Menu

Año 11 #126 Abril 2025

Mala lluvia

2200 – Barcelona

Hugo y madre

Los niños duermen pegados el uno al otro. La madre los arropa, muy despacio, con una manta andrajosa y vieja, la única que les queda. Roza suavemente los cuerpecillos helados. Se han destapado durante el sueño y están ateridos. Hace frío y una humedad insalubre que perfora los huesos.

Se viste en el más absoluto silencio. Lleva una chaqueta harapienta, disimulada bajo un antiguo modelo de impermeable que, por suerte, aún puede serle útil. Cuando se sienta al borde del jergón y se calza las botas, le crujen todas las articulaciones. Los codos, las muñecas, las rodillas.

Tal vez es el crujido. El niño mayor, sin apartarse de su hermano, abre dos ojos muy negros.

—Mamá… ¿qué ocurre? —La voz soñolienta pero inquieta—. ¿Qué haces? ¿Adónde vas?

—Tengo que salir un momento, cariño, pero vuelvo enseguida. Tú no te preocupes.

—Pero, mamá, si es de noche…

—No, no, no es de noche. Solo es que está oscuro, pero en realidad pronto amanecerá. Venga, Hugo, sé valiente. Cuida de tu hermano, que aún es pequeño. Y por favor, no os mováis de aquí. Pase lo que pase, no os mováis de aquí. Esperadme quietecitos, que yo volveré pronto.

—Pero, mamá… no… no te vayas…

La voz del niño parece ahora nadar en miedo. La madre traga saliva y evita su mirada. Acaba de calzarse, se pone en pie y le sonríe haciendo un esfuerzo. Luego, sin ninguna otra palabra, se cubre la cabeza con la capucha del impermeable y sale al exterior.

En la calle, la lluvia se derrama sin clemencia, atroz y despiadada como un veneno.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 06:20 a. m.

Alicia

Alicia se levanta casi de madrugada, se envuelve en una manta y se prepara un café. Se siente agotada, pero le cuesta dormir. El insomnio es una de las consecuencias de la situación. Los horarios han perdido sentido, ahora que la noche y el día apenas se distinguen. Con la taza en la mano, bosteza y se acerca a la ventana, pero enseguida se aparta, asqueada.

Está harta de verla caer.

Infinita, pertinaz.

Han transcurrido nueve meses desde que llegó. Una constante cortina de agua gélida que ha oscurecido profundamente el cielo con enormes cirros negros, fijos e inamovibles, y que desciende muy despacio, como si se burlara, pero que ha acabado destruyéndolo todo. Al principio, nadie podía imaginarse el alcance del fenómeno. No sabían a qué estaban enfrentándose, a pesar de que los sensores detectaron la inminencia de un período húmedo y los meteorólogos determinaron, aunque sin un exceso de preocupación, que no iba a ser breve. Por desgracia, ni las máquinas ni los expertos estuvieron a la altura y, en pocas semanas, la catástrofe se desplegó a lo largo del hemisferio norte en toda su dimensión.

Alicia tiene frío y se la come el mal humor. Arrebujada entre los pliegues de la manta, que se extiende sobre sus hombros como una tienda de campaña, se acomoda ante el escritorio y sorbe el café. Necesita animarse un poco, porque la falta continuada de sueño empieza a pasarle factura. La mayoría de gente toma comprimidos de melatonina para poder dormir, pero ella está intentando resistirse. No le gusta depender de una hormona, aunque si sigue así, no le va a quedar más remedio. En algunos países están más acostumbrados a prolongados períodos con poca luz, pero en Barcelona, una ciudad de claridad mediterránea y clima benigno, la nueva situación resulta dramática y asfixiante.

