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Año 10 #118 Agosto 2024

Tres cuentos cortos de Bosch

Ha dicho Sergio Ramírez sobre Juan Bosch: Su prosa, precisa y brillante, y su dominio de las reglas del relato corto, revelan a Bosch como el escritor de garra que convierte al Cibao, el territorio campesino por excelencia de su país, en su propia comarca literaria, llena de magia y de fulgor. En Bosch, la modernidad se coloca como el eje de una herencia transformadora que va desde el realismo vernáculo hasta el realismo mágico, pasando por un amplio abanico de aventuras imaginativas. Un maestro del oficio, que anuncia en su propia obra la de otros escritores por venir.

 

La mujer

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba, crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro, sin duda, estropeado por auto.
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes que hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
—¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!
—Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó —quería ella explicar.
—¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá; no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía a la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara.
—¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero casi toda la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.
Chepe entró por el patio.
—¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarla ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía brillar la luz en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos, embutidos en el acero.


Dos pesos de agua

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice: —Déle ese rial fuerte a las Ánimas pa’ que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
—Y no se ve ni an señal de nube —comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que viva en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.
—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.
La vieja comenta:
—Pa’ lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lamas y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales. Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas.
Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higüera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa; sembraba maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encargaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba al nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado del corazón.
—Pa’ ti trabajo, muchacho —le decía—. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles, oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higüera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.
Con temblores en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higüera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo, se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo: —Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
—Prendiendo velas a las Ánimas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en los tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo.
—Esta noche sí llueve, Remigia —aseguraban los hombres que cruzaban.
—¡Por fin! Va a ser hoy —decía una mujer.
—Ya está casi cayendo —confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las Ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancia de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
—Se acaba esto, Remigia. Se acaba —lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
—Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
—Tenga; préndale esto de velas a las Ánimas en mi nombre —recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
— Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
—Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó: —Mama, uno de los puerquitos parece muerto. Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higüera; pero había que seguir sacrificando algo para que las Ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.
El éxodo continuaba. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.
—¡Ánimas del Purgatorio! —clamaba de rodillas—. ¡Ánimas del Purgatorio!, nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días después el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.
—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —decía.
—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —repetía.
Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando: ¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
¡Trae el agua y quita el sol,
San Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.
Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe; pasaron otros y otros. Ella les dio a todos para velas. Pasaron los últimos, gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para velas.
Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar; y los jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higüera, y el conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.
En su rincón del Purgatorio, las Ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo: —¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
—¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
—¿Por qué no se le ha atendido como es costumbre?
—¡Hay que atenderla! —rugió una de ojos impetuosos.
—¡Hay que atenderla! —gritaron las otras.
Se corrían la voz, se repetían el mandato:
—¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aún a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
—¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! —rugían.
Y todas las Ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos de agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, radiosa.
—¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! —gritaba a voz en cuello.
—¡Lloviendo, lloviendo! —clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo—. ¡Yo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
—¡Bebe muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!
Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.
Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
—Ahora —se decía—, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con qué comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y de los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos de dorado maíz, de frijoles sangrientos, de batatas henchidas. El sueño le tomaba pesada la cabeza y afuera seguía bramando la lluvia incansable.
Pasó una semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos.
Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
—¡Ey, don! —llamó Remigia.
El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
—Bájese pa’ que se caliente —invitó ella.
La montura quedó a la intemperie.
—El cielo se ‘ta cayendo en agua —explicó él al rato—. Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y me diba pa’ las lomas.
—¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.
—Vea —se extendió el visitante—, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ‘ta lloviendo duro en las cabezadas.
—Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
—La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso —y señaló lo que él había dejado a la puerta— ‘ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.
El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.
Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.
—Dispués es peor, doña. Van esos ríos y se botan…
Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.
El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real formaba un río torrentoso.
—¿Será una nieja? —se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre rehuyendo las goteras.
A media noche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas.
Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío. Entonces Remigia se lanzó del catre, como loca, y corrió a la puerta.
¡Qué noche, Dios; qué noche horrible! Llegaba el agua en golpes; llegaba y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.
Remigia sintió miedo.
—¡Virgen Santísima! —clamó—. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las Ánimas, que allá arriba gritaban: —¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!
Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adonde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando: —¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Se llevaba el viento su voz, y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
—¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le amarraban la cabeza. Pensó: —En cuanto esto pase siembro batata.
Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
—¡Virgen Santísima!
Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos.
Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las Ánimas gritaban, enloquecidas: —¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!


