Menu

Año 10 #117 Julio 2024

Asesinato en segundo grado

Lo juró.
Regresó a la casa unifamiliar de East End Avenue después de las once de la noche y encontró la puerta principal abierta y, dentro, a su madre que yacía en un charco de tinta de calamar en el suelo de madera al pie de las escaleras. Por lo visto había caído por el largo tramo de escaleras empinadas y se había roto el cuello, a juzgar por su tronco retorcido. También había sido aporreada hasta la muerte, la parte trasera de su cráneo se había hundido, con uno de los palos de golf de la fallecida, un hierro dos, pero no parecía que él lo hubiera visto de inmediato.
¿Tinta de calamar? Bueno, cualquiera hubiera dicho que la sangre era negra a la débil luz del vestíbulo. Se trataba de un truco que sus ojos le jugaban a su cerebro a veces cuando había estado estudiando mucho y durmiendo muy poco. Un «tic óptico». Es decir, ves algo claramente, pero el cerebro lo registra de forma surrealista como otra cosa. Como si en tu programación neurológica se produjera un pitido ocasional.
En el caso del Derek Peck, Jr., al enfrentarse al cuerpo desplomado sin vida de su madre, aquello era un síntoma evidente de trauma. La conmoción, el atontamiento visceral que bloquea el dolor inmediato, lo indecible, lo incognoscible. Había visto a su madre por última vez, con la misma bata de guatiné satinada de color amarillo ranúnculo que le hacía parecer un juguete de Pascua rígido y corpulento, aquella misma mañana, antes de irse a la escuela. Había estado fuera todo el día. Y aquella transición repentina y extraña, del cálculo diferencial al cuerpo en el suelo, de las bromas provocadas por la ansiedad de sus amigos del club de matemáticas (un grupo de incondicionales se reunía a última hora de lunes a viernes para preparar los próximos exámenes de acceso a la universidad) al terrible y profundo silencio de la casa unifamiliar que le pareció, incluso al empujar la puerta principal que misteriosamente no estaba cerrada con llave, un silencio hostil, un silencio que temblaba por el terror.
Se agachó junto al cuerpo, mientras lo contemplaba incrédulo. «¿Mamá? ¡Mamá!»
Como si hubiese sido él, Derek, quien hubiera hecho algo malo, quien debiera ser castigado.
No conseguía recobrar el aliento. ¡La respiración acelerada! Su corazón latía con tal rapidez que casi perdió el conocimiento. Demasiado desconcertado para pensar ¿Quizá todavía estén aquí?, arriba, ya que en su estado de aturdimiento parecía faltarle incluso el instinto animal de la propia conservación.
Sí, y en cierto modo sentía que era culpa suya. ¿No le había inculcado ella el instinto de la culpabilidad? Si había algún problema en la casa, probablemente podía rastrearse hasta él. Desde los trece años (cuando su padre, Derek senior, se había divorciado de su madre Lucille, igual que si se hubiera divorciado de él), su madre había esperado de él que se comportara como un segundo adulto en la casa, alto, larguirucho y nervioso como para dar cabida a aquellas expectativas, con el vello corporal de color pajizo que brotaba de él y una seriedad febril en sus ojos. El cincuenta y tres por ciento de los compañeros de clase de Derek, chicos y chicas, en la academia Mayhew, provenían de «familias divorciadas» y la mayoría estaban de acuerdo en que tienes que aprender a comportarte como un adulto y sin embargo, al mismo tiempo, como un adulto menor, privado de sus plenos derechos civiles. Aquello no era fácil ni siquiera para el estoico y despabilado Derek Peck, con un cociente intelectual de, ¿cuánto era?, 158 a los quince años (ahora tenía diecisiete). Así que su precario sentido adolescente de sí mismo se hallaba torcido de gravedad: no sólo su imagen corporal (su madre había dejado que tuviera exceso de peso; dicen que eso forma parte de ti de manera irremediable, para siempre grabado en las primeras neuronas) sino más crucialmente su identidad social. Ya que en un momento dado lo trataba como a un bebé y le llamaba «su niño», «su criatura», y un segundo después se mostraba dolida, llena de reproches, y le acusaba de fracasar, como su padre, a la hora de mantener la responsabilidad moral que tenía hacia ella.
Aquella responsabilidad moral era como una mochila cargada de piedras. Podía sentirla, lo primerísimo por la mañana, ejerciendo su gravedad incluso antes de retirar las piernas de la cama.
Agachado sobre ella al tiempo que se estremecía con fuerza, temblaba como por un viento frío, entre susurros: «¿Mamá? ¿No puedes despertarte? Mamá, no estés…», se detenía ante la palabra muerta ya que dolería y enfurecería a Lucille igual que la palabra anticuada, y no es que hubiese sido vanidosa o frívola o afectada, ya que Lucille Peck era todo lo contrario, una mujer honorable, decían de ella con admiración mujeres a las que no habría gustado encontrarse en su lugar y hombres que no habrían deseado estar casados con ella. ¡Mamá, no seas anticuada! Derek nunca lo habría murmurado en voz alta, por supuesto. Aunque probablemente lo pensaba para sí con frecuencia aquel último año, más o menos al ver su pálido rostro valiente y huesudo a la fuerte luz del sol siempre que bajaban juntos los escalones delanteros por la mañana, o en aquel espeluznante lugar de la cocina donde las luces de arriba convergían de tal modo que ensombrecían con crueldad su rostro hacia abajo, magullando las cuencas de sus ojos y los suaves pliegues carnosos de sus mejillas. Hace dos veranos, cuando él pasó seis semanas en Lake Placid y ella fue a Kennedy a recogerlo ansiosa por volver a verle, él contempló horrorizado las profundas arrugas que rodeaban su boca y su sonrisa alegre en demasía y lo que sintió fue lástima, y aquello también le hizo sentirse culpable. No se tiene lástima de una madre, gilipollas.
Si hubiese vuelto a casa inmediatamente después de la escuela. A las cuatro de la tarde. En lugar de hacer una breve llamada desde casa de su amigo Andy al otro lado del parque, una excusa culpable susurrada en la cinta del contestador automático: «¿Mamá? Lo siento, creo que no voy a ir a cenar esta noche, ¿vale? El club de Matemáticas… el grupo de estudio… cálculo… No me esperes despierta, por favor». Qué aliviado se había sentido de que ella no contestara el teléfono a medio mensaje.
¿Estaba viva cuando llamó? ¿O ya… había muerto?
«¿Cuándo fue la última vez que viste a tu madre con vida, Derek?», le preguntaron y él había tenido que inventarse algo porque no la había visto exactamente. No había habido contacto ocular.
Y qué le había dicho. La apresurada mañana de un día de escuela, un jueves. No había tenido nada de especial. ¡Sin premonición! Fría y ventosa y con una cegadora luz de invierno y él se había sentido impaciente por salir de casa, había cogido una Coca-Cola light del refrigerador tan congelada que le dolían los dientes. En la cocina, una mirada borrosa y llena de reproche que ondeaba en su bata de guatiné de color amarillo mientras él se retiraba sonriendo: «¡Adiós, mamá!».
Claro que se había sentido dolida, su único hijo la evitaba. Había sido una mujer solitaria incluso en su orgullo. Incluso con sus actividades que tanto significaban para ella: la Liga femenina de arte, los Voluntarios de planificación familiar de la zona este, el gimnasio HealthStyle, tenis y golf en East Hampton en verano, un bono de temporada en el Lincoln Center. Y sus amigas: la mayoría de ellas mujeres divorciadas de mediana edad, madres como ella con hijos que estudiaban bachillerato o que iban a la universidad. Lucille se sentía sola; ¿por qué era culpa de él?, como si, durante su último curso en el colegio en el que estudiaba bachillerato, se hubiera convertido en un fanático de sus calificaciones obsesionado con que lo admitieran antes de lo habitual en Harvard, Yale, Brown, Berkeley, simplemente para evitar a su madre durante ese momento del día, crudo y sin mediación, que era el desayuno.
Pero ¡Dios mío, cuánto la quería! ¡Cuánto! Pensando claramente en compensarla, con unos resultados en las pruebas de acceso a la universidad en el percentil más alto, la invitó a un brunch con champagne en el Stanhope y después al otro lado de la calle, al museo, para una excursión dominical de madre e hijo como las que hacía años que no disfrutaban.
