Amor eterno
Hay que caminar por el Once, el barrio judío de Buenos Aires, cualquier día después de que los comercios han bajado sus cortinas y las veredas quedan inundadas por rezagos de tela, rollos de cartón, papeles y otros desechos abandonados por los comerciantes, para encontrarse con los hombres, mujeres y niños que revuelven los desperdicios a la pesca de materiales aprovechables, reducibles, que venderán por monedas el kilo a los recicladores. Una actividad que les permite sobrevivir a expensas de rebuscar en la basura. De ella se benefician los policías de la séptima que obtienen su mordida, no a cambio de protección, sino solo, por el momento, de hacerse los distraídos, permiso precario. Las familias judías ricas han comenzado un éxodo lento y sostenido y, aunque mantienen sus negocios en el Once, comienzan a elegir el Barrio Norte o Belgrano, zonas con mayor prestigio social, para instalar sus residencias. En los antiguos edificios de lujo de la época de oro van quedando los ancianos, fundadores de las fortunas que ahora hacen posibles los grandes pisos sobre los jardines de Libertador, las vacaciones en Punta del Este, los colegios privados, dudosamente ingleses, los autos importados. A Pablo Maese estas consideraciones lo tienen muy sin cuidado. Viene alegre calle Sarmiento abajo, en el ministerio acaban de confirmarle el encargo de construir una estatua de Eva Perón a ser emplazada en la Plaza Rubén Darío, que pasará a llamarse Evita cuando se inaugure la obra. El ministro en persona se lo dijo. Y no solo eso, sino que además le dará un taller para que trabaje y podrá contratar a tres asistentes y una modelo para que lo ayuden en la magna obra. Tiene por delante unos cuantos meses asegurados. Le ganó la pulseada a Gianetti, el otro escultor, ahora solo es cuestión de ponerse a bocetar el monumento que ya está dibujando en su cabeza. Será un conjunto en el que la figura de Eva, en bronce, reflejará por un lado la dulzura maternal, apoyando levemente, como si temiera dañarlo, una mano etérea en la cabeza de uno de los niños del grupo que se arracima a su derecha confundiéndose con su vestido. A su izquierda, un contingente sólido, como un bloque de trabajadores obreros, inspirados en aquellos que dibujaba Carpani, un racimo de músculos y fiera resistencia. Pero la semejanza será sutil, porque no está seguro de qué lado del espectro peronista se ubica el ministro en estos momentos. Como sea, será una Eva joven, vibrante, sensual, sí, pero humilde; dulce pero feroz; un ángel que bien puede blandir la espada flamígera. La dotará de una mirada objetiva, precisa, como la que Miguel Ángel logró darle al David. El metal de sus vestidos copiará el movimiento del viento, como en las pinturas de playa de Sorolla. La ve, en su mente la ve, entre los jacarandás florecidos de la primavera, recortándose sobre la Biblioteca Nacional, elevándose digna, brillante y joven: la verdadera heroína de los descamisados.
En esto va pensando cuando la ve. Está revolviendo la basura que va desparramando una mujer vieja, obesa y de modales desmañados. Bajo el tizne y los andrajos se puede ver la belleza de sus formas. Se acerca para verla mejor. Tiene la piel tersa y la mirada rapaz de los niños de la calle. Mastica algo. La vieja se vuelve rápidamente.
—¿Qué pasa, le gusta la nena?
Pablo vuelve la cabeza hacia la mujer, pero sin dejar de mirar a la chica. Solo cuando la ha girado completamente, sus ojos se dirigen a ella. Si algún día quisiera pintar o dibujar una bruja, acá está el modelo. Narigona, con verrugas peludas en la frente y la mejilla, los dientes amarillos y partidos, los ojos mezquinos y acuosos. Feos, sucios y malos, la película de Scola, le viene de inmediato a la mente. Qué día inspirado, rejuvenecedor, el cosmos parece conspirar para que todo se ponga en su favor. Le sonríe.
—¿Quieren ganarse unos pesos?
La Bruja le dedica una sonrisa desportillada, pero sus ojos no ríen, estudian.
—Siempre es buena la posibilidad de ganar unos pesos con trabajo honrado.
Maese sonríe y piensa que la honradez debe ser lo que menos ha practicado esta mujer en su vida. Bajo su mirada ávida, saca una tarjeta de su billetera y se la extiende.
