas durante un largo periodo de tiempo, pero yo obtuve mi particular recompensa cuando el maestro me confesó que nunca antes había hablado de música de una manera tan sistemática, tan organizada.
Deseo con todo mi corazón que Seiji Ozawa tenga la oportunidad de seguir ofreciéndonos su música, toda la que pueda y durante todo el tiempo que pueda. De la buena música puede decirse lo mismo que del amor: nunca hay demasiado. Y cada vez hay más personas que, como si la música fuera el motor de su existencia, sacian con ella su apetito por la vida.
Me gustaría agradecer también a Koji Onodera su inestimable ayuda a la hora de redactar y editar este libro. Dado que mis conocimientos musicales son limitados, he recurrido a su ayuda en muchas ocasiones para aclarar dudas respecto a la terminología y otras cuestiones concretas. Su profundo conocimiento de la música clásica es abrumador. Le agradezco sinceramente todos sus consejos y observaciones.
Haruki Murakami

  • Haruki Murakami
    Murakami, Haruki

    Haruki Murakami (1949, Kioto) es un escritor japonés y uno de los autores más admirados y discutidos de la literatura contemporánea. Ha escrito reportajes, ensayos y cuentos, pero lo que le ha ganado una popularidad mundial son, sin duda, sus novelas.
    No le faltan detractores, pero, al tiempo, ha conseguido millones de lectores en todo el mundo y ha ganado algunos de los principales premios literarios internacionales, como el World Fantasy, el Franz Kafka y el Premio Jerusalén.
    Su obra se caracteriza por la mezcla del realismo con elementos fantásticos o surrealistas, la inclusión de elementos pop y contraculturales y el peso, normalmente negativo, de la historia japonesa, en particular de su intervención en la II Guerra Mundial.
    Nació en Kioto, durante el Baby Boom que se produjo, como en Japón, tras la Segunda Guerra Mundial. Es hijo único. Su padre era sacerdote budista. Durante la Guerra, había estado destinado a China. Las experiencias que sufrió en combate y como parte del ejército de ocupación le causaron un duradero trauma y le hicieron volcarse hacia la espiritualidad. Tanto él como su madre eran dos personas cultas y buenos lectores, sobre todo de clásicos japoneses, mientras que Murakami en su adolescencia prefería a autores occidentales como Dostoievski, Scott Fitzgerald o Truman Capote. Más tarde, traduciría al japonés a Raymond Carver, de quien fue amigo personal.
    Estudió teatro en la Universidad de Waseda, donde conoció a Yoko, que se convertiría en su esposa. Al tiempo que estudiaba, trabajó en una tienda de discos en el centro de Tokio. Ambos estuvieron de acuerdo en no tener hijos. Al finalizar sus estudios, junto a su esposa, abrió el Peter Cat, que funcionaba de día como cafetería y por la noche como bar de jazz.
    Cuando estaba a punto de cumplir los treinta años, en 1979, mientras veía un partido de béisbol, se le ocurrió la idea de su primera novela, Escucha la canción del viento. La escribió en los ratos libres que le dejaba el trabajo y ganó un premio de novela corta. Junto a sus dos siguientes obras, Pinball y La caza del carnero salvaje forman la llamada Trilogía de la rata. Murakami consideró que las dos primeras eran obras muy inmaduras y se resistió durante varias décadas a que se tradujeran a otros idiomas. A esta le siguió su novela más abiertamente fantástica, El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (1985).
    A partir del momento, empezó a correr como hobby, como una forma de mantenerse saludable, a pesar de las horas de trabajo sedentario escribiendo. Ha participado en varias maratones y ultramaratones. Se refirió a su relación con el atletismo en su libro de memorias De qué hablo cuando hablo de correr.
    Aunque estos libros fueron bien recibidos por la crítica, no tenía demasiados lectores. Ya que ambicionaba dedicarse en exclusiva a la literatura, decidió proceder con un pequeño experimento personal: escribir su primera novela totalmente realista, inspirada en las vivencias de su juventud. Esperaba que eso le atrajera una mayor atención. El experimento tuvo un éxito que desbordó, en primer lugar, al propio autor: Nowergian Wood se convirtió en un éxito masivo, como se ha repetido una y otra vez a medida que se ha ido traduciendo a diferentes idiomas.
    Llegó a sufrir un cierto acoso por los fans de la novela, y pasó unos años en Estados Unidos, impartiendo clases en varias universidades como Princenton, Tufts y Harvard. Durante ese periodo, escribió Al sur de la frontera, al oeste del sol y, sobre todo, la que quizás es su obra más compleja y onírica, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995), donde además aborda el conflictivo tema de los crímenes de guerra cometidos por Japón. Con esta novela, se ganó la admiración de Kenzaburo Oe, el Premio Nobel de Literatura japonés, que había despreciado sus obras previas, lo cual influyó para que se le concediera el prestigioso Premio Yomiuri.
    Los atentados terroristas con gas sarín en el metro de Tokio de la secta La Verdad Suprema inspiraron su libro de no ficción, Underground. Entre sus obras posteriores, destacan Kafka en la orilla (2002), 1Q84 (2009) y La muerte del comendador (2018) además de varias colecciones de cuentos y novelas cortas.
    Murakami es un ávido melómano, y coleccionista de discos. En sus libros hay numerosísimas alusiones al jazz, el rock norteamericano y la música académica. 
    Varias de sus obras han sido adaptadas al teatro y al cine, como cortometrajes y largometrajes. Sin duda, las dos versiones más logradas han sido la película coreana Burning, galardonada por el Premio FIPRESCI del Festival de Cannes, basada en los relatos “Quemar graneros” y “Mujer dormida”; y “Drive my car”, inspirada en varios cuentos de Hombres sin mujeres, que ganó el Oscar a Mejor Película Internacional y recibió otras tres nominaciones.
    Ha manifestado públicamente que entiende la hostilidad de Corea y China hacia Japón por las agresiones que sufrieron durante la guerra, y que su país tiene la obligación de disculparse. Suele realizar un programa de radio semanal, centrado en sus gustos musicales, aunque también hace comentarios de la actualidad política.
    En 2023, se le concedió el Premio Princesa de Asturias de las Letras.