Qué inmóvil estaba. No se atrevía a tocarla. Él respiraba de forma entrecortada, irregular. El negro tinta de calamar bajo su cabeza torcida se había filtrado y coagulado en las grietas del suelo. Tenía el brazo izquierdo extendido en una actitud de ruego exasperado, la manga manchada de rojo, la palma de la mano hacia arriba y los dedos doblados como garras furiosas. Él podría haberse dado cuenta de que su reloj Movado había desaparecido, sus anillos no estaban salvo el ópalo antiguo de la abuela con el engarce de oro acanalado; ¿el ladrón o ladrones no habían podido arrancárselo de los dedos hinchados? Podría haberse dado cuenta de que tenía los ojos en blanco de forma asimétrica, el iris derecho prácticamente había desaparecido; el izquierdo, receloso como una luna creciente torcida. Podría haberse dado cuenta de que la parte trasera de su cráneo estaba hecha trizas, blanda y pulposa como un melón, pero hay algunas cosas que no reconoces en tu madre por tacto y delicadeza. El cabello de mamá, sin embargo; era el único rasgo bonito que le quedaba, según ella. Castaño claro canoso, algo áspero, un color natural parecido al trigo. Todas las madres de sus compañeros de clase esperaban tener un aspecto juvenil y glamuroso con el cabello decolorado o teñido, pero Lucille Peck no, no era de ese tipo. Esperabas que sus pómulos estuvieran sonrosados sin necesidad de maquillaje y así era cuando tenía un buen día.
A aquella hora de la noche, el cabello de Lucille debería haber estado seco después de la ducha que se había dado tantas horas antes y que Derek recordaba vagamente, el baño del piso de arriba lleno de vapor. Los espejos. ¡Le faltaba el aire! ¿Entradas para algún concierto o ballet aquella noche en el Lincoln Center? Lucille y una amiga. Pero Derek no sabía nada de aquello. O si lo sabía, se había olvidado. Igual que del palo de golf, el hierro dos. ¿En qué armario? ¿El de arriba o el de abajo? Los cajones de la cómoda del dormitorio de Lucille desvalijados, el nuevo Macintosh de Derek arrancado de su escritorio y arrojado al suelo junto al umbral de la puerta como si… ¿qué? Habían cambiado de opinión en cuanto a él. Buscaban dinero rápido, en metálico, para drogas. ¡Aquél era el motivo!
¿Qué anda haciendo Supermoco ahora? ¿Qué pasa con Supermoco, me oyes?
La tocó… por fin. Tanteando hasta encontrar la gran arteria en el cuello. ¿La «cateroida»?, ¿la «cartoida»? Debería haber tenido pulso, pero no era así. Y su piel estaba fría y pegajosa. Su mano salió despedida hacia atrás, como si se hubiera quemado.
Joder, ¿era posible que Lucille estuviese muerta?
¿Y que él tuviese la culpa?
¡Ese Supermoco, tronco! Un tío pasado de vueltas.
Se le ensancharon los orificios de la nariz, sus ojos derramaron unas lágrimas. Se hallaba en un estado de pánico, tenía que buscar ayuda. ¡Había llegado el momento! Pero no se habría dado cuenta de la hora que era, ¿verdad? Las 23.48. Su reloj de pulsera era un elegante Omega con la esfera negra que había comprado con su propio dinero, mas no sería consciente de la hora exacta. Para entonces habría marcado el teléfono de emergencias. Pero, confundido, ¿acaso pensó que ellos habían arrancado el teléfono? (¿Lo habían hecho?) ¿O estaba uno de ellos, de los asesinos de su madre, esperando a oscuras en la cocina junto al teléfono? ¿Esperando para matarlo a él?
Le entró pánico, alucinó. Corrió tambaleándose de vuelta hasta la puerta principal y salió gritando a la calle, donde un taxi se detenía para dejar salir a un pareja de ancianos, vecinos de la casa adosada de piedra rojiza, y ellos y el conductor contemplaron fijamente a aquel muchacho apesadumbrado con el rostro blanco como una sábana y una trenca desabotonada, la cabeza al descubierto, que corría hacia la calle al tiempo que gritaba:
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Alguien ha matado a mi madre!
MUJER ASESINADA EN LA ZONA ESTE
SE CREE QUE EL MÓVIL FUE EL ROBO
En la edición vespertina del New York Times del viernes, la noticia de que Lucille Peck, a quien Marina Dyer conocía como Lucy Siddons, había muerto aporreada con un palo de golf aparecía destacada en la primera página de Local. Al ojear la página, los ojos rápidos de Marina, se fijaron inmediatamente en el rostro (de mediana edad, entrado en carnes y sin embargo inconfundible) de su antigua compañera de estudios de Finch.
—¡Lucy! No.
Se entendía que aquélla debía de ser una fotografía post mórtem: la ubicación en la página, en el centro de la parte superior; la conmemoración de una persona particular sin importancia cívica o cultural, ni belleza evidentes. Para los lectores del Times, la relevancia de la noticia radicaba en la dirección de la víctima, cerca de la residencia oficial del alcalde. El texto de abajo indicaba: «Incluso aquí, entre los adinerados de las afueras, es posible un destino de tal brutalidad».
En un estado de conmoción, aunque con interés profesional, ya que Marina Dyer era una abogada defensora en lo penal, leyó el artículo que continuaba en una página interior y que resultó decepcionante por su brevedad. Era tan familiar que parecía una canción. Una de nosotros (blanca, de mediana edad, decente, desarmada) sorprendida y violentamente asesinada en la mismísima inviolabilidad de su hogar; el asesino cogió como arma homicida un instrumento de los privilegios de su clase, un palo de golf. El intruso o los intrusos, según la policía, quizá buscaran dinero rápido, para drogas. Se trataba de un crimen descuidado, burdo y cruel; un crimen «sin sentido»; uno de tantos robos con allanamiento de morada sin resolver en la zona este desde el pasado septiembre, aunque era el primero en el que se había producido un asesinato. El hijo adolescente de Lucille Peck había regresado a casa y había encontrado la puerta principal abierta y a su madre fallecida, aproximadamente a las once de la noche, momento en el que llevaría unas cinco horas muerta. Los vecinos dijeron que no habían oído ruidos inusuales provenientes del domicilio de los Peck, pero varios de ellos sí hablaron de extraños «sospechosos» en el barrio. La policía estaba «investigando».
¡Pobre Lucy!
Marina se dio cuenta de que su antigua compañera de clase tenía cuarenta y cuatro años, uno (o mejor dicho algo menos de uno) más que Marina; que estaba divorciada desde 1991 de Derek Peck, un ejecutivo de una compañía de seguros que ahora vivía en Boston; que la sobrevivían únicamente su hijo, Derek Peck, una hermana y dos hermanos. Qué final para Lucy Siddons, que brillaba en la memoria de Marina como si irradiara vida: Lucy imparable, Lucy infatigable, Lucy de buen corazón; Lucy que fue presidenta de la clase de Finch de 1970 en dos ocasiones, y una antigua alumna totalmente entregada; Lucy, a quien todas las chicas admiraban e incluso adoraban; Lucy, que había sido tan amable con Marina Dyer, tímida, tartamudeante, estrábica.
Aunque ambas habían vivido en Manhattan todos aquellos años, hacía cinco que Marina —en su propia casa unifamiliar de piedra roja al oeste de la 76, muy cerca de Central Park— no veía a Lucy; fue en la reunión de antiguas alumnas con motivo del vigésimo aniversario de su graduación; y hacía todavía más tiempo desde que ambas habían hablado largo y tendido, en serio. O quizá nunca lo hicieron.
Lo ha hecho el hijo, pensó Marina a la vez que doblaba el periódico. No era una idea del todo seria, pero se adaptaba a su escepticismo profesional.
¡Supermoco! De puta madre.
¿De dónde había venido? Del corazón derretido por el calor del universo. Cuando se produjo el big bang. Antes de lo cual no había nada y después de lo cual existiría todo: el semen cósmico. Ya que todos los seres sensitivos derivan de una única fuente que hace tiempo que desapareció, que se extinguió.
Cuanto más contemplabas los orígenes, menos sabías. Había estudiado a Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar es mejor callar». (Unas hojas fotocopiadas que les dieron para la clase de comunicación, el profesor era un joven guay con un doctorado por la Universidad de Princeton.) Y aun así, creía que podría recordar las circunstancias de su nacimiento. En 1978, en Barbados, donde sus padres estaban de vacaciones, una semana a finales de diciembre. Nació cinco semanas antes de tiempo y con la suerte de estar vivo, y aunque Barbados fue un accidente, sin embargo, diecisiete años después veía en sus sueños un cielo azul cobalto, hileras de yaguas que derramaban sus cortezas como si se tratara de escamas, chillonas aves tropicales de gran plumaje; una enorme luna blanca que se dejaba caer en el cielo como la gran barriga de su madre, las enormes aletas dorsales de los tiburones que coronaban las olas como el videojuego «Los jinetes de la muerte» al que se había enganchado durante la enseñanza secundaria. Las noches de vientos huracanados no le permitían dormir con normalidad.