Alicia decide repasar los mensajes de su pantalla holográfica. Aunque es domingo, no tiene ningún plan especial. El agua lo ha cambiado todo. Las costumbres, los encuentros sociales, los estados de ánimo. Mientras empieza a leer, Mandela se aproxima con gesto sigiloso y, ronroneando de gusto, se apoltrona sobre sus rodillas. Mandela es el gato de Alicia, un felino de pelo brillante, negro como la noche, el único ser viviente que aún parece feliz. Llegó a su vida hace unos años, cuando era un animal flacucho y enfermo, abandonado en la calle por algún desaprensivo. Alicia lo descubrió entre la basura de un descampado de casas derruidas, cuando salía de una sesión de trabajo en un barrio medio vacío, cerca de lo que antes se conocía como la Barceloneta. Su maullido lastimero le llamó la atención y, al mirarlo, no pudo resistirse. Daba pena, el pobre. Tan escuálido y tan solo. Así que se lo llevó a casa. Le puso Mandela en honor de un líder del siglo XX, un hombre muy respetado que había luchado contra los blancos por los derechos de sus compatriotas negros. Alicia es muy aficionada a las biografías de personajes históricos. A un gato negro, el nombre de Mandela le queda muy bien.

Entre los mensajes de la bandeja de correo distingue dos nuevos expedientes que le manda su superior. Acaban de llegar. Por lo visto, su jefe tampoco puede dormir. Alicia les echa una ojeada rápida. Un conflicto testamentario y una diferencia vecinal. Se prepara otro café y decide que dedicará el domingo a familiarizarse con los casos. Le gusta prepararse con tiempo y, al fin y al cabo, no tiene nada mejor que hacer.

El conflicto entre vecinos es una minucia. Enseguida sabe cómo lo afrontará. Sin embargo, el otro tema le parece bastante peliagudo. Entraña rencores antiguos, agravios comparativos y violencia física, y eso no lo puede tolerar. Necesitará meditar una buena estrategia si quiere salir airosa a la primera. Desde que el agua ha llegado, los expedientes se han multiplicado. La gente está terriblemente crispada. Las desavenencias, los odios y las rencillas se disparan sin filtro con una enorme facilidad. Alicia está muy preocupada. La lluvia, la ponzoñosa lluvia, ha exasperado un envilecimiento que ella y sus compañeros llevaban décadas intentando erradicar. Lo mismo ha ocurrido con la proliferación del mercado negro, el estraperlo, las mafias. Parecen haber rebrotado con vigor. Cuando algunos productos escasean, siempre hay individuos sin escrúpulos que logran sacar partido a costa de los demás.

Lo peor es la incertidumbre acerca de las causas del diluvio. Los especialistas no se ponen de acuerdo, no saben cómo atajarlo, aún no han descubierto un posible procedimiento para mejorar o revertir la situación. Lo único cierto es que, si no consiguen resultados en breve, las consecuencias pueden ser de una incalculable gravedad. Hoy, Alicia se siente especialmente pesimista. Aunque lo intenta, no halla ningún motivo para el buen humor. Ni siquiera la dedicación al trabajo, que siempre ha representado su lenitivo natural.

La muchacha es una razonadora muy competente, un valor en alza dentro de la profesión. Forma parte de un cuerpo especial que resuelve conflictos solo con la palabra y para ello tuvo que formarse en psicología, análisis del comportamiento, sociología, antropología y lingüística. También estudió técnicas de debate y de argumentación, e hizo un montón de horas de prácticas. Los razonadores son muy importantes, un estamento imprescindible del engranaje social después de la degeneración lenta pero continuada del siglo XXI y de la hecatombe de las primeras décadas del XXII, que significó la caída de la Tierra y de sus habitantes en el pozo de la más absoluta degradación. Los hombres se hundieron en una barbarie sin precedentes y casi consiguieron acabar con el planeta. Entrañaba una cierta paradoja que, en el marco de una vida tan cómoda y tecnificada, cuando disponía de los medios y los recursos más sofisticados de toda su historia, el ser humano hubiera llegado a tal extremo de iniquidad. La violencia se convirtió en su única vía de comportamiento, en su único lenguaje. Secuestros, torturas, virus letales, guerras químicas, asesinatos en masa, ciudades arrasadas y vacías, éxodos masivos hacia zonas deshabitadas. A la vez, se produjeron inundaciones, terremotos, erupciones volcánicas. La Tierra había alcanzado un nivel insostenible de contaminación y decidió quejarse del trato recibido, de tanta injusticia y de tanto dolor. En medio del desastre, recuperar la mediación de la palabra fue una de las soluciones establecidas. Frente a la tecnología salvaje, un intento de humanización.