  • Seiji Ozawa
    Ozawa, Seiji

    Seiji Ozawa (Mukden, Manchuria, hoy Shenyang, República Popular China, 1935) es un afamado director de orquesta de música académica japonés. Cuando su familia regresó a Japón en 1944, comenzó a estudiar piano con Noboru Toyomasu. Desde muy niño comenzó a estudiar música y se graduó en la Escuela de Música Toho de Tokio.

     

    La fama le llegó al ganar en 1959 el Concurso Internacional de Directores de Orquesta celebrado en Besançon (Francia), con lo que llamó la atención del entonces director de la Sinfónica de Boston, Charles Munch, quien le invitó a trasladarse al Tanglewood Music Center para ampliar su formación.

     

    De allí pasó a Berlín, bajo la tutela de Herbert von Karajan, momento en el que Leonard Bernstein se interesó por el músico japonés y le encargó la dirección de la Filarmónica de Nueva York durante la temporada 1961-62, año este en el que se consagró definitivamente al debutar con la Sinfónica de San Francisco.

     

    En 1973 fue nombrado decimotercer director titular de la Sinfónica de Boston, considerada una de las grandes orquestas del mundo. Al frente de esta, Ozawa ha realizado un trabajo excepcional, no sólo en lo que se refiere a la grabación de discos, sino en el ingente número de conciertos que ofrece anualmente por todo el mundo, puesto que su actividad no se ha limitado a los Estados Unidos, sino que se extiende por Sudamérica, Europa, China y Japón. En 1993 se cumplieron los veinte años al frente de la orquesta, aniversario celebrado con una gira europea que cosechó considerable éxito de crítica y público.

     

    Además, Seiji Ozawa ha dirigido en numerosas ocasiones la Filarmónica de Berlín, la Nueva Filarmónica de Japón, la Sinfónica de Londres y la Orquesta Nacional de Francia; también La Scala y la Staatsoper Wien, la Opera de París, Salzburgo y Covent Garden.

     

    Es doctor honorario en Música por la Universidad de Massachusetts, el Conservatorio de Música de Nueva Inglaterra y el Wheaton College de Norton, Massachusetts, y fundador del Festival Saito Kinen en Matsumoto, que se celebró en Japón por vez primera en el 92. Tabién ha sido galardonado con el premio Emmy por la serie de televisión Evening at Symphony de la Orquesta Sinfónica de Boston. En 2002 dirigió el célebre concierto de Año Nuevo en Viena.