Le gustaba Metallica, Urge Overkill, Soul Asylum. Sus héroes eran los punks de rock duro que nunca habían llegado al Top Ten o que si lo lograron volvieron a caer en las listas inmediatamente. Admiraba a los perdedores que se mataban como resultado de una sobredosis, como si morir fuera una broma, un ¡QUE OS FOLLEN! final para el mundo. Pero por el amor de Dios, era inocente de lo que afirmaban que había hecho a su madre. ¡De putísima madre, él, Derek Peck, Jr., había sido arrestado y llevado a juicio por un crimen perpetrado contra su propia madre, a la que quería! Perpetrado por animales (podía adivinar el color de su piel) que también habrían aporreado su cráneo como un huevo, si hubiera entrado por aquella puerta cinco horas antes.
No estaba preparada para enamorarse, no era de las que se enamoran de sus clientes, y sin embargo, eso es lo que ocurrió: bastó con verlo, sus extraños y ansiosos ojos de color ámbar oscuro elevándose hacia su rostro, ¡ayúdeme!, ¡sálveme! Eso fue todo.
Derek Peck, Jr., era un ángel de Botticelli medio borrado y sobre el que hubiese pintado burdamente Eric Fischl. El cabello espeso, sucio y de punta por la espuma, levantado en dos alas simétricas extendidas que enmarcaban su rostro elegante, huesudo y de mandíbula alargada. Las extremidades eran largas como las de un mono, e inquietas. Los hombros estrechos y altos; el pecho, perceptiblemente cóncavo. Podría tener catorce años, o veinticinco. Su generación estaba tan lejos de la de Marina Dyer que parecía de otra especie. Llevaba una camiseta de Soul Asylum debajo de una americana arrugada de Armani del color de las limaduras de acero, y unos pantalones de franela de raya diplomática de Ralph Lauren con una mancha en la entrepierna y unas zapatillas deportivas Nike del número cuarenta y cinco. Venas azuladas repiqueteaban desenfrenadas en sus sienes. Era un tío que le daba a la coca y que había conseguido no meterse en problemas hasta ahora, había advertido a Marina el abogado de Derek Peck, Sr., que había organizado su entrevista con el chico para convertirse en su abogada, por la discreta insistencia de Marina: un probable matricida psicópata que no sólo afirmaba su total inocencia sino que de hecho parecía creerla. Despedía un olor complejo de tipo orgánico desagradable y químico. La piel parecía acalorada, con el color y la textura de la avena tostada. Los orificios nasales estaban bordeados de rojo como fuego naciente y los ojos eran de un verde pálido amarillento de acetileno, inflamables. No era buena idea acercar demasiado una cerilla a aquellos ojos y aun menos adentrarse mucho en ellos.
Cuando Marina Dyer fue presentada a Derek Peck, el muchacho la miró fijamente con ansiedad. Y sin embargo, no se levantó como los otros hombres que había en la habitación. Se inclinó hacia delante en su silla, los tendones le sobresalían del cuello y la tensión de ver, de pensar, era visible en su joven rostro. El apretón de manos fue titubeante al principio y después repentinamente fuerte, seguro como el de un hombre adulto, doloroso. Sin sonreír, el muchacho se apartó el cabello de los ojos igual que un caballo ladeando su hermosa y fuerte cabeza y una sensación de dolor recorrió a Marina Dyer como una descarga eléctrica. Hacía mucho tiempo que no experimentaba un sensación semejante.
Con su suave voz de contralto que no dejaba adivinar nada, Marina dijo:
—Hola, Derek.
Fue en los años ochenta, en una época de juicios por escándalos de los famosos, cuando Marina Dyer se labró su reputación de «brillante» abogada defensora en lo penal; por serlo realmente y por trabajar muy duro, y de forma atípica. La audacia dramática de su posición en la sala del tribunal dominada por hombres. El hecho inesperado de su tamaño: vestía una talla pequeña para mujeres «menudas», modesta, de aspecto tímido, una mujer a quien era fácil pasar por alto aunque no convenía hacerlo. Iba arreglada de forma meticulosa y poco atractiva para sugerir una altiva indiferencia hacia la moda, un aire de atemporalidad. Llevaba su cabello color de gorrión en un recogido francés, como una bailarina; sus trajes favoritos eran de Chanel en los tenues tonos de las cosechas y de suaves lanas de cachemir de color oscuro, las chaquetas proporcionaban cierta envergadura a su cuerpo menudo, las faldas siempre remilgadas hasta media pierna. Sus zapatos, bolsos y maletines eran de una piel italiana exquisita, caros pero discretos. Cuando un artículo comenzaba a mostrar señales de desgaste, Marina lo sustituía por otro idéntico de la misma tienda de Madison Avenue. Su ojo izquierdo, un tanto estrábico, que de hecho algunos habían encontrado encantador, lo había corregido mediante una operación mucho tiempo atrás. Ahora sus ojos eran directos, totalmente fijos. De un marrón oscuro brillante y siempre húmedos, en ocasiones con una mirada de fanatismo, pero sólo profesional, un fanatismo al servicio de sus clientes, a los que defendía con un fervor legendario. Mujer pequeña, Marina adquiría tamaño y autoridad en el ruedo público. En la sala, su voz normalmente aflautada e indistinta ganaba en volumen, en timbre. Su pasión parecía suscitarse en proporción directa al desafío de presentar a un cliente como «no culpable» ante los miembros razonables del jurado y en ocasiones (admirados, sus colegas de profesión bromeaban al respecto) su rostro poco atractivo y ascético brillaba con la luminosidad de la Santa Teresa de Bernini en su éxtasis. Sus clientes eran mártires; los fiscales, perseguidores. Había una urgencia espiritual en los casos de Marina Dyer, que después resultaba imposible de explicar para los miembros del jurado, cuando, en ocasiones, sus veredictos se cuestionaban. «Tendrías que haber estado allí, tendrías que haberla oído, para saberlo.»
La primera causa ampliamente difundida de Marina fue la exitosa defensa de un miembro del congreso estadounidense por Manhattan que había sido acusado de extorsión y soborno de testigos; su segunda causa fue la exitosa aunque controvertida defensa de un artista de performance negro acusado de violación y agresión a una fan drogadicta que se había presentado sin que nadie se lo pidiera en su suite del Four Seasons. Hubo un importante y también fotogénico operador de bolsa de Wall Street acusado de desfalco, fraude y obstrucción a la justicia; también una periodista acusada de intento de asesinato al disparar y herir a un amante casado; y causas menos conocidas pero de todos modos meritorias, ricas en desafíos. Los clientes de Marina no siempre eran absueltos, aunque sus condenas, dada su probable culpabilidad, se consideraban poco severas. En ocasiones no pasaban tiempo alguno en prisión, sólo en centros de reinserción; pagaban multas, hacían servicios comunitarios. Aunque Marina Dyer rehuía la publicidad, la cosechaba. Sus honorarios aumentaban después de cada victoria. Y sin embargo, no era avariciosa, ni siquiera ambiciosa en apariencia. Su vida era su trabajo; y su trabajo, su vida. Le habían asestado algunas derrotas, por supuesto, al principio de su carrera, cuando en ocasiones defendía a personas inocentes o prácticamente inocentes a cambio de unos honorarios modestos. Con los inocentes te arriesgas a los sentimientos, a las crisis nerviosas, al tartamudeo en momentos cruciales frente al estrado de los testigos. Te arriesgas a los estallidos de furia, de desesperación. Con mentirosos consumados, sabes que puedes contar con una representación. Los psicópatas son los mejores: mienten con fluidez pero se lo creen.