Alicia resigue el informe del conflicto testamentario. Busca recursos que le permitan mediar. Es una desavenencia típica, una familia enfrentada por una herencia. En el informe consta que se pelearon a empujones durante la lectura del testamento. El muerto, un anciano empresario, había legado la parte más sustanciosa de sus bienes al hijo menor. El resto de los hijos, dos mujeres y un hombre, no aceptaron la decisión. Alicia resopla. No la motivan en absoluto los casos de codicia y de celos, pero, por desgracia, tropieza con ellos con una frecuencia desesperante. Los hombres no han aprendido nada, se enemistan por los mismos motivos desde el inicio de los tiempos: ambición, envidia, sexo, dinero, ansias de poder. Afortunadamente, después del oscuro período de la debacle, los términos de la ley fueron redactados con una precisión meridiana, sin claroscuros. No hay lugar en la sociedad de finales del siglo XXII para ningún tipo de delito con violencia, para ninguna forma de agresión. Si los contendientes en un litigio no aceptan un acuerdo pacífico, se les aplica la sanción correspondiente de manera inmediata, sin fisuras. Y sin ningún derecho a apelación.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 04:50 a. m.

Madre 

Cuando sale a la calle, no puede evitar las lágrimas, que se mezclan en su cara con los chorreones de lluvia. Dejar solos a sus hijos la rompe por dentro, pero no hay otra opción. Lo hace por ellos, solo por ellos. Tiene que ser fuerte si quiere seguir adelante. Nico está muy enfermo, y Hugo seguro que también caerá. Ella misma se siente agotada, le duele la cabeza, se le inflaman las articulaciones y en algunos momentos le parece que va a desfallecer. Pero no puede permitírselo. No. Está sola en el mundo con dos niños pequeños, dos criaturas indefensas por las que luchar. Sabe que está jugando con fuego. El delito yace más oculto que nunca en la sociedad de hoy. La ley es draconiana y no posee atenuantes, y ella está a punto de meterse en la guarida del lobo. Suspira con el corazón desbocado. Los desgraciados como ella no tienen demasiada elección. Por sus hijos, lo hará.

Avanza en la semioscuridad procurando no tropezar. Los edificios a su alrededor son fantasmas grotescos que la persiguen. El barrio se ha convertido en un lugar inhóspito, territorio de nadie, espacio de charcos malolientes, aguas sucias, asfalto irregular. Los adoquines se tambalean, inestables, despegados del suelo. Y los árboles, ya muy pocos, muestran impúdicamente unas raíces descarnadas, arrancadas de su hábitat por aquel aguacero incesante, que no tiene piedad. Antes del raudal incontenible, algunos como ella habían empezado a organizarse. Eran muy pobres, pero todavía albergaban la esperanza de conseguir algo mejor. Habían habilitado zonas para vivir en las fábricas y los almacenes abandonados que proliferaban en esa parte de Barcelona, que antes de la debacle se llamaba Poble Nou y no estaba lejos del mar. Buscaron cajas, ropa de abrigo, utensilios para el aseo y para cocinar. Ella y los niños se instalaron en un rincón bastante acogedor, colocaron dos colchones y se hicieron con algunas mantas, incluso colgaron de un cable unas cortinillas floreadas para disponer de un poco de intimidad familiar.

Todo aquello parecía ahora tan lejano… Como si jamás hubiera existido, como si fuese un sueño. Un sueño sustituido por una pesadilla. La pesadilla de la lluvia helada, de la insoportable penumbra, de la enfermedad. De las gotas letales que se filtraron, como una tortura programada, por todas y cada una de las rendijas del viejo edificio, que hundieron el tejado y convirtieron los colchones en jergones hediondos, pudrieron las cortinas floreadas y arrasaron con las cajas y la ropa. Las gotas que acabaron con las endebles posibilidades de la gente como ella.