—Vengan mañana por la mañana a verme y conversaremos.
La Bruja toma la tarjeta y simula leer. Maese se vuelve y prosigue su camino. Ya tiene su modelo. En cuanto se aleja, la Bruja le exhibe la tarjeta a la niña:
—¿Qué dice?
—Pablo Maese, escultor.
—Al fin sirvió para algo que fueras a la escuela.
La casa conservaba restos de un pasado glorioso, cuando el Once era un barrio floreciente donde los empresarios textiles trabajaban y vivían. Luego había sido convertida en taller de confección. Un incendio la desafectó, el propietario murió sin descendencia y quedó abandonada. Rápidamente fue ocupada por una pandilla de traficantes de medio pelo. Torpes e inexpertos, fueron detenidos y enviados a la cárcel. El ministro decidió concedérsela a préstamo a Maese para su trabajo mientras consideraba un destino mejor. El comisario Filipuzzi, encargado de entregarle la posesión, lo espera ahora en la puerta, visiblemente malhumorado. A su lado, un tipejo desmañado y pequeño, con manos como arañas, lo mira y sonríe. Maese le extiende la mano pero Filipuzzi no la toma. Tiene la cara poceada de cráteres de viruela. Uno de sus ojos mira para el lado de Avellaneda, el otro se lo clava a Maese con brillo colérico. El de las manos de araña se presenta.
—Mucho gusto, soy el subinspector Laperca, asistente del comisario.
Maese le toma la arañita derecha con algo de repulsión. Laperca le muestra un juego de llaves y cabecea para el lado de la puerta.
—¿Entramos?
Filipuzzi enciende un cigarrillo, Maese y Laperca entran a la casa. Hay olor a encierro, botellas vacías por todas partes y restos de una fiesta que debe haber sido bastante salvaje. Laperca le entrega las llaves y mira hacia afuera. Maese le sigue la mirada, el comisario fuma malhumoradamente.
—¿Qué le pasa a su jefe?
—Está de mala leche.
—¿Ah, sí?
—Sabe qué pasa… es que esta casa la tuvo él desde que desalojaron a los peruanos y hasta que el ministro decidió dársela a usted.
—Entiendo.
—Tenga cuidado, Filipuzzi es un tipo muy peligroso, es capaz de hacer cualquier cosa por recuperar la casa, si es que la quiere.
Como si lo hubiera escuchado, Filipuzzi da un fuerte chiflido y le ordena a Laperca, con un gesto de la cabeza, que salga.
—Ya sabe, esté atento. Adiós.
A Ascanio lo conoció en circunstancias extrañas. Los modales suaves de Maese le hicieron pensar al chico que era gay, y le ofreció sus servicios. Ascanio era un pibe de la calle que haría cualquier cosa por sobrevivir. La oferta halagó a Maese ya que prefirió sentirse atractivo para este muchacho ágil y delgado pero con la musculatura propia de los jóvenes formados a la intemperie. Lo sacó de su error y lo adoptó como asistente. Ascanio era fuerte y no se negaba a hacer cualquier trabajo que Maese le pidiera. Le venía muy bien sobre todo para mover las pesadas esculturas de su taller. Cada tanto debía rescatarlo de las comisarías por haberse metido en alguna pelea o algún robo, del cual salía librado gracias a los sobornos que Maese les brindaba a los policías. Esto también le daba poder sobre el joven y a Maese esa sensación lo complacía. También contrató a otro chico al que llamaban Memo. Ascanio se situó enseguida por encima de él y establecieron una relación de servidumbre en la que Memo siempre obedecía. Con rencorosa sumisión, Memo realizaba todas las tareas que a Ascanio le repugnaban. El elenco lo completó con Roberta, la vieja mucama que lo acompaña desde siempre.
Una semana más tarde, con parte del adelanto que le dio el ministerio, el taller está montado a la perfección y Maese espera la anunciada visita del ministro cuidadamente vestido de azul y rojo. Ha hecho traer sus obras y las ha dispuesto por la amplia sala, como al descuido, pero cuidando de que las piezas reciban la luz más favorable. En el centro ha colocado la bañera de resina poliéster con la que homenajeó y transcribió a tres dimensiones Mujer en el baño esponjándose las piernas de Degas. Esa obra siempre impresiona a todos. Maese se ubica a cierta distancia de la escultura, tanto como para que no se note la intención de que lo asimilen a ella, pero no tan distante como para que no lo hagan. Suena el timbre, Maese carraspea y le hace una señal a Ascanio para que vaya a atender.