La entrevista inicial de Marina con Derek Peck, Jr., duró varias horas y fue intensa, agotadora. Si aceptaba el reto de representarlo, éste sería su primer juicio por asesinato; este joven de diecisiete años, su primer acusado de asesinato. Y qué asesinato tan brutal: matricidio. Nunca había hablado con un cliente como Derek Peck en una habitación tan íntima. Nunca había contemplado, durante largos minutos sin palabras, unos ojos como los suyos. El ímpetu con que declaraba su inocencia era apasionante. La furia porque se dudaba de su inocencia, cautivadora. ¿Había matado ese muchacho de aquel modo? ¿Había cometido una «transgresión»? ¿Había quebrantado la ley, que era la vida misma de Marina Dyer, como si no tuviera más importancia que una bolsa de papel que pudiera arrugarse en la mano y desecharse? Unos veinte golpes o más con el palo de golf habían roto literalmente la parte trasera de la cabeza de Lucille Peck. En su albornoz, su suave cuerpo desnudo y flácido había sido apaleado, magullado, ensangrentado; sus genitales habían sido lacerados con furia. Un crimen incalificable, un crimen que incumplía cualquier tabú. Un crimen de la prensa amarilla, apasionante incluso de segunda o tercera mano.
Con el nuevo traje de Chanel de lana de un tono guinda morado que casi parecía negro como el hábito de una monja, con el moño tan apretado que daba a su perfil lobuno la nitidez de una fotografía de Avedon, Marina Dyer contempló al muchacho que era el hijo de Lucy Siddons. La excitaba más de lo que habría estado dispuesta a reconocer. Pensando, soy inatacable, soy incólume. Era la venganza perfecta.
Lucy Siddons. Mi mejor amiga; la quería. Dejé una tarjeta de cumpleaños y un pañuelo cuadrado de seda roja en su taquilla y tardó varios días en acordarse de darme las gracias aunque fue un agradecimiento cálido, una sonrisa amplia y genuina. Lucy Siddons que era tan popular, tan tranquila y emulada entre las jóvenes esnobs de Finch. A pesar de su piel llena de imperfecciones, sus dientes salidos, muslos fornidos y andares de pato por los que le gastaban bromas, bromas muy cariñosas. El secreto era la personalidad de Lucy. Aquel misterioso factor X que, si no lo tienes, nunca puedes conseguir. Si tienes que sopesarlo, deja de estar al alcance de tu mano para siempre. Y Lucy era buena, compasiva. Cristiana practicante miembro de una familia episcopaliana acomodada de Manhattan famosa por sus obras de caridad. Hacía señas a Marina Dyer para que fuera a sentarse con ella y sus amigas en la cafetería, mientras sus amigas permanecían quietas sonriendo fríamente; elegía a la escuálida Marina Dyer para su equipo de baloncesto en la clase de gimnasia, mientras las demás refunfuñaban. Pero Lucy era buena, tan buena. La caridad y la compasión por las chicas despreciadas en Finch caían desde sus bolsillos como monedas.
Quise a Lucy Siddons durante aquellos tres años de mi vida, sí, quise a Lucy Siddons como no he querido a nadie desde entonces. Pero era un amor casto y puro. Un amor completamente unilateral.
Se había fijado la fianza en trescientos cincuenta mil dólares, su afligido padre había pagado su bono de caución. Desde la reciente victoria republicana en las elecciones, parecía que la pena capital volvería a instaurarse en el Estado de Nueva York pero en la actualidad no podían presentarse cargos por asesinato en primer grado, sólo por segundo grado incluso para los crímenes más brutales o premeditados. Como el asesinato de Lucille Peck sobre el que, lamentablemente, había tanta cobertura en los diarios, revistas, en la televisión y en las radios locales, que Marina Dyer comenzó a dudar de que su cliente pudiera recibir un juicio justo en la zona de la ciudad de Nueva York. Derek estaba dolido, incrédulo: «Mire, por qué iba yo a matarla, ¡yo era el que la quería! —lloriqueaba con voz infantil, encendiendo otro cigarrillo de su paquete aplastado de Camel—. ¡Yo era la única puta persona que la quería en este puto universo!». Cada vez que Derek se reunía con Marina hacía aquella declaración, o una variación de la misma. Sus ojos brillaban con lágrimas de indignación, de agravio moral. Unos extraños habían entrado en su casa y habían matado a su madre ¡y lo acusaban a él de ello! ¡Increíble! ¡Su vida y la de su padre destrozadas, alteradas como si las hubiera atravesado un tornado! Derek lloraba con furia, abriéndose a Marina como si se hubiese rajado el pecho para exponer un corazón que palpitaba enfervorizado.
Momentos profundos y terribles que dejaban a Marina temblorosa durante horas.
Se dio cuenta, sin embargo, de que Derek nunca hablaba de Lucille Peck refiriéndose a ella como mi madre o mamá, sino únicamente como ella. Cuando le mencionó que había conocido a Lucille, años atrás en el colegio, el muchacho no pareció oírla. Había estado frunciendo el ceño, rascándose el cuello. Marina repitió suavemente:
—Lucille era una presencia sobresaliente en Finch. Una amiga querida.
Pero Derek parecía que seguía sin oír.
El hijo de Lucy Siddons, que prácticamente no se le parecía en nada. La mirada feroz, el rostro anguloso, la boca tallada con severidad. La sexualidad se desprendía de él como el cabello sin lavar, la camiseta sucia y los tejanos. Y Derek tampoco se parecía a Derek Peck, Sr., por lo que Marina podía ver.
En el anuario de Finch de 1970 había numerosas fotografías de Lucy Siddons y de otras chicas populares de la clase, las actividades bajo sus rostros sonrientes, numerosas, impresionantes; debajo de la única fotografía de Marina Dyer, la leyenda era breve. Había sido una estudiante sobresaliente, por supuesto, pero no había sido una chica popular a pesar de sus esfuerzos. Espero la hora propicia, se consolaba. Puedo esperar.
Y así fue, como en un cuento de hadas de recompensas y castigos.
Derek Peck recitó su historia rápida y distraídamente, su coartada, como la había recitado a las autoridades en numerosas ocasiones. Su voz parecía simulada por ordenador. Horas específicas, direcciones; nombres de amigos que «jurarían que estuve con ellos cada minuto»; el trayecto preciso que había recorrido en taxi, por Central Park, de camino a East End Avenue; la conmoción al descubrir «el cuerpo» al pie de las escaleras justo al salir del vestíbulo. Marina escuchaba fascinada. No quería pensar que aquélla fuera una historia inventada durante un colocón de cocaína, grabada de forma indeleble en el cerebro primario del muchacho. Inquebrantable. No conseguía acomodar detalles comprometidos, enumerados en el informe de los detectives que llevaban la investigación: los calcetines de Derek salpicados con la sangre de Lucille Peck y lanzados por la rampa de la ropa sucia; el montón de ropa interior en el suelo del lavabo de Derek, todavía húmedo a medianoche de la ducha que afirmaba haberse dado a las siete de la mañana pero que era más probable que se hubiera dado a las siete de la tarde, antes de aplicarse gel en el cabello y de vestirse al estilo punk del grupo Gap para una velada frenética en el centro con algunos de sus amigos seguidores de heavy metal. Todas las manchas de sangre de Lucille Peck en las mismísimas baldosas de la ducha de Derek, que no había visto, que no había limpiado. Y la llamada telefónica en el contestador de Lucille en la que explicaba que no iría a casa a cenar, que afirmaba haber hecho a eso de las cuatro de la tarde pero que probablemente había hecho después, puede que a las diez de la noche, desde una discoteca del SoHo.
Aquellas contradicciones, y otras, enfurecieron a Derek más que preocuparle, como si representaran fallos técnicos en la estructura del universo por los que a duras penas podía ser considerado responsable. Tenía la convicción infantil de que todo debía doblegarse a sus deseos, a su insistencia. Lo que creía cierto, ¿cómo no podía serlo? Claro está que, como sostenía Marina Dyer, era posible que el verdadero asesino de Lucille Peck hubiera manchado de sangre los calcetines de Derek deliberadamente y los hubiera tirado por la rampa de la ropa sucia para inculparlo; el asesino, o asesinos, habían pasado su tiempo duchándose en el baño de Derek y habían dejado tras de sí la ropa interior de éste húmeda y amontonada. Y no había prueba absoluta e inquebrantable de que el contestador automático siempre grabara las llamadas en el orden cronológico preciso en el que se recibían, no el cien por cien de las veces, ¿cómo podía probarse? (Había cinco llamadas en el contestador automático de Lucille correspondientes al día de su muerte, repartidas durante el día; la de Derek era la última.)