Las malditas gotas de la muerte, de la destrucción.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 06:50 a. m.

Alicia

Alicia está concentrada, tomando notas. Por eso se sobresalta cuando unos golpes fortísimos fracturan el silencio. Alguien está aporreando la puerta del piso y, a juzgar por el ruido que provoca, parece muy nervioso. Alicia se desprende de la manta mientras Mandela, apeándose de su regazo, corre a ovillarse como una pelota en su escondrijo favorito, detrás del sofá. No le gustan los extraños, en realidad los teme y los odia. Es un rescoldo del pasado, el miedo cerval a reencontrarse algún día con el humano canalla que lo abandonó. Alicia se acerca a la puerta y pega el ojo a la mirilla. No tiene ni idea de quién puede ser. Con sorpresa, distingue a una mujer que conoce del barrio. No sabe su nombre, pero siempre la ve dando vueltas por ahí. Es una mendicante, una entre tantos. Va cubierta con un montón de ropa vieja y lleva un gorrito verde calado hasta las cejas, empapado de lluvia. Parece intuir que la están observando, porque sin previo aviso cesa en los golpes y empieza a gritar:

—¡Abre, abre, abre, abre!

El alarido repetido y estridente aterroriza al gato, convertido en una bola temblona al fondo de su rincón.

—¿Qué ocurre? ¿Qué quieres? —pregunta Alicia antes de decidirse a descorrer los cerrojos que protegen su casa del exterior.

—Tú eres razonadora, ¿no? ¡Eres razonadora! ¡Tienes que abrir!

—¿Por qué? ¿Por qué tengo que abrir?

—¡Porque eres razonadora y te necesitamos, así que tienes que abrir!

A Alicia le resulta difícil ignorar el tono perentorio y preocupado de la voz de la mujer. Tal vez ha sucedido algo importante, alguna cosa grave. Con una cierta prevención, entreabre la puerta.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué gritas así?

Al ver el rostro de Alicia, la mujer respira aliviada. Sin responder, da media vuelta y la anima a que la siga. Gesticula vivamente, con excitación.

—Ven conmigo, deprisa.

Alicia se calza las botas de agua de última generación y descuelga el impermeable del perchero de la entrada. Es un impermeable térmico, con un mecanismo de rechazo de la lluvia que lo mantiene seco en todo momento. Además, gracias a un conjunto de sensores extremadamente sensibles que analizan la fuerza del viento, la presión atmosférica y el grado de humedad, el tejido se adapta automáticamente a la temperatura corporal idónea para cada consumidor. Alicia reconoce que le costó carísimo, pero después de nueve meses de lluvia ininterrumpida está convencida de que es la mejor compra que ha efectuado nunca, el invento más útil del siglo XXII.

Sin perder un minuto, la mujer del gorrito verde ha echado a andar. Lleva unas botas antiguas que no pueden evitar la mojadura. Observándola de cerca, Alicia se da cuenta de que es más joven de lo que creía, pese a las arrugas profundas que atraviesan sus mejillas y enmarcan sus labios y sus ojos. La malnutrición y la falta prolongada de sol han devastado su rostro. Seguro que no tiene dinero para costearse las dosis de vitamina D prescritas por las autoridades, importantísimas para los niños, pero también para los adultos. La escasez de luz y de sol durante los largos meses de agua están causando estragos entre la población. Han aparecido casos de raquitismo y otras patologías asociadas, problemas cardiovasculares, artritis reumatoide, depresiones, ataques desaforados de ansiedad. El índice de suicidios ha aumentado peligrosamente. Por no hablar de los problemas de alimentación. Los árboles y las plantas se mueren, los campos agonizan. A la desesperada, se han improvisado invernaderos en pueblos y ciudades para cultivar los productos más necesarios, algunas verduras, legumbres, hortalizas, fruta, pero resulta imposible abastecer a tanta gente.