Para su sorpresa, el ministro no ha venido solo. Lo acompaña una rubia exuberante y vulgar, demasiado pintada y estridente, con el pelo rígido de laca, como se usaba en tiempos de su madre. Gladys, su mujer. Tiene la boca demasiado grande; Maese no puede evitar pensar que es el resultado de hablar demasiado, no se detiene ni para respirar. Apenas ve la escultura del baño se precipita hacia ella dando grititos de excitación. Maese debe reprimir el impulso de detenerla, no quiere que esa mujer toque su obra, teme que la manche con el aceite de sus afeites. Se hacen las presentaciones del caso y se conversa amablemente, el ministro se muestra satisfecho de haber contratado a tan excelso artista, como si lo hubiese comprado. A Maese lo tranquiliza que se sienta tan ufano.
La puerta se abre de un golpe. Los tres se vuelven. Allí se enmarcan la Bruja con su hija y, un poco más atrás, Ascanio. El ministro y su mujer miran con repugnancia al par de andrajosas y le dirigen una mirada interrogante a Maese. Él siente que un torrente de cólera le sube por el esófago, pero se contiene.
—Ascanio, por favor conduzca a las señoras a la cocina, enseguida estaré con ustedes.
El asistente obedece y apura a las mujeres fuera de la habitación. Las dos se quedan mirando con impertinencia hasta que el vano se cierra completamente. Hay un silencio incómodo que interrumpe, cómo no, Gladys.
—Ay, bicho, me encanta esta escultura, ¿me la comprás?
Maese interrumpe antes de que el ministro pueda decir palabra.
—Oh, Gladys, me temo que eso no será posible, esta obra fue vendida al embajador de Estados Unidos, me la trajo para que la prepare para enviarla a su casa en Houston.
Gladys hace un puchero, el ministro la toma por los hombros.
—No te pongas así, bichita, estoy seguro de que Pablo podrá ofrecerte alguna otra… ¿No es así, Pablo?
—Estoy a sus órdenes.
—Ya sé —exclama Gladys—, que nos haga algo para la quinta nueva… está tan despojada.
—Buena idea.
—El sábado haremos un asado para estrenarla. Venga y veamos qué se le ocurre para ella.
—Encantado.
—Maese, esto es aparte, lo pago de mi bolsillo, así que espero que nos haga precio.
—Eso no va a ser un problema, solo cobraré por los materiales. ¿Le parece bien?
—¿Viste, mi amor? Maese es un verdadero artista.
Maese, feliz, observa a Ascanio acomodando su mesa de trabajo. El chico tiene el pelo ensortijado y renegrido y el cuerpo del ideal griego de belleza masculina. Se mueve en el espacio con la sensualidad de un gato y los ojos le brillan como rescoldos entre la ceniza. Termina de acomodar los lápices uno junto a otro en una hilera perfecta. Encima de la hoja de papel Schoeller de 300 gramos. Pasa el cepillo por la mesa para eliminar cualquier mota de polvo y mira a Maese. Frente al tablero ha colocado un canapé rojo que es donde se recostará la modelo para que la dibuje.
—Llama a la chica.
Ascanio sale y Maese toma asiento en su mesa de trabajo. A los pocos instantes regresa con Rita. Pocos pasos atrás la sigue la Bruja, su madre. Maese mira con reproche a Ascanio, quien se encoge de hombros como excusándose de haberla traído. Rita viene envuelta en una bata de seda que el propio Maese le compró y, siguiendo sus instrucciones, no lleva nada debajo. Con un gesto le indica que se pare junto al canapé. Rita obedece. La Bruja se sitúa a un costado y mira a Maese con aire inquisidor.
—Señora, necesito que nos deje solos para trabajar.
La Bruja no mueve un dedo. Hay en su rostro un gesto como de esperar algo a cambio. Maese no duda, le está vendiendo a su hija. Lo bueno es que él está dispuesto a comprarla. Mete la mano en el bolsillo, saca tres billetes y se los extiende. A la Bruja le brillan los ojos cuando los toma y se los mete en el corpiño.
—Vaya de compras con Ascanio.
Cuando los dos han salido, Maese va hasta la puerta, la cierra, le echa dos vueltas de llave, regresa a su mesa, se sienta, toma un 2B bien afilado, se calza las gafas y mira a Rita.