El ayudante del fiscal que procesaba la causa le acusaba de que el móvil de Derek Peck, Jr., para el asesinato de su madre era sencillo: el dinero. Evidentemente, su asignación mensual de quinientos dólares no bastaba para cubrir sus gastos. La señora Peck había cancelado la tarjeta Visa de su hijo en enero después de que acumulara un saldo negativo de más de seis mil dólares; los familiares informaron de la «tensión» entre madre e hijo; algunos de los compañeros de clase de Derek decían que corrían rumores de que estaba endeudado con traficantes de drogas y tenía terror a ser asesinado. Y Derek quería un Jeep Wrangler para su dieciocho cumpleaños, había contado a sus amigos. Al matar a su madre, podía esperar heredar hasta cuatro millones de dólares y una póliza de seguro de vida de cien mil dólares que lo nombraba como beneficiario, la espléndida casa unifamiliar de cuatro plantas en East End por un valor que alcanzaba dos millones y medio de dólares, la propiedad de East Hampton, valiosas posesiones. En los cinco días que pasaron entre la muerte de Lucille Peck y el arresto de Derek, había acumulados gastos de más de dos mil dólares; se había lanzado a un frenético derroche de dinero que después se atribuyó al dolor. Derek era a duras penas el estudiante modelo de preparatoria que afirmaba ser; había sido expulsado de la academia Mayhew durante dos semanas en enero por «comportamiento negativo» y era de conocimiento general que él y otro chico habían copiado en una serie de pruebas para determinar el cociente intelectual en noveno grado. A día de hoy suspendía todas sus asignaturas salvo una sobre estética posmodernista en la que películas y cómics de Superman, Batman, Drácula y Star Trek se deconstruían meticulosamente bajo la tutela de un profesor que había estudiado en Princeton. Había un club de Matemáticas a cuyas reuniones Derek había asistido de manera esporádica, pero no había estado presente la tarde en que falleció su madre.
¿Por qué iban a mentir sobre él sus compañeros de clase? Derek se sentía herido, agraviado. ¡Andy, su mejor amigo, se volvía en su contra!
Marina tuvo que admirar la respuesta de su joven cliente ante el informe irrefutable de los detectives: sencillamente lo negó. Sus ojos encendidos rebosaban lágrimas de inocencia, incredulidad. La fiscalía era el enemigo, y el argumento del enemigo era algo improvisado para echarle la culpa de un asesinato sin resolver porque era un niño, y vulnerable. Así que le iba el heavy metal, y había experimentado con alguna droga, como todo el mundo que conocía, por el amor de Dios. No había matado a su madre y no sabía quién lo había hecho.
Marina intentó ser imparcial, objetiva. Estaba segura de que nadie, incluido el mismo Derek, sabía lo que sentía por él. Su comportamiento siempre era profesional, y lo seguiría siendo. Y sin embargo, pensaba en él constante, obsesivamente; se había convertido en el centro emocional de su vida, como si de algún modo estuviera embarazada de él, su espíritu angustiado y furioso dentro de ella. ¡Ayúdeme! ¡Sálveme! Ella había olvidado las formas sutiles y sinuosas en las que había llevado su propio nombre a la atención del abogado de Derek Peck, Sr., y comenzó a creer que el mismo Derek, Jr., la había elegido. Era muy probable que Lucille le hubiera hablado de ella: su antigua compañera de clase y amiga íntima Marina Dyer, que ahora era una destacada abogada defensora. Y quizá hubiese visto su fotografía en algún lugar. Después de todo, era más que una coincidencia. ¡Ella lo sabía!
Presentaba sus solicitudes, entrevistaba a los familiares, vecinos, amigos de Lucille Peck; empezó a reunir un caso voluminoso con la ayuda de dos asistentes; disfrutaba con la emoción del próximo juicio por el que guiaría, como una guerrera, como Juana de Arco, a su cliente asediado. Iban a ser diseccionados en la prensa, iban a ser martirizados. Y sin embargo, iban a triunfar, estaba segura.
¿Era Derek culpable? Y si lo era, ¿de qué? Si realmente no recordaba sus acciones, ¿era culpable? Marina pensaba: Si lo pongo en el estrado de los testigos, si se presenta ante el juez como se presenta ante mí… ¿cómo podrían rechazarlo los miembros del jurado?
Habían pasado cinco semanas, seis semanas, ahora diez semanas desde la muerte de Lucille Peck y la muerte, como todas, se alejaba. Se había fijado para el comienzo del juicio una fecha a finales de verano y se cernía en el horizonte, burlona, tentadora como la noche de estreno de una obra de teatro que ya se estuviera ensayando. Marina había pronunciado una declaración de «no culpable» en nombre de su cliente, por supuesto, que se había negado a considerar cualquier otra opción. Como era inocente, no podía declararse culpable ante una acusación inferior, homicidio involuntario en primer o segundo grado, por ejemplo. En los círculos penales de Manhattan se creía que ir a juicio con esa causa era, para Marina Dyer, un error atroz, pero Marina se negaba a considerar cualquier otra alternativa; era tan firme como su cliente, no celebraría negociación alguna. Su principal defensa sería una refutación sistemática de los argumentos de la fiscalía, una negación en serie de las «pruebas»; reiteraciones apasionadas de la inocencia absoluta de Derek Peck, en las que, en el estrado de los testigos, él sería la principal estrella; una acusación de la torpeza y la incompetencia de la policía en su fracaso por encontrar al verdadero asesino o asesinos, que habían entrado a la fuerza en otras casas de la zona este de la ciudad; la esperanza de conseguir la compasión de los miembros del jurado. Ya que Marina había aprendido, mucho tiempo atrás, que la compasión de los miembros del jurado era un pozo muy, muy profundo. No te convenía llamar tontos a aquellos estadounidenses medios, pero eran extraña, casi mágicamente influenciables, en ocasiones susceptibles como si fueran niños. Eran, o desearían ser, «buenas» personas; decentes, generosas, compasivas, amables; no «condenatorias» ni «crueles». Buscaban motivos para no declarar culpables, sobre todo en Manhattan donde la reputación de la policía era turbia, y un buen abogado defensor proporcionaba esos motivos. Sobre todo, no querrían declarar culpable de un cargo de asesinato en segundo grado a un chico joven, atractivo y ahora huérfano de madre como Derek Peck, Jr.
Los miembros del jurado se confunden fácilmente, y la genialidad de Marina Dyer consistía en sacar partido de esa confusión. Ya que querer ser «buenos», desafiando a la justicia, es una de las mayores debilidades de la humanidad.
—Eh, no me cree, ¿verdad?
Hizo una pausa en su recorrido compulsivo de la oficina, con un cigarrillo encendido entre sus dedos. La contemplaba con recelo.
Marina alzó la mirada sorprendida y vio a Derek cerniéndose bastante cerca detrás de su escritorio, despidiendo su cálido olor a cítricos y acetileno. Ella estaba tomando notas aunque había una grabadora en funcionamiento.
—Derek, no importa lo que yo crea. Como tu abogada, hablo en tu nombre. Legalmente, tu mejor…
—¡No! Tiene que creerme —exclamó Derek malhumorado—. Yo no la maté.
Fue un momento incómodo, un momento de tensión exquisita en el que había numerosas posibilidades narrativas. Marina Dyer y el hijo de su vieja amiga Lucy Siddons, ahora fallecida, se encerraron en la oficina de Marina a última hora de una tarde oscura y tormentosa; con sólo una grabadora como testigo. Marina tenía motivos para saber que el muchacho había estado bebiendo aquellos días interminables antes de su juicio; vivía en la casa unifamiliar, con su padre, bajo fianza pero no «libre». Le había permitido saber que estaba limpio de toda droga, totalmente. Estaba siguiendo sus consejos, sus instrucciones. Pero ¿le creía?
Marina dijo, de nuevo con cuidado, mirando a los ojos fijos del muchacho:
—Claro que te creo, Derek —como si fuera lo más natural del mundo, y hubiese sido un iluso al dudarlo—. Ahora, siéntate, por favor, y prosigamos. Me estabas hablando del divorcio de tus padres…
—Porque si no me cree —dijo Derek, moviendo hacia fuera su labio inferior, que aparecía rojo y carnoso como un tomate pelado—, encontraré a un puto abogado que lo haga.
—Sí, pero yo te creo. Ahora siéntate, por favor.
—¿De veras? ¿Me cree?
—Derek, ¡qué he estado diciendo! Ahora siéntate.
El muchacho se erguía amenazante junto a ella, la miraba fijamente. Por un momento, su expresión demostró temor. Entonces regresó a tientas hacia su silla. Su rostro joven y corroído estaba sonrojado y la contemplaba absorto, con ojos verdosos y ámbar oscuro, con anhelo, con adoración.
¡No me toques! Marina susurraba entre sueños, llena de emoción. No podría soportarlo.