Alicia no deja de pensar que el planeta continúa quejándose. Los humanos, eternamente presuntuosos, creían haber recuperado el control. Suponían que habían vuelto a domesticar a la naturaleza. Pero eso nunca llegó a ser verdad, como se empeña en demostrar, desde hace nueve meses, la porfiada y testaruda lluvia. Alicia suspira desanimada mientras sigue a la mujer. Los mendicantes son los descendientes de las clases más desfavorecidas, de los desahuciados sociales surgidos a consecuencia de la enorme crisis que se inició en el siglo anterior. Migrantes, indigentes, desempleados, apátridas, enfermos. Por su trabajo, Alicia ha leído mucho. Sabe que, a lo largo del siglo XXI, las desigualdades aumentaron de forma desorbitada. La Tierra se llenó de una muchedumbre de pobres de solemnidad. Ya en el siglo actual, cuando el planeta tocó fondo, algunos consiguieron sobrevivir, pero después del desastre nadie les prestó atención. Había demasiados asuntos que atender, demasiado mundo por reconstruir. Los mendicantes jamás lograron mejorar de estatus, no pudieron incorporarse a la sociedad. Ahora habitan en las calles, se reproducen en ellas, malviven entre los escombros a base de pequeños delitos y trapicheos, se guarecen de noche entre las ruinas de los incontables edificios asolados e insalubres. Alicia sabe que ciertos grupos intentaron organizarse, incluso que algunas asociaciones paraestatales se preocuparon por ayudarlos, pero la infecta lluvia lo ha complicado todo, lo ha estropeado todo. Solo ha servido para añadir, a sus escasas expectativas, dolor y enfermedad.

El asfalto está resbaladizo. Las losas del pavimento relucen de humedad. Alicia sigue a la mujer, vigilando muy bien dónde pone los pies. Bajo el arco luminoso de las farolas que todavía funcionan, las hojas pisoteadas de los plátanos alfombran las aceras. Son hojas muertas que se pudren en el suelo, mordisqueadas por famélicos roedores huidos de las alcantarillas inundadas en un intento por salvar la vida. No siempre lo logran. Sus cuerpos hinchados, cadáveres de ratas y ratones entre las hojas negruzcas de los plátanos agonizantes, acaban tapizando una calle que también está muerta.

Caminan durante unos diez minutos, Alicia tras las botas chorreantes de la mujer del gorrito verde. Algunos de sus compañeros se les han unido y ahora una pequeña multitud de mendicantes avanza junto a ellas. Parecen agitados. Se mueven a buen paso y murmuran entre sí, pero Alicia no acierta a comprender qué dicen. No logra evitar que un fuerte desasosiego crezca en su interior. ¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Qué puede haber conducido a esa gente a llamar a su puerta? Apenas puede contener la inquietud.

Un par de minutos después, al extremo de un callejón sin asfaltar, la mujer del gorrito verde se detiene por fin. Se vuelve a mirar a Alicia y señala con el dedo un hoyo en el suelo. Es una especie de zanja rectangular, de dimensiones considerables, que ocupa prácticamente toda la anchura del callejón. Alicia observa el perfil de la hendidura. Le parece que tiene los bordes irregulares, como si el terreno hubiese sufrido un desprendimiento y se hubiese precipitado hacia el interior. No es un hecho anormal, en todas partes se están produciendo socavones por el efecto de la lluvia continuada, oquedades cada vez más profundas que pueden acabar hundiendo la ciudad. Alicia consulta con la mirada a la mujer del gorrito verde, pero ella ya está tirando de la manga de su impermeable y obligándola a acercarse al filo de la cavidad.

—¡Date prisa, date prisa! ¡No hay tiempo que perder!