—Por favor, quítate la bata y recuéstate en el canapé.
Lo que hace la chica lo deja pasmado: deja caer la bata con naturalidad, como si hubiera ensayado ese gesto toda su vida. El vestido se desliza con vocación de líquido a sus pies y deja al descubierto su cuerpo delgado, perfecto, de suavísimas curvas, sus pequeñas tetas sonrojadas, su sexo discretísimo y lleno de promesas. Tiene la boca apenas entreabierta, la respiración agitada como de quien anticipa grandes e inminentes acontecimientos, y una mirada en la que se combinan diabólicamente la inocencia y la provocación. Maese la observa recostándose en el canapé con esa visión en cámara lenta que se tiene en las grandes catástrofes, donde todo lo que sucede parece irreal. Comienza a dibujarla, el lápiz vuela inspiradísimo sobre la lámina hiriendo su tersura con trazos sensuales del cuerpo que lo contempla del otro lado de la habitación. No podría tener una mejor modelo, una más inspiradora. Dibujándola es como si la poseyera, como si su lápiz fuera su sexo recorriéndola y su sexo se ha puesto inquieto dentro de su overol. La dibuja una y otra vez, con frenesí, hoja tras hoja, hora tras hora. La luz baja. Maese se pone de pie, toma una lámpara y la dirige hacia Rita. Se acerca para quitarle unas hebras de cabello que se le han pegado a la boca. Ella lo mira a los ojos, profundamente. A él le llega su aliento, a ella el suyo, y es como una reacción química explosiva. Se besan. Se abisman y se zambullen en el otro.
Son jornadas de gloria para Maese. Como un ritual, cada tarde, Ascanio la acompaña hasta el estudio, la ayuda a desvestirse y a reclinarse en el canapé, para retirarse y dejarlos a solas. Cuando haya terminado los encargos del ministro y de su mujer, se promete que hará alguna obra con los dos jóvenes, tan bellos. Durante el día dibuja a Rita y por la noche le dibuja el sexo con el suyo. Ella le ha devuelto la juventud, el entusiasmo, las ganas de vivir y de crear. Ha vuelto a cocinar, a entregarse a la sensualidad de los sabores, las texturas y los aromas. La Bruja está feliz, cada día recibe un soborno para dejar a Rita en manos de Maese. Ascanio circula de aquí para allá, con su mirada pícara de duende que Maese interpreta como de complicidad. Los bocetos del futuro monumento a Eva Perón se suceden uno tras otro superándose en calidad, en fuerza, en armonía. Le espera un trabajo titánico, porque ha decidido que fundirá la escultura como se hacía antiguamente, a la cera perdida, siguiendo las instrucciones y descripciones que hiciera Benvenuto Cellini en Vita, su biografía, la autobiografía en carne viva de un canalla genial. Lo único que empaña estos días es el hecho de que alguien haya intentado entrar a la casa estando ellos ausentes. Lo notaron porque la puerta trasera había sido forzada, pero como no estaba en uso, el mueble que colocaron frente a ella impidió que pudieran ingresar. Maese trae de su casa su pistola y la guarda en la planera para que, como dice Blades, lo libre de todo mal. Otro detalle disonante fue una visita que le hizo Filipuzzi, para ver cómo andaba, si necesitaba algo. En realidad una excusa para espiarlo. No dejó de reparar con sucia mirada en la presencia de Rita. Ese tipo inquietaba a Maese, sobre todo por la advertencia que le había hecho el de las manos como arañas.
Lamentó que hubiera llegado el día en que debía asistir al asado del ministro y su mujer. Hubiera preferido continuar con su rutina de arte y sexo, pero no puede desairar a su benefactor y, por otra parte, habría otro encargo que, bien manejado, permitiría prolongar la estada en la casa y la continuidad de sus ingresos. Pensó en llevar a Rita, pero le pareció que sería una nota disonante. Iría con Ascanio para que fuera él quien condujera el coche. Maese detestaba hacerlo.
—Maestro —dijo Ascanio—, sería un error dejar la casa sin protección. Fíjese cuántas obras de arte tiene usted acá. Viviendo en una ciudad de ladrones, debemos estar en guardia noche y día. Déjeme aquí. Aprovecharé su ausencia para poner en orden y limpiar el estudio mientras vigilo la propiedad.