Marina Dyer. Los extraños la miraban en lugares públicos. Susurraban y la señalaban. Su nombre y ahora su rostro se habían vuelto tolerados por los medios, simbólicos. En los restaurantes, en los vestíbulos de los hoteles, en las reuniones profesionales. En el ballet de la ciudad de Nueva York, por ejemplo, al que Marina fue con una amiga… ya que era la representación de esa compañía de ballet a la que Lucille Peck iba a asistir la noche de su muerte. ¿Es ésa la abogada? ¿La que…? ¿El muchacho que mató a su madre con el palo de golf… Peck?
Se estaban haciendo famosos juntos.
Su nombre en la calle, su nombre en las discotecas del centro, Fez, Duke’s, Mandible, era «Supermoco». Al principio le había molestado, pero después decidió que era cariñoso, no burlón. Un chico blanco y guapo de la zona alta que tenía que pagar su derecho. Tenía que comprarse el respeto, la autoridad. Era un grupo duro, costaba un puto montón de dinero impresionarlos, dinero, y más que dinero. Cierta actitud. Se reían de él, ¡Eh, Supermoco! Un tipo pasado de vueltas. Pero ahora estaban impresionados. ¿Se había cargado a su vieja? ¡No me jodas! ¡Ese Supermoco, tronco! Un tío pasado de vueltas.
Nunca lo habría pensado. Ni de mamá, que no estaba en casa como si se hubiera ido de viaje. Salvo que no llamaba a casa, no preguntaba por él. Se había acabado el decepcionar a mamá.
Nunca soñó con ningún tipo de violencia, eso no le iba. Creía en la pasividad. Aquel gran líder indio, un santo. Gandy. Enseñaba la ética de la pasividad, triunfó sobre los racistas enemigos británicos. Pero la película era demasiado larga.
No dormía por la noche sino a horas extrañas durante el día. Por la noche, veía la televisión, jugaba con el ordenador, «Myst», su favorito, podía perderse en él durante horas. Evitaba los juegos violentos, su estómago seguía revuelto. Evitaba el grupo de cálculo, incluso pensar en él: la traición. Como él no se había graduado, la clase del 95 había pasado de curso sin él, los hijos de puta. Sus amigos nunca estaban en casa cuando llamaba. Incluso las chicas que habían estado locas por él, nunca en casa. Jamás le devolvían la llamada. A él, ¡Derek Peck! Supermooooco. Era como si le hubieran insertado un microchip en el cerebro, tenía unas reacciones patológicas. Era incapaz de dormir durante cuarenta y ocho horas, por poner un ejemplo. Y luego se quedaba dormido como un tronco, como si estuviera muerto. Después se despertaba muchas horas más tarde, con la boca seca y el corazón martilleante, tumbado de lado en su cama revuelta, la cabeza sobre el borde y unas botas militares Doc Martens en los pies que agita como loco, como si alguien o algo lo sostuviera por los tobillos y él sujetara con ambas manos una caña invisible, o un bate de béisbol, o una porra, meneándola en sueños, y sus músculos moviéndose nerviosamente con espasmos, y las venas hinchadas en la cabeza a punto de estallar. ¡Meneándola, meneándola, meneándola!, y se corre en los pantalones, en sus calzoncillos de jockey de Calvin Klein.
Cuando salía llevaba gafas muy, muy oscuras incluso de noche. Su largo cabello con una coletita y en la cabeza una gorra de los Mets al revés. Iba a cortarse el pelo para el juicio, pero todavía no, ¿no era eso como… ceder, rendirse…? En la pizzería del barrio, en un lugar de la Segunda Avenida al que se había escabullido solo, firmando servilletas para unas chicas que reían tontamente, en una ocasión para un padre y su hijo de unos ocho años, en otra ocasión a dos mujeres de cuarenta y tantos años o cincuenta y pico, como si fuera el Hijo de Sam, claro, ¡vale!, firmando Derek Peck, Jr., y escribiendo la fecha. Su firma, un extraño garabato en tinta roja. «¡Gracias!», y saben que le observan al alejarse, contentísimos. Su único contacto con la fama.
Su viejo y sobre todo su abogada pondrían el grito en el cielo si lo supieran pero no tenían por qué saber nada. Estaba en libertad bajo la puta fianza, ¿verdad?
Durante el período inmediatamente posterior a una aventura sentimental que vivió con treinta y pocos años, la última aventura de ese tipo en su vida, Marina Dyer había hecho un agotador viaje «ecológico» a las islas Galápagos; uno de esos viajes desesperados que hacemos en momentos cruciales de nuestras vidas, pensando que la experiencia cauterizará la herida emocional, hará de su miseria misma algo trivial, sin importancia. El viaje resultó realmente agotador y cauterizante. Allí, en las islas Galápagos de infausta memoria, en el extenso océano Pacífico al oeste de Ecuador y apenas a dieciséis kilómetros al sur del ecuador, Marina llegó a ciertas conclusiones vitales. En primer lugar, había decidido no suicidarse. Porque, ¿para qué suicidarse cuando la naturaleza está tan deseosa de hacerlo por ti y engullirte? Las islas rodeadas de rocas, azotadas por las tormentas, áridas. Habitadas por reptiles, tortugas gigantes. Había poca vegetación. Las aves marinas chillaban como almas malditas pero no era posible creer en «almas» allí. «Tierras así sólo pueden existir en un mundo caído», escribió Herman Melville de las Galápagos, a las que también denominó Islas Encantadas.
Cuando regresó de la semana que duró su viaje al infierno, como lo llamaba con cariño, se observó que Marina Dyer se dedicaba con mayor pasión que nunca, con mayor firmeza, a su profesión. La abogacía sería su vida, y tenía intención de hacer de su vida un éxito cuantificable e inequívoco. La «vida» no dedicada a la ley sería intrascendente. Claro está que la ley era sólo un juego: tenía muy poco que ver con la justicia o la moral, el «bien» o el «mal», con el sentido «común». Pero la ley era el único juego al que ella, Marina Dyer, podía jugar en serio. El único juego al que, de vez en cuando, Marina Dyer podría ganar.
Marina tenía un cuñado a quien nunca había caído bien pero que, hasta ahora, había sido cordial, respetuoso. La miraba fijamente como si no la hubiera visto hasta entonces.
—¿Cómo demonios puedes defender a ese pequeño rufián despiadado? ¿Cómo te justificas moralmente? Por el amor de Dios, ¡mató a su madre!
Marina sintió la sorpresa de aquella agresión inesperada como si la hubiesen golpeado en el rostro. Otras personas que había en la sala, incluida su hermana, se quedaron mirando, horrorizadas. Marina dijo con cuidado, intentando controlar su voz:
—Pero, Ben, no creerás que sólo los obviamente inocentes merecen asesoría legal, ¿verdad? —era una respuesta que había dado en numerosas ocasiones a preguntas de ese tipo; la respuesta que todos los abogados dan, de forma razonable, convincente.
—Claro que no. Pero la gente como tú va demasiado lejos.
—¿«Demasiado lejos»? ¿«Gente como yo»?
—Sabes a qué me refiero. No te hagas la tonta.
—Pero no lo sé. No sé a qué te refieres.
Su cuñado era un hombre cortés por naturaleza, al margen de la firmeza de sus opiniones. Y sin embargo, con cuánta brusquedad se había apartado de Marina, con un gesto despectivo. Marina exclamó tras él, afligida:
—Ben, no sé a qué te refieres. Derek es inocente, estoy segura. La causa en su contra es meramente circunstancial. Los medios… —su voz suplicante se apagó; él había salido de la habitación.
¿Marina? No llores.
No lo dicen en serio, Marina. No te pongas triste, ¡por favor!
Escondida en el lavabo de los vestuarios después de la humillación en la clase de Gimnasia. Cuántas veces. Ni siquiera Lucy, una de las capitanas de equipo, la quería: era obvio. Marina Dyer y el resto de opciones dejadas para el final, una o dos chicas gordas, chicas miopes, chicas asmáticas, patosas y sin coordinación divididas entre risas entre el equipo rojo y el dorado. Después la pesadilla del juego mismo. Intentando evitar ser golpeada por las tremendas patas, los cuerpos al estrellarse. Gritos, risas penetrantes. Agitando los brazos débiles, los muslos musculosos. ¡Qué duro era el suelo reluciente al caer! Las chicas gigantescas (Lucy Siddons entre ellas, mirando fijamente, con fiereza) la atropellaban si no se apartaba; para ellas no existía. De forma absurda, la profesora de Gimnasia nombró a Marina «defensa». «Debes jugar, Marina. Debes intentarlo. No seas tonta. Es sólo un juego. Son sólo juegos. ¡Sal con tu equipo!» Pero si le lanzaban la pelota directamente, la golpeaba en el pecho y rebotaba de sus manos hasta las de otra jugadora. Si la pelota despegaba hacia su cabeza, era incapaz de agacharse y se quedaba de pie estúpidamente indefensa, paralizada. Sus gafas salían volando. Su grito como el de un niño, ridículo. Todo ello era ridículo. Y sin embargo, era su vida.