La verdad

Nadie se explica por qué el matador de Quique Blanco ha rechazado las proposiciones que se le han hecho; por qué se niega a que lo retraten. Un periodista dijo que era muy humilde, y se cuenta que se avergonzó cuando quisieron hacerle un regalo digno de su hazaña. Ayer oí contar otra vez la historia. Refiere que el muchacho —un jipato de las vueltas de Moca— aprovechó un corto sueño de Quique, le arrebató el revólver y le destrozó la cabeza. Hay quien asegura que entre las víctimas de Quique figuró el padre de su matador, que éste sólo quiso vengarse y que por eso rechaza la notoriedad que le ha dado el suceso.
Yo aseguro que no hay tal cosa. La verdad, la absoluta verdad de los hechos la tiene una sola persona. Soy yo. Ahora la voy a hacer pública, y desafío a que alguien pretenda desmentirme.
Bajando de las vueltas de Villa Trina echaba mi caballo por veredas ahogadas entre matorrales. Eso ocurría en el mes de enero. Buscaba a don Aspasio Guzmán, a quien conocí en la Capital y de quien tuve promesas de un contrato para medir sus propiedades. Él mismo me dijo que sus terrenos empezaban en el llano y que eran tantos que algunos de sus potreros trasponían las estribaciones primeras de la Cordillera y caían por las vueltas de Conuco. Confieso que me entusiasmé. Lo que me estaba haciendo falta era un cliente de esa naturaleza, y aunque estábamos un poco tragueados sentí que el hombre hablaba verdad. Él bebía escandalosamente. Era ancho y alto, con un vozarrón insufrible. Tomó más de la cuenta y se puso necio. Manoteaba como un energúmeno, increpaba a los sirvientes y se pelaba la garganta gritando vivas al gobierno. Estábamos en un sitio alegre. Don Aspasio llamó a una muchacha y ella no le hizo caso; eso le enfureció y se levantó con evidentes intenciones de pegarle. Al tiempo de querer andar dio algunos traspiés y cayó de bruces. Se quejó un poco; lanzó palabrotas inaudibles. Nadie le hacía caso, ni él me lo hacía a mí, que lo removía invitándole a levantarse. Cuando me iba de allí, poco después, don Aspasio roncaba como un cerdo.
¡Lo que anduve tras el hombre al día siguiente! No dejé hotel en que no le buscara. Lo describía minuciosamente; me refería sobre todo a su enorme leontina de oro macizo y al anillo que llevaba en la mano izquierda, que debía pesar media onza. Nadie me dio noticia de don Aspasio; y como yo no estaba en condiciones de perder un cliente, aunque no tuviera el aspecto de campesino rico que tenía aquél, resolví irme a Moca y averiguar dónde vivía. Total, gastaría seis o siete pesos. Con ellos no podía ser más pobre, y sin ellos no podía ser menos rico.
Me encaminaron hacia Villa Trina. De allá bajaba aquella tarde plácida. Con el fresco de la hora parecía animarse mi montura. Como coloreada por un humo vago, mecida por una brisa acariciante, la tarde disipaba mis preocupaciones y me infundía cierta paz. Hasta a silbar me puse. A trechos elevaba la cara. Un poco ahora, otro a seguidas, el cielo se me iba mostrando por entre las ramas oscuras del monte.
La noche empezaba ya a soldar los perfiles, a igualar los relieves y los colores. Avivaba el paso mi caballo, y fuera del vago rumor que surge de los bosques que se adormecen, todo era tranquilidad en los alrededores. De pronto, pegado a mí, tan rápido que apenas pude apreciar de dónde salía, un hombre sujetó el freno de la montura al tiempo que mirándome fijamente decía:
—Déme una candelita, amigo.
Conteniendo mis nervios estudié velozmente al intruso; después metí mano en el bolsillo y vi cómo sus ojos siguieron el movimiento de esa mano. Parecía receloso. Era negro y tenía aspecto miserable. Vestía camisa color indefinible, hecha trizas; sin botones. Llevaba un macuto grande bajo el brazo. Cuando le tendí los fósforos se destocó y sacó del fondo de la gorra el cachimbo. Al encender le vi una escasa barba —muy pocos pelos cortos— y una cicatriz en la mejilla derecha. Era feo e impresionante. Sin soltar el freno miró a todos lados, como persona perseguida.