Aperitivo, asado, postres y sobremesa se hacen interminables. Un enjambre de funcionarios públicos, con trajes brillosos, y mujeres ordinarias pueblan la quinta del ministro con sus risotadas. A todos se los ve satisfechos hasta la dispepsia. Maese siente un vacío de ansiedad y angustia en el estómago que apenas le permitió comer. Quiere estar de regreso en su estudio, dibujando a Rita. Se da cuenta ahora de que la chica se le ha instalado dentro con la fuerza de una necesidad impostergable. Cada minuto sin ella es una agonía que solo calma su presencia. Gladys camina hacia él. Es la contrafigura absoluta de Rita, una etérea y suave como la Venus de Botticelli, la otra paquidérmica como las gordas de Botero. Maese le sonríe, la mujer lo toma por el brazo.
—Venga, profesor, quiero mostrarle dónde quiero que vaya la obra que hará para mí —sonríe y agrega—: para nosotros.
Es una pared blanca y ciega que da al jardín. Solo puede verse desde la piscina. Lo que va allí se le ocurre al instante, pero no lo dice de inmediato. Camina alrededor, se sitúa en diferentes ángulos, entrecerrando los ojos mientras mira la pared. Gladys sigue sus movimientos, intrigada. Maese actúa como si meditara profundamente en las leyes cósmicas que dictarán la pieza que corresponde al lugar, pero en realidad piensa en Rita. Se acerca a Gladys con actitud cómplice.
—Creo que ya sé lo que haremos aquí…
La voz del ministro a sus espaldas quiebra la intimidad.
—Epa, ¿qué es esto?, los veo demasiado juntos…
—Ay, bicho, no seas tonto, el maestro me estaba por decir qué obra piensa que va a instalar aquí.
—Oh, qué bueno… ilumínenos Maese.
Pablo se envara y adopta el aire de quien está por hacer una gran revelación…
—Haré una fuente que jugará con los árboles que rodean la casa y las aguas de la piscina. Será una escena de la naturaleza que, de alguna manera, hará un pandam conceptual con los trofeos de caza que tiene en el living.
El ministro se hincha como un sapo toro.
—Te lo dije, bichita, Maese es un genio, un puto genio. Ponga manos a la obra.
—En cuanto terminemos el monumento a Eva, comienzo.
A Gladys, la decepción se le pinta en el rostro.
—Pero eso va a llevar mucho tiempo…
—Hágalo de inmediato, Maese, para el monumento hay tiempo y no es cosa de desafiar la impaciencia de Gladys.
—Como usted diga.
—Venga, vamos a comunicarles a los invitados lo que haremos. Morirán de envidia. Más de uno va a querer contratarlo también, Maese, recuerde eso a la hora de pasarme factura.
El anuncio tuvo el efecto profetizado por el ministro. Varios de los invitados le pidieron su tarjeta. Otros se acercaron solo a conversar. Estaba sosteniendo una charla con una pareja diminuta, casi enanos, liliputienses, cuando algo que ella dijo, o un gesto que hicieron al unísono, le despertó una catarata de recuerdos. Recuerdos tremendos de Rita y Ascanio, una mirada de entendimiento, una mano que se demora demasiado en la espalda de ella mientras la ayuda a quitarse la bata, risas de ambos precediéndolos por el pasillo que lleva al estudio, la insistencia de Ascanio por quedarse en la casa. El recuerdo se hace sospecha, la sospecha se hace certeza. Maese siente la urgencia de regresar a la casa. Se despide lo más rápidamente que puede, se sube al coche y conduce como un endemoniado todo el camino de regreso, haciendo caso omiso de advertencias, velocidades máximas y semáforos.
Cuarenta minutos más tarde, la Bruja, de vigía en la ventana, ve llegar a Maese y da la voz de alarma, Maese la oye.
—¡Rita, Ascanio, el patrón ha llegado!
Los encuentra en el estudio, con la ropa revuelta y el miedo pintado en el rostro, tratando torpemente de incorporarse del canapé, ¡su canapé! Una pasión insana lo posee, el sacrilegio, la profanación de su lugar por parte de estos traidores, le espesa las venas y reclama sangre. Abre el primer cajón de la planera y saca su pistola, apunta sucesivamente a Rita, Ascanio y la Bruja. Le clava la mirada y la mira al muchacho.