Lucy, de buen corazón, arrepentida, fue a buscarla a donde se había escondido, en un compartimento cerrado del lavabo, sollozando con furia, un pañuelo de papel manchado de sangre y presionado contra la nariz. «¿Marina? No llores. No lo dicen en serio, les caes bien, vuelve, ¿qué ocurre?» A Lucy Siddons, de buen corazón, era a quien más odiaba.
La tarde del viernes anterior al lunes en que iba a comenzar su juicio, Derek Peck, Jr., se vino abajo en la oficina de Marina Dyer.
Marina sabía que había algún problema; el muchacho apestaba a alcohol. Había venido con su padre, pero le había pedido que esperara fuera; insistió en que la ayudante de Marina saliera de la sala.
Empezó a llorar y a balbucear. Para sorpresa de Marina, se puso de rodillas repentinamente en la alfombra de color granate, y comenzó a golpearse la frente contra el borde cubierto de vidrio de su escritorio. Reía, lloraba. Con una voz angustiada y entrecortada decía cuánto sentía haber olvidado el último cumpleaños de su madre, no sabía que sería el último y qué dolida estaba, como si lo hubiera olvidado sólo para hacerle daño y no era cierto, por el amor de Dios, ¡la quería!, ¡la única persona en el puto universo que la quería! Y después, el Día de Acción de Gracias aquella escena disparatada: se había peleado con sus familiares, así que sólo estaban él y ella para Acción de Gracias e insistió en preparar la cena de Acción de Gracias completa sólo para dos personas y él dijo que era una locura pero ella insistió, no había forma de detenerla una vez había tomado una decisión y sabía que iba a haber un problema, aquella mañana en la cocina ella había empezado a beber temprano y él estaba en su habitación fumando marihuana con el Walkman encendido sabiendo que no había escapatoria. Y no fue ni siquiera un pavo lo que horneó para los dos, necesitabas al menos un pavo de diez kilos, ya que si no la carne quedaba seca, según ella, así que compró dos patos, sí, dos patos muertos de una tienda de aves de caza en Lexington y la 66 y aquello podría haber estado bien, pero ella estaba bebiendo vino tinto y riendo histérica y hablando por teléfono mientras preparaba el relleno muy elaborado que hacía cada año, arroz silvestre y champiñones, aceitunas, y además boniatos, salsa de ciruelas, pan de maíz y pudín de chocolate y tapioca que supuestamente era uno de sus postres favoritos cuando era niño pero que con sólo olerlo le daban ganas de vomitar. Él se mantuvo alejado en el piso de arriba hasta que por fin ella lo llamó a eso de las cuatro de la tarde, y él bajó sabiendo que iba a ser un verdadero rollo pero sin saber cuánto, ella se tambaleaba borracha y tenía los ojos manchados y cenaron en el comedor con la lámpara de araña encendida, el lujoso mantel irlandés y la vieja vajilla y la cubertería de plata de la abuela e insistió en que él trinchara los patos, intentó evitarlo pero no pudo y ¡Dios mío!, ¡qué pasa! Empujó el cuchillo en la pechuga del pato y ¡le salió un chorro de sangre!, y había un enorme coágulo de sangre pegajosa dentro, así que soltó el cuchillo y salió corriendo de la sala con arcadas, había flipado por completo en medio de su colocón y no pudo soportarlo y salió corriendo a la calle y casi le atropella un coche y ella salió gritando tras él: «Derek, ¡vuelve! Derek, ¡vuelve, no me dejes!», pero él se largó de allí y no volvió en día y medio. E incluso después de aquello, ella siguió bebiendo y diciéndole cosas raras como si fuera su bebé, había sentido cómo él le daba patadas y temblaba en su vientre, bajo su corazón, ella había hablado con él en su vientre durante meses antes de que naciera, se tumbaba en la cama y le acariciaba la cabeza, a través de su piel, y ella decía que hablaban, era lo más cerca que se había sentido de un ser vivo y él se sentía incómodo sin saber qué decir salvo que no lo recordaba, fue hace tanto tiempo, y ella dijo sí, ah, sí, lo recuerdas en tu corazón, sigues siendo mi bebé, lo recuerdas, y él se estaba enfadando diciendo joder, no: no se acordaba de nada. Y empezó a comprender que sólo había una forma de hacer que dejara de quererlo, pero él no quería, preguntó si podía trasladarse de colegio a Boston o a algún lugar para vivir con su padre pero ella se volvió loca, no no no, no se iba, ella no lo permitiría nunca, intentó abrazarlo, abrazarlo y besarlo así que él tuvo que cerrar su puerta con llave y prácticamente protegerla con barricadas y ella le esperaba medio desnuda saliendo de su lavabo mientras fingía que había estado dándose una ducha y lo agarró y finalmente aquella noche debió de flipar, algo se rompió en su cabeza y fue a buscar el hierro dos, ella no tuvo tiempo ni de gritar, ocurrió tan rápido y con tanta compasión, se acercó rápido por detrás así que ella no lo vio exactamente.
—Era la única forma de hacer que ella dejara de quererme.
Marina contemplaba absorta el rostro agraviado del muchacho manchado por las lágrimas. El moco le goteaba de forma alarmante de la nariz. ¿Y qué había dicho? Había dicho… ¿qué?
Y sin embargo, una parte de la mente de Marina permanecía imparcial, calculadora. Estaba estupefacta por la confesión de Derek, pero ¿estaba sorprendida? Los abogados nunca se sorprenden.
Ella dijo rápidamente:
—Tu madre, Lucille, era una mujer fuerte, dominante. Lo sé, la conocí. De niña, hace veinticinco años, entraba en una sala y consumía todo el oxígeno. ¡Entraba a toda prisa en una habitación y era como si el viento hubiera abierto todas las ventanas de par en par! —a duras penas sabía lo que decía, sólo que las palabras se precipitaban desde su ser; un resplandor jugueteaba en su rostro como una llama—. Lucille era una presencia asfixiante en tu vida. No era una madre normal. Lo que me has contado confirma mis sospechas. He visto otras víctimas de incesto psicológico, ¡sé de qué estoy hablando! Te hipnotizó, luchabas por tu vida. Defendías tu propia vida.
Derek permanecía arrodillado sobre la moqueta, mirando a Marina con gesto ausente. Se habían formado pequeñas gotitas de sangre en su frente sonrojada, su cabello grasiento y serpentino le caía sobre los ojos. Toda su energía se había agotado. A ojos de Marina parecía un animal que oye, no las palabras de su dueña, sino los sonidos; el consuelo de ciertas cadencias, de ciertos ritmos. Marina decía con tono de urgencia:
—Aquella noche perdiste el control. Lo que fuera que ocurrió, Derek, no lo hiciste tú. Tú eres la víctima. ¡Ella te precipitó a hacerlo! También tu padre abrogó su responsabilidad contigo, te dejó con ella, sólo con ella, a los trece años. ¡Trece años! Eso es lo que has estado negando todos estos meses. Ése es el secreto que no has reconocido. No tenías ideas propias, ¿verdad?, ¿durante años? Tus pensamientos eran de ella, con su voz.
Derek asintió mudo. Marina había tomado un pañuelo de papel de la caja de cuero bruñido que se encontraba sobre su escritorio y le limpió la cara con ternura. Él alzó su rostro al de ella y cerró los ojos. Como si aquella repentina proximidad, aquella intimidad, no fuera nueva para ellos sino familiar de algún modo. Marina vio al muchacho en la sala del tribunal, su Derek, transformado: el rostro recién lavado y el cabello meticulosamente cortado, rebosante de salud; la cabeza erguida, sin astucia ni subterfugio. Era la única forma de conseguir que dejara de quererme. Se había puesto una americana azul marino con el elegante y discreto monograma de la academia Mayhew. Una camisa blanca, la corbata de rayas azules. Las manos juntas en actitud de calma budista. Un chico inmaduro para su edad. Emotivo, susceptible. No culpable por demencia transitoria. Era una visión trascendente y Marina sabía que iba a darse cuenta y que todo el que contemplara a Derek Peck, Jr., y le oyera testificar se daría cuenta de ello.
Derek se inclinó hacia Marina, que se agachó sobre él; había escondido su rostro húmedo y acalorado contra sus piernas mientras ella lo abrazaba, lo consolaba. Qué calor animal maloliente despedía, qué terror animal, qué apremio. Sollozaba, al tiempo que hablaba sin parar de manera incoherente:
—¿… salvarme? ¿No va a dejar que me hagan daño? ¿Tendría inmunidad si confieso? Si cuento lo que ocurrió, si digo la verdad…
Marina lo abrazó, sus dedos en la nuca de él.
—Claro que voy a salvarte, Derek —respondió—. Por eso has venido a mí.