—Como que viene de lejos —susurró.
La verdad es que yo deseaba que aquel hombre me diera oportunidad de entrar en confianza con él. Me tenía como hechizado, quizá por su imprevista aparición. Así, cuando me habló le respondí en seguida.
—¿De Villa Trina? —pareció dudar—. Pero cristiano… ¿y pa’ qué no cogió el camino del pueblo?
—Es que no soy práctico por aquí —expliqué—. Ando buscando a un hombre.
—¿Cómo se llama? —me interrumpió.
—Don Aspasio; don Aspasio Guzmán. Tiene unas tierras…
—Sí; pero él vive pa’ los laos de la Rosa. Eso es por Hincha, amigo.
—¿Está seguro? Hace dos días que ando averiguando.
Estaba pensando que me ayudaba el destino, que aquel hombre había sido puesto allí para que me dijera eso, nada más. Pero hubo un ruido en el monte, como de pasos, como de carreras. Rápido, el hombre se tiró tras las patas de mi caballo.
—¡Cállese! ¡Cállese! —ordenó en un soplo.
Sentí la amenaza de su voz. Era impresionante y baja. Esperé. Nada. El silencio había tornado. Poco a poco él se fue irguiendo, rodándose tras mi montura, vigilante siempre. Nada. Durante medio minuto sus ojos siniestros estuvieron hurgando en la noche naciente, y pareció intranquilo.
—¿Usté ha topao gente? —preguntó en voz leve.
—No. Dejé atrás un hombre, hará como dos horas.
Tornó a mirarme con fijeza. Parecía no confiar en mí.
—¿Un hombre? ¿Cómo andaba vestido?
—Con pantalón de fuerte azul. Venía a pie —dije.
—Ah…
Juraría que se le entristecieron los ojos. Despegó la mano del caballo.
—Bueno, amigo… —empezó— yo me voy; tengo mucho que andar. ¿Usté no tendrá algo pa’l camino?
—Cómo no; por aquí debe aparecer algo. Un momento.
En el fondo del bolsillo se me había enredado la mano con lápices, llaves, papeles, y ya había pescado dos monedas de a diez, cuando oí al hombre rogar, con un tono distinto al que había usado:
—Hágame un bien, amigo: si lo pechan y le preguntan que si vido un hombre asina, como yo, diga que no. Es un bien que usté va hacer. Diga que no y usté verá que no le pesa.
Me miraba con ojos amargos mientras yo ponía las monedas en su mano. Me dio tristeza.
—Diré que no; júrelo —aseguré.
Él quiso sonreír, pero no pudo.
Dijo simplemente:
—Vea, Dios le ha de pagar eso.
Y casi sin terminar la frase se sumergió en el monte, fundiéndose con la negrura de la noche, que avanzaba lentamente.
En el parque, en las casas de familia, en los grupos que jugaban dominó llenando las puertas de las pulperías, la gente del pueblo no sabía hablar de otra cosa.
—Sí, pasó anoche por aquí…
—Dicen que se metió por un cacaotal que está del otro lado de Arroyo Cano…
—Una vieja que lo vio asegura que va herido…
Inocente como era, apenas entendía, hasta que alguien me explicó:
—Quique Blanco, que vino de Puerto Plata para acá hace tres días.
—¿Quique Blanco?
—Unjú.
—Antier tarde —dijo un tercero— se tiró con un sargento en Licey y mató a una muchachita que atravesaba.
Yo me quedé confundido. Para mí Quique Blanco había cruzado la frontera muchos meses atrás. Hacía ocho años que tenía en jaque a todo el Cibao. Se presentaba de improviso en Santiago, desaparecía y al otro día abaleaba un soldado en Salcedo. Nadie supo cómo se las arreglaba para recorrer distancias tan largas. Se dijo que era brujo, que cuando lo quería se hacía invisible. Se le temía como a un dios implacable. El gobierno despachó cientos de hombres tras él, y el ejército llenaba la cárcel de pobres campesinos, sospechosos de encubrirle. Nada. Mandaron a Número Mayor, un sargento famoso en la persecución de criminales; jamás volvió Número Mayor. Se tuvo el soplo de que Quique iba a dormir a un ranchón de tabaco, y un grupo le cogió el nidal desde el atardecer. A media noche resonó un tiro, que le destrozó la cabeza a uno de los perseguidores, y se oyó tronar arriba, entre las pacas de tabaco, la voz impresionante de Quique Blanco:
—¡Vengan a cogerme si se atreven!
Puesto a contar las hazañas de Blanco, un hombre llevaba más de una hora, y algunas de las que relataba parecían realmente fantásticas. Mi interés fue decayendo a medida que aumentaba el sueño que tenía. Me sentía deshecho, quemado por el sol del camino, y decidí irme a casa. Al levantarme no me acordaba de Quique Blanco; me preocupaban mis asuntos y tras ellos andaba… Hasta que tres días después…
Con el sol de caída volvía a Moca. Me sentía alegre. Era un gran tipo aquel don Aspasio, tan gritón y tan hospitalario. Estuvo enseñándome tablones de plátanos, de yucas, de frijoles, de piñas. Me llevó al potrero, lejísimos, pegado al río. La yerba lozana cubría a las reses, y sólo el ondular de aquella especie de gigantesca alfombra señalaba el lento paso de una vaca. Estuvimos viendo también los chiqueros, y las pocilgas de siete polanchinos enormes, que no podían ponerse en pie de tan gordos y gruñían ligeramente, echados a la sombra de aguacates frondosos. Era un encanto el sitio. Lo que me desagradó fue ver un bohío pobrísimo en medio del maizal. Guarecía a la familia de un peón. Estaban flacos y demacrados los niños, y aunque el mayor, de cinco que eran, no tendría arriba de siete años, se pasaban el día solos, como huerfanitos, sin comer otra cosa que mazorcas tiernas, hasta que llegara el padre a sancocharles plátanos. Les di centavos, mientras ellos me pedían la bendición. Eran tan tímidos que no se atrevían a coger las monedas.
Le dije a don Aspasio que solucionara el problema de esa familia abandonada, y me contestó que en el campo los muchachos se crían como los cerdos, comiendo tierra. Estuve sobre un cuarto de hora sin hablar. Creo que soy cobarde, porque de otro modo hubiera reaccionado inmediatamente contra aquella asesina tranquilidad. Quizá lo hubiera hecho; pero necesitaba del hombre.
Volvía contento. Ya al salir me había prometido firmarme el contrato por la mensura del sitio de Las Quebradas. En camisa, con su gran tabaco en la boca, escandaloso de voz y figura, estuvo diciéndome adiós y recomendándome que volviera de momento a darme unos tragos.
No hice más que dejar de verlo, al tomar el paso del arroyo, cuando oí el silbido. Era muy bajo, sostenido, largo. A pesar de la hora, el lugar infundía no sé qué sensación de soledad y de asechanza. Miré a todos lados, vuelto un lío de nervios. Iba a romper marcha otra vez y tornó a dejarse oír aquel silbido impresionante. Me sentí vigilado, amenazado y violento. Cesó de nuevo cuando ya estaba a pique de tirarme del caballo y arremeter contra el monte. Pero no hice más que picar espuelas y arrear al animal para que lo oyera otra vez.
Había decidido asustar al caballo y lanzarlo a toda carrera sobre sus pasos. Es difícil de explicar. El sitio húmedo y sombreado; la soledad; el silbido aquél, que tenía una modulación lúgubre; quizá el temor subconsciente de que anduviera por allí Quique Blanco, aunque en verdad no lo recordaba en este instante; todo contribuía a llenar el momento de cierto prestigio bárbaro, imponente. Además, el campo cibaeño es siempre impresionante. Le parece a uno, ahogado como está por la selva nutrida, que brujos poderes lo acechan y lo cercan, que lo vigilan mil ojos misteriosos. Siempre me impuso el monte cibaeño; pero jamás como aquella tarde. Creí que iba a estallarme el corazón. Lo sentía reventándome el pecho, y por mucho que buscaba un objeto, un hombre, una bestia, cualquier cosa cuya presencia explicara aquel silbo, algo sobre qué descargar mis nervios, no veía, no encontraba. Fueron unos segundos de pesadilla, horribles e inolvidables.