—Cobarde, traidor, te voy a matar.
Ascanio no mueve un dedo para defenderse y solo ruega entre sollozos por su vida. Maese está resuelto a acabar con él y luego hacer lo mismo con madre e hija, pero vacila. Quedará vengado, aunque lo más probable es que caerá en manos de Filipuzzi, perderá el favor del ministro y seguramente la libertad. La razón ahoga la furia. ¿Qué hacer? No puede mantenerse en esta actitud amenazante para siempre. Se le ocurre una venganza lenta. Mira a Ascanio con una sonrisa y le ordena…
—… quítate ese anillo del dedo y dáselo, porque vas a casarte con ella…
Ascanio obedece inmediatamente.
—No me mates, haré todo lo que me pidas.
Maese envía a Memo en busca de un notario y apunta con su pistola a madre e hija.
—Van a venir un notario y algunos testigos, a la primera que hable le doy un tiro de inmediato.
Vuelve a Ascanio, que alza las manos.
—Prométeme que no me matarás y haré lo que ordenes.
Ante notario y testigos, la aterrorizada pareja firma un contrato nupcial con todas las formalidades de la ley. En cuanto salen de la casa, Maese arrastra a Rita por los cabellos hasta su habitación, pateándola y maldiciéndola todo el camino. Allí la toma una y otra vez sin dejar de abofetearla.
Al día siguiente retoma sus bocetos, elige aquel que más le place, hace algunos agregados y correcciones y le ordena a Rita que pose para él durante largas horas en las posiciones más dolorosas que se le ocurren. Después vienen el castigo y el sexo forzado. Así durante los días y días en que arma el núcleo de arcilla con la forma que quiere lograr para la fuente de Gladys y el ministro.
Roberta, que es quien ayuda a Rita a curarse las heridas después de cada paliza, se presenta ante él y se queda mirándolo fijamente.
—¿Qué hay?
—No debe tratar a esta niña con tanta crueldad.
—Pero, Roberta, ¿no has visto las traiciones que ella y su madre me hicieron bajo mi propio techo?
—Señor, esas son costumbres del país. No hay un solo marido que no tenga su buen par de cuernos.
Maese cubre el modelo de la escultura en cera y luego envuelve el conjunto con tierra apisonada. Le pone fuego y vierte la aleación de cobre y el estaño que reemplaza a la cera que va perdiéndose por los canales. Una vez lleno de bronce, lo deja enfriar, deshace la cobertura de tierra y sale a la luz el friso que retrata a Rita desnuda en toda su belleza, sobre un paisaje de bestias, árboles y frutos de la tierra. Reclinada, posa una mano sobre el cántaro que derrama aguas en abundancia y con la otra abraza por el cuello a un ciervo prominente, cuya formidable cornamenta de dieciocho candelas remata y sobresale por encima del friso. Sonríe satisfecho el artista, la escultura es perfecta hasta en su más mínimo detalle. Llama a Rita a su lado, la toma por la cintura y le palmea el trasero.
—Mira, Rita, qué bien me ha quedado tu marido. Me hizo cornudo una vez, yo lo hice cornudo todos los días y, ahora, para toda la eternidad.
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Ernesto Mallo
Ernesto Mallo (La Plata, provincia de Buenos Aires, 1948) es escritor, dramaturgo y periodista.
Su primer contacto con la literatura fue a través de obras de teatro y cuentos. En 1973 debutó como dramaturgo con La vacuna, a la que siguieron Siete cuatros en 1977 y Qué mambo el de Colón en 1982. En el ámbito del cuento, en 1974 publicó Bautizo y otros cuentos.
La aguja en el pajar fue su primera novela, ya en 2006. Desde entonces, ha sido un prolífico escritor. Entre su obra destacan El relicario, Crimen en el Barrio del Once, Los hombres te han hecho mal o El comisario Lascano. Algunos de sus libros se han llevado al cine, como Delincuente argentino, guion que él mismo adaptó para la versión cinematográfica.
Obras teatrales
- La vacuna(1973)
- Siete cuadros(1977)
- Qué mambo el de Colón(1982)
Guiones
- La aguja en el pajar(2007)
- Maidana con todo(2007, en colaboración con Juan Desanzo)
- Delincuente argentino(2007)
- Imperio Chico(2012)
- Será Justicia(2014)
Cuentos
- Bautizo y otros cuentos(Eudeba, 1974)