  • Joyce Carol Oates
    Oates, Joyce Carol

    Joyce Carol Oates (Lockport, New York, 1938) es una novelista, cuentista, autora teatral, editora y crítica estadounidense. Desde 1978 es profesora de escritura creativa en la Universidad de Princeton (Nueva Jersey). También ha firmado con los pseudónimos de Rosamond Smith y Lauren Kelly.

    Oates nació creció en el campo, en una granja, asistiendo a la misma pequeña escuela que lo había hecho su madre. Empezó a escribir con una máquina de escribir regalo de su abuela, a los catorce años. Pronto se destacó en los estudios y trabajó en el periódico de su instituto, el Williamsville High School obteniendo una beca para la Universidad de Syracuse. Allí, a los diecinueve años, ganó su primer galardón literario en un concurso patrocinado por la revista Mademoiselle. Tras graduarse en 1960, obtuvo un posgrado en la Universidad de Wisconsin-Madison, en 1961.

    Enseñó en la Universidad de Detroit y logró publicar su primera novela, With Shuddering Fall. Su novela them (sic) recibió el National Book Award en 1970. En ese momento Oates empezó a enseñar en la Universidad de Windsor (Windsor, Ontario, Canadá), donde permaneció hasta 1978. Desde entonces ha publicado un promedio de dos libros por año, la mayoría novelas. Sus temas son variados: la pobreza rural, los abusos sexuales, las tensiones de clase, el afán de poder, la niñez y la adolescencia femeninas, y el terror sobrenatural. La violencia es una constante en su obra, hasta el punto que la movió a escribir el ensayo: Why Is Your Writing So Violent? Es muy apreciado su ensayo sobre el deporte del boxeo, On Boxing.

     

    Obra (a la que no se puede acusar de exigua):

    Novelas:

    • With Shuddering Fall (1964)
    • Un jardín de placeres terrenales (A Garden of Earthly Delights, 1967)
    • Gente adinerada (Expensive People, 1968).
    • Ellos (them, 1969)
    • Wonderland (1971)
    • Do with Me What You Will (1973)
    • The Assassins: A Book of Hours (1975)
    • Childwold (1976)
    • Son of the Morning (1978)
    • Cybele (1979)
    • Unholy Loves (1979)
    • Bellefleur (Bellefleur, 1980)
    • Ángel de luz (Angel of Light, 1981)
    • Las hermanas Zinn (A Bloodsmoor Romance, 1982)
    • Mysteries of Winterthurn (1984)
    • Solsticio (Solstice, 1985)
    • Marya (Marya: A Life, 1986)
    • You Must Remember This (1987)
    • Lives of the Twins (1987), titulada Kindred Passions en Reino Unido (como Rosamond Smith).
    • American Appetites (1989)
    • Soul/Mate (1989) (como Rosamond Smith)
    • Because It Is Bitter, and Because It Is My Heart (1990)
    • Nemesis (1990) (como Rosamond Smith)
    • Snake Eyes (1992) (como Rosamond Smith)
    • Puro fuego: Confesiones de una banda de chicas (Foxfire: Confessions of a Girl Gang, 1993)
    • What I Lived For (1994)
    • You Can't Catch Me (1995) (como Rosamond Smith)
    • Qué fue de los Mulvaney (We Were the Mulvaneys, 1996)
    • Double Delight (1997) (como Rosamond Smith)
    • Man Crazy (1997)
    • My Heart Laid Bare (1998)
    • Starr Bright Will Be With you Soon (1999) (como Rosamond Smith)
    • Broke Heart Blues (1999)
    • Blonde (Blonde, 2000)
    • The Barrens (2001) (como Rosamond Smith)
    • A media luz (Middle Age: A Romance, 2001)
    • I'll Take You There (2002)
    • The Tattooed Girl (2003)
    • Take Me, Take Me With You (2003) (como Lauren Kelly)
    • Niágara (The Falls, 2004)
    • The Stolen Heart (2005) (como Lauren Kelly)
    • Mamá (Missing Mom, 2005)
    • Blood Mask (2006) (como Lauren Kelly)
    • Black Girl/White Girl (2006)
    • La hija del sepulturero (The Gravedigger's Daughter, 2007)
    • Hermana mía, mi amor (My Sister, My Love, 2008)
    • Ave del paraíso (Little Bird of Heaven, 2009)
    • Mujer de barro (Mudwoman, 2012)
    • Daddy Love (2013)
    • The Accursed (2013)
    • Carthage (Carthage, 2014)
    • The Sacrifice (2015)
    • Jack of Spades (2015)

    Teatro:

    • The Triumph of the Spider Monkey (1976)
    • I Lock My Door Upon Myself (1990)
    • The Rise of Life on Earth (1991)
    • Agua negra (Black Water, 1992)
    • Zombi (Zombie, 1995)
    • El primer amor (First Love: A Gothic Tale, 1996)
    • Bestias (Beasts, 2002)
    • Violación: una historia de amor (Rape: A Love Story, 2003)
    • Una hermosa doncella (A Fair Maiden, 2010)
    • Patricide (2012)
    • The Rescuer (2012)
    • Evil Eye: Four Novellas of Love Gone Wrong (2013)

    Ensayos:

    • The Edge of Impossibility: Tragic Forms in Literature (1972)
    • The Hostile Sun: The Poetry of D.H. Lawrence (1973)
    • New Heaven, New Earth: The Visionary Experience in Literature (1974)
    • Contraries: Essays (1981)
    • The Profane Art: Essays & Reviews (1983)
    • Del boxeo (On Boxing, 1987)
    • (Woman) Writer: Occasions and Opportunities (1988)
    • George Bellows: American Artist (1995)
    • Where I've Been, And Where I'm Going: Essays, Reviews, and Prose (1999)
    • The Faith of A Writer: Life, Craft, Art (2003), artículos y entrevistas.
    • Uncensored: Views & (Re) views (2005), ensayos de literatura
    • The Journal of Joyce Carol Oates: 1973-1982 (2007)
    • In Rough Country: Essays and Reviews (2010)
    • Memorias de una viuda (A Widow's Story: A Memoir, 2011)

    Libros para jóvenes:

    • Como bola de nieve (Big Mouth & Ugly Girl, 2002)
    • Pequeñas Avalanchas y La vida después del colegio y otras historias (Small Avalanches and Other Stories, 2003)
    • Monstruo de ojos verdes (Freaky Green Eyes, 2003)
    • Sexy (Sexy, 2005)
    • After the Wreck, I Picked Myself Up, Spread My Wings, and Flew Away (2006)
    • Two or Three Things I Forgot to Tell You (2012)

    Libros para niños:

    • Come Meet Muffin! (1998)
    • Where Is Little Reynard? (2003)
    • Naughty Chérie! (2008)