Iba a lanzar el caballo ya, cuando una voz muy baja sopló a mi espalda:
—Soy yo, amigo; soy yo.
Me fui volviendo poco a poco, para no demostrar mi impresión. Todavía no precisaba. Se movió una rama en el matorral que estaba justamente a los pies de mi caballo.
—Soy yo —tornó a decir la voz.
Entonces fue cuando la reconocí. Empecé a soltar los nervios.
—Salga —casi ordené.
—No —el hombre me enseñó el rostro por entre la turba de hojas—; véngase usté atrás de mí, que yo no puedo salir al camino. Hágame ese bien.
Todavía temía algo.
—Salga; no hay nadie —aseguré.
—Le digo que no puedo salir. Esto ‘ta cundió de guardias.
De pronto el desconocido sacó la cabeza, ojeó con indecible rapidez el camino y de dos saltos se puso del otro lado. Fue como una sombra. Nadie le hubiera visto. Yo mismo me quedé pasmado. Me hechizó el hombre. Consciente de que no debía hacerlo, convencido de que estaba procediendo como un tonto, me tiré del caballo y corrí tras él. Pero aun siguiéndole, apenas le veía. Acertaba a columbrar, apenas, sus ojos relampagueantes, que recorrían veloces las sombras del monte. De pronto se detuvo.
—Sentémono aquí —dijo—. ‘Toy cansao, amigo.
Sin la menor sospecha, totalmente confiado, me senté a su vera.
Había transcurrido un tiempo que me pareció muy largo, sin que ni el desconocido ni yo dijéramos palabra. Ambos parecíamos ver los bejucos cerrados que dominaban los troncos y descendían como cortinas. Se percibía el rodar de un arroyo y el aire estaba cargado de húmeda frescura. Oíamos el freno del caballo que andaría ramoneando por el camino. Parecíamos dos amigos fatigados. Él dijo:
—Usté dirá que le voy a gastar los fósforos. Necesito uno.
Tenía cierta tristeza en la sonrisa y era muy feo. Esa vez lo veía mejor. Le brillaba la piel y sus ojos mostraban una dureza impresionante. Le tendí la caja. Encendió calmosamente. Después dijo, mirándose los pies descalzos:
—Amigo, yo nunca fallo. Me dio el corazón que usté era buena gente, y como tenía tanta necesidá de conversar… Van pa’ siete años que no converso al paso, amigo…
Ahí me asaltó la sospecha. Fue una intuición precisa y segura como un tiro certero.
—Pero entonces usté es…
No me dejó acabar.
—Sí, amigo. Yo creía que ya usté lo sabía.
Y me llenó de sorpresa verlo tan sereno y tan triste a la vez, como si nada hubiera dicho, como si no fuera el objeto de una caza feroz y larga.
Llevaríamos más de media hora allí. Él había contado innumerables episodios de su vida y parecía muy cansado. Tenía una voz triste.
—íY por qué anda en estos pasos? —le pregunté.
—Amigo —dijo—, la maldá… Por maldá de un compañero me veo asina. El mejor hombre ‘ta regoso a pasar por esto.
La brisa de la tarde hacía sonar las hojas del bosque, cerca se oía rodar agua; algunas avecillas cantaban al atardecer. En el apacible y a la vez majestuoso escenario, la voz del perseguido, a menudo tocada de honda ternura, iba enhebrando la historia.
Él era campesino, joven. Había oído hablar de la Capital y soñaba con librarse del ambiente agreste en que creciera. Buscó medios; pero no los veía. Un día descubrió el camino: ingresaría en el ejército. Al principio, claro, le supo mal; pero después se acostumbró, y hasta logró tener amigos, uno, sobre todo, a quien quiso.
—Bueno —explicaba—, no le voy a decir lo que yo quería…
Cuando llegó a sacudirse del todo el espíritu del campo, y se hizo a la vida de ciudad, se enamoró. Fue mala cosa esa. La mujercita era una perdida, sin duda; pero él la hallaba buena. Por lo visto ella coqueteó también con su amigo… No está claro. De todas maneras, el amigo hizo mal.
—Él, ¿usté sabe?, era guardia viejo, lleno de mañas, y me jugó sucio.
Tan pronto comprendió lo que pasaba se entregó a meditar. ¿No sería lo más discreto olvidar a la mujer y al amigo? Bien: a la mujer sí; al amigo no podía.
—Mujeres hay muchas, créamelo; pero amigos… ¡Jum!