Alicia se asoma al hueco, que es muy profundo. Le parece anegado de arena y agua. Al principio no aprecia gran cosa, la penumbra domina el lugar, pero al cabo de un segundo, solo un segundo, los distingue horrorizada. Son dos niños pequeños, dos figuras diminutas y temblorosas agazapadas sobre una insegura pirámide de cascotes. El agua les llega hasta la cintura. Tienen los ojos abiertos, pero parecen muy frágiles. El mayor sostiene al pequeño agarrado por los hombros. Alicia observa sus caras demacradas y pálidas, con los labios morados y el pelo empapado, pegado a la frente. Comprende que la mujer del gorrito verde tenía razón. No hay tiempo que perder.

—Hola —les dice con voz amable, forzando una sonrisa—. No os asustéis. Vengo a ayudaros. No pasa nada, todo irá bien. Ahora intentaré acercarme a vosotros y me daréis la mano. Así podréis salir de ahí, ¿vale?

Antes de que puedan responder, la mendicante susurra:

—Es que no quieren salir. Por eso te necesitamos, porque eres razonadora. A ver si tú puedes convencerlos. A nosotros no nos hacen caso.

Alicia la mira con sorpresa. No acaba de comprender.

—¿No quieren salir? —interroga.

—No, no quieren salir.

Estupefacta, contempla a los niños. Su palidez aumenta a cada segundo, el más pequeño no parece capaz de mantenerse en pie. La lluvia helada cae sin tregua, el frío es intenso. No aguantarán mucho tiempo en esas condiciones. Alicia intenta reflexionar a toda prisa. El montón de escombros sobre el que los niños se sostienen queda al otro extremo de la zanja, separado de Alicia y de los mendicantes por unos cuantos metros. Demasiados para acceder a ellos si los propios niños no colaboran. Además, allí no hay ninguna máquina, ninguna herramienta, nada que pueda servir de ayuda contra aquel socavón inestable y profundo. Alicia se devana los sesos. El niño mayor, de revuelto cabello oscuro, no contará más de seis o siete años. Y el otro, que parece a punto de desmayarse, seguro que no llega a los tres. Alicia sabe que debería llamar a los expertos en rescates, los salvadores. Rescatar no es su trabajo, no es tarea para una razonadora, pero el tiempo apremia y la sede más cercana de los salvadores se halla demasiado lejos. No puede entretenerse más. Así que se acerca al borde de la hendidura, dispuesta a toda costa a sacar a aquellos niños de allí.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 04:55 a. m.

Hugo y Nico 

Después de que su madre se marchase, el niño no ha podido volver a dormir. Se ha quedado mudo, con los ojos clavados en las vigas deformes del almacén ruinoso que les sirve de hogar. Está nervioso, tiene ganas de levantarse, pero mamá ha insistido en que no se mueva, en que se quede allí, esperándola. Además, tiene que cuidar de Nico. Aún es pequeño, le ha dicho mamá. Y sí, Hugo sabe que su hermano es pequeño, y también sabe que algo malo le ocurre. Está enfermo, seguro. Se le ha hinchado la barriga y hace días que no tiene ganas de jugar. A veces se tambalea, como si se fuera a caer. Además, por la noche le sube la fiebre. Mamá le da agua y le pone la mano en la frente sin parar. Parece muy preocupada. ¿Te duelen los huesos?, le pregunta a todas horas. Pero Nico no lo sabe, solo se echa a llorar. Hugo piensa que su hermano es un crío y que no tiene ni idea de qué son los huesos, así que es difícil que pueda decir si le duelen o no.

Transcurre un rato largo, muy largo, que a Hugo se le antoja una eternidad. Está muy cansado de no mover ni un músculo, pero no quiere despertar a Nico, así que se mantiene quieto como una estatua. La cabeza le da vueltas. ¿Adónde ha ido mamá? Debe de tratarse de algo muy importante, porque mamá nunca les deja solos, y aún menos durante la noche. Ha dicho que volvería enseguida, pero no es verdad. El tiempo pasa y ella no aparece.

Por favor, por favor, ¿dónde estás, mamá?

De repente, Nico se remueve a su lado. Entreabre los ojos y murmura algo que Hugo no entiende.