Sin embargo, el compañero no parecía serlo del todo, o a lo mejor se enamoró él también, porque la mujercita era sabida. El caso fue que un día de inspección el otro hizo la maldad. Le ensució el sombrero para que lo arrestaran y no pudiera salir esa noche. A Quique le indignó aquello.
—Le juro, amigo, que no fue por no verla, sino por el mal hecho. Ya usté ve el tiempo que hace de eso… Bueno. Todavía no lo perdono…
Y, cosa inexplicable, él, en quien no había despertado aún la fiera, estuvo a pique de pasar por alto el pecado del amigo. Casi nada faltó para olvidarlo; pero el otro colmó la medida. El lunes, mientras Quique llenaba su jarro de agua, se le acercó con cara de malicia.
—¿‘Taba blandito el piso? —preguntó.
Quique se sintió arder. Levantó el jarro, furioso por la burla, y le dio en la frente.
—Cosa de nada, créame; un simple chichoncito…
Corrió alguien y los separó. Pero esa noche el amigo estaba de patrulla, tropezó con Quique en un barrio y quiso maltratarlo.
—Ahí fue la desgracia. Yo ni an tenía la idea de matar a un cristiano. ¡Qué va! Y salí juyendo porque yo conocía la cárcel y sé lo que sufre un hombre metió ahí.
Quique Blanco enturbió sus ojos y miró muy hondo, tanto que no se sabía qué buscaba viendo, si la noche naciente o sus recuerdos.
—Si la cárcel hubiera sido como debe ser, no ‘taría yo agora aquí ni hubieran pasao muchas cosas, amigo. Lo primero sí, porque era una desgracia, y ahí sólo Dios puede…
Tal vez él tenía razón. Yo no lo juzgaba. Le oía explicar su caso, le oía preguntar, desolado, por qué lo persiguieron. Él no robaba, no mataba, no se metía con nadie. Simplemente no quería caer preso, porque la cárcel es dura hasta lo indecible. Un día, cansado, resolvió hacerles frente a sus perseguidores, y ya tuvo que seguir.
La voz de aquel hombre no desentonaba en la placidez del sitio. Acusaba a la sociedad de su desgracia, y lo hacía tranquilamente, sin énfasis, poniéndole cara a la maldición. De golpe se volvió a mí:
—Yo lo quería ver hoy, amigo. Dende aquella tarde me dio el corazón que usté era buena gente, y tengo dos días por aquí velándole el paso.
¿Me enternecí o me acobardé? No lo recuerdo con exactitud. Sí que le dije:
—Mande, Quique. Quizá yo pueda serle útil sin faltarle a mi conciencia.
—No, amigo, no tiene que faltarle; sólo lo quería pa’ conversar con usté. Me parece que no voy a durar mucho, y como de mí se habla tanto no quería morirme sin que siquiera un hombre supiera que de no acosarme como un perro con rabia, esto se hubiera evitao.
Vi lo que decía. Me parecía que allí, a dos pasos, estaba el perro, con la pelambre erizada, mostrando los blancos dientes, amenazador, y que los hombres lo cercaban dando gritos y esgrimiendo machetes. Me sentía soliviantado, lleno de pesadumbre. Si Quique se hubiera quedado en el campo, trabajando, quizá casado… Pero se metió a guardia y aprendió a ser rudo.
Él lanzaba manotadas matándose los mosquitos y los mimes que le comían las piernas. Torné a verlo. Ni miraba ni se movía. Negro, triste y perseguido…
—No piense mal, Quique. ¿Por qué va a morirse usté?
—Es que tengo que morirme, amigo. Usté no sabe lo que tengo por dentro. He pasao muchos años poniéndole el frente al diablo y llevándome en claro a muchos vagabundos; pero hace unos quince días que me pasó una cosa muy mala, y dende entonces ni an duermo.
Manoteando discretamente esperó a que yo dijera algo. Accedí.
—¿Cosa mala? —pregunté.
—Sí, amigo. Me salieron en Licey…
Quique había estado rondando por Licey en pos de un compadre enfermo, y los soldados lo velaron. Ellos no acertaban nunca, porque la fama de Quique les hacía temblar el pulso a los mejores. Además, no se cuidaban de que hubiera o no gente. Mejor si la había, porque así se propalaba la noticia de que se habían enfrentado al temible Quique Blanco, y eso, claro, podía proporcionar algún ascenso. Así, ese día una niña cruzaba cerca del fuego. La cogió una bala de Quique. Él la vio caer, y de golpe sintió que se le aflojaba el corazón.
—Dende ese día ando como loco, amigo. Cierro los ojos y la veo cayendo. Era una pobre criatura. No me lo perdono, amigo, y quisiera tener el poder de Dios pa’ devolvérsela a su mama.
Mi propia voz me sorprendió. Yo no quería hablar; pero tampoco quería que él siguiera. Dolía oírle. Yo no sabía qué decir. ¿Cómo darle consuelo a él, hombre de corazón duro, y culpable, además?
—¿Usté tiene hijos, Quique? —pregunté.
—No, amigo. Si hubiera tenío uno…
Adiviné el resto. En su lógica primitiva dar su hijo en pago de la muerta era una solución. ¡Y eso lo pensaba él, que no sabía cómo se quiere a un hijo! Sin duda la sociedad malogró en Quique Blanco un espíritu delicado.
Moví la cabeza para verle. Durante unos segundos inacabables se mantuvo con la vista alta, como tratando de ver el cielo. Le observé y comprendí: estaba haciendo esfuerzos para que no le saliera una lágrima. Me sentí yo también culpable, responsable de su tragedia. Le cogí una mano.
—Quique —dije— no tema. Usté morirá hoy, mañana, dentro de un año, dentro de cien. Pero usté sabe que no es malo, y eso basta. Usté sabe que no quiso matar esa niña…
Ahí no pudo más. Su cara tosca se llenó de una ridiculez majestuosa. Torció la boca, se tapó los ojos y rompió a llorar.
—Yo no quise, amigo, júrelo —medio dijo.
Como lo hubiera hecho un padre, le fui pasando la mano por el áspero pelo. Ni me molestaba su mal olor de hombre miserable. Estuvimos así un tiempo incontable. Se hacía cada vez más oscuro. Poco a poco fue Quique serenándose; pero le noté que no quería verme más.
—Váyase, amigo —rogó—. Déjeme aquí. Hoy no, porque tengo que dir donde un compadre a llevarle medicina, pero mañana se acaba todo. No le cuente a nadie que habló conmigo, porque se lo llevan. Me tienen como si fuera perro con rabia. Váyase, que yo me quedo.
Busqué en mis bolsillos.
—Vea Quique, no puedo darle más, pero acéptelo como si fuera mucho; se lo doy con gusto.
Él estaba sentado todavía en el tronco y no me miraba.
—No, amigo. Usté me ha dao más de la cuenta, porque me ha dao consuelo y atención. No. Yo sí debería darle algo: pero no sé qué.
—No se apure —dije—. Me basta con la voluntad y con el recuerdo de esta tarde.
Iba a decirle adiós ya, pero él me atajó y buscó algo en el macuto. Sacó un hierro brillante y estuvo acariciándolo. Me lo tendió.
—Llévese eso. Yo no lo he usado todavía —dijo.
—No, Quique, quédese con él.
Entonces alzó la cabeza e inició una sonrisa. Se quedó con el brazo encogido, el revólver en la diestra. Tenía aspecto de niño.
—Vea —aseguró lentamente—: no sabe lo que le agradezco esa delicadeza, amigo. Este lo tenía yo pa’ mí.
De golpe se puso en pie, volvió a meter el arma en el macuto y me tendió la mano.
—¿Usté no se siente en darle la mano a un criminal? —casi suplicó.
Y cuando se la estreché me miró con franqueza, limpiamente. Sonreía y parecía feliz. De súbito dio la espalda y a saltos largos y silenciosos se metió en el tupido monte. La noche había caído del todo cuando yo dejé el sitio.
Dos días después, de vuelta en la capital, me encontré con la noticia de que un muchacho de Moca había sorprendido a Quique Blanco durmiendo y le había destrozado la cabeza de un tiro con el revólver del propio muerto. Más tarde supe que habían paseado el cadáver por todos los pueblos del Cibao, para que la gente no creyera que seguía vivo.
Vivo, estuvieron persiguiéndolo con rabiosa saña; muerto, se regodean sobre sus restos y mienten descaradamente. Pero yo sé la verdad, la única verdad de esa vida empujada al crimen; la única verdad de esa muerte realizada con heroica frialdad. Es esa que he dicho. Desafío al más osado a que me contradiga.

  • Juan Bosch
    Bosch, Juan

    Juan Bosch (La Vega 1909-Santo Domingo, 2001) fue narrador, ensayista, educador, historiador, biógrafo y político, y el primer presidente constitucional de la República Dominicana elegido democráticamente luego de la muerte del dictador Rafael Trujillo en 1961. Fundó el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) en 1939 y el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) en 1973.

    Inició su carrera literaria con un pequeño libro de cuentos, Camino Real (1933), donde narraba en gran parte lo que había visto, escuchado y vivido en su pueblo, La Vega. De esa misma época, es su primera novela breve La Mañosa (1936), donde el personaje central es una mula y el narrador es un niño enfermizo. Antes del exilio, que duraría más de veinte años, publicaría sus cuentos en periódicos y revistas dominicanas. De aquella época son “La mujer”, “Dos pesos de agua” y “El abuelo”.

    Cuando el profesor Bosch regresó a la República Dominicana, apenas los más viejos conocían que era cuentista. A su llegada, se reunieron sus cuentos en dos volúmenes: Cuentos escritos en el exilio (1964), que incluía “Cuento de Navidad” y “Manuel Sicurí”, publicados en ediciones independientes en el extranjero, y Más cuentos escritos en el exilio, (1964), donde se incluyeron, también, cuentos publicados en ediciones independientes, como “La muchacha de la Güaira”, publicado en Chile, en 1955.

    Pero Bosch ya había publicado libros, en el extranjero, no precisamente de cuentos, que lo habían dado a conocer en otros países como biógrafo y ensayista, antes que en su propio país, como Hostos, el sembrador (Cuba, 1939), Judas Iscariote, el calumniado (Chile, 1955).

    Aunque dejó de escribir cuentos desde los años sesenta, el profesor Bosch es reconocido como el precursor del cuento y, sobre todo, de la narrativa social dominicana.

    Pero no sólo los cuentos de Bosch son guías para el cuentista, si no que sus Apuntes sobre el arte de escribir cuentos es un texto para los estudiantes de otros países como Cuba, llegando a llamar la atención del narrador colombiano Gabriel García Márquez, quien ha declarado más de una vez que Bosch es su profesor.

    Entre sus obras citaremos, en narrativa: Camino Real (1933), Indios (1935), La mañosa (1936), Dos pesos de agua (1941), La muchacha de la Güaira (1955), Cuentos de Navidad (1956), Cuentos escritos en el exilio (1962), Más cuentos escritos en el exilio (1962) y El oro y la paz (1975).

    En ensayos: Mujeres en la vida de Hostos (1938), Hostos, el Sembrador (1939), Apuntes sobre el arte de escribir cuentos (1947), Judas Iscariote, el Calumniado (1955), Trujillo, causas de una tiranía sin ejemplo (1961), David, biografía de un rey (1963), Breve historia de la oligarquía (1970), Composición social dominicana (1970), Tres conferencia sobre feudalismo (1971), Breve historia de la oligarquía (1971), El Napoleón de las guerrillas (1976), El Caribe, frontera imperial: de Cristóbal Colon a Fidel Castro (1978), Viaje a las antípodas (1978), Conferencias y artículos (1980), La revolución de abril (1980), La guerra de la Restauración (1980), Clases sociales en la República Dominicana (1983), Capitalismo, democracia y liberación nacional (1983), La fortuna de Trujillo (1985), La pequeña burguesía en la historia de la República Dominicana (1985), Capitalismo tardío en la República Dominicana (1986), Máximo Gómez: de Monte Cristi a la gloria (1986), El Estado, sus orígenes y desarrollo (1987), Textos culturales y literarios (1988), Dictaduras dominicanas (1988), Póker de Espanto en El Caribe. Temas económicos (1990) y Breve historia de los pueblos árabes (1991).