—¿Qué te pasa, Nico? ¿Qué quieres?

El pequeño se espabila un poco. Se incorpora y dice:

—Mamá…

—Mamá no está, pero ha dicho que volverá pronto.

—Pues yo quiero agua… Tengo sed…

Hugo vacila. Él es el responsable. Si Nico tiene sed, debe darle de beber.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 05:33 a. m.

Madre

Cuando se acerca a la entrada del rancio establecimiento, las piernas le tiemblan. Jadea, cansada. No es fácil avanzar bajo la lluvia. La calle, cercana a la antigua plaza de Urquinaona, está muy oscura. Solo los achacosos neones que sirven de reclamo proyectan sobre las aceras un poco de luz. Traga saliva con dificultad. Las lágrimas y las gotas de lluvia aún se mezclan en sus mejillas, formando regueros tortuosos que descienden hasta las comisuras de los labios. Ahora que se encuentra al final del trayecto, plantada ante aquel local mugriento que le repugna, no puede evitar que su determinación decaiga. Está muy nerviosa, casi a punto de darse la vuelta y volver a casa. Pero recuerda que a su amiga Romina todo le ha salido bien. Se consuela pensando en eso. Si a Romina le ha funcionado, si Romina ha podido hacerlo, ella también podrá. Debe pensar en sus hijos, solo en sus hijos. Limpiar su mente de cualquier otra idea. Hugo y Nico. Nico y Hugo. No hay nada más que le importe en la vida. Nada más.

De un manotazo, se limpia la cara. Eleva la mirada, respira profundamente y, procurando mantenerse erguida, franquea con ademán resuelto la puerta del local. En el interior huele a humanidad, a alcohol barato, a sudor. Pero sobre todo huele a humedad. Por todas partes, la humedad.

Echa una ojeada en derredor. Mesas cochambrosas, una barra sucia, un camarero huesudo que sirve copas. Distingue mujeres y hombres con vasos en las manos, notas ahogadas de una música afónica que no sabe de dónde procede, murmullos y conversaciones. Pero ni un asomo de risas, de diversión, de felicidad. La gente bebe copiosamente, engulle la bebida. Degluten, se anestesian, tratan de narcotizarse para ser capaces de aguantar. Ella, sin embargo, no puede perder el tiempo en esas cosas. Tiene dos hijos por los que luchar.

Alguien la agarra del brazo con fuerza. Es un hombre, de complexión robusta, que se le ha acercado por detrás.

—¿A quién buscas?

Ella se sobresalta. De repente, toma conciencia de dónde está. Y siente el miedo agarrado a la piel.

—Bueno, una amiga, mi amiga… Romina… Bueno…, ella me dio el nombre del señor Fran —balbucea temblorosa—. Arregló un encuentro para hoy y me dijo que…, bueno, si yo…, que yo podría…

El hombre de complexión robusta no la deja terminar.

—Entiendo, entiendo. Sígueme.

Con paso resuelto, echa a andar hacia el fondo del local, más allá de las mesas cochambrosas y de la sucia barra. Enfilan un estrecho pasillo hasta una puerta de hierro, que parece muy sólida. El hombre llama con los nudillos y alguien responde desde el interior.

—Adelante, pasad.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 07:10 a. m.

Alicia y Hugo 

Es consciente de que toda su experiencia como razonadora no va a servir de mucho frente a un niño obstinado y muerto de miedo, un niño mendicante, acostumbrado a vivir en la calle y a no confiar en los demás. La mujer del gorrito verde la ha puesto en antecedentes, aunque conoce poco a los niños. Le ha dicho que siempre están con su madre, una chica joven y agradable, pero que jamás los ha visto con nadie más. A ella le parece que la chica es una buena madre, no los deja nunca solos.

—Es muy raro. Quién sabe si le ha ocurrido algo malo —musita nerviosa.

Alicia ha valorado la situación a toda velocidad. Los niños se hallan haciendo equilibrios sobre el montón de escombros acumulado en el extremo más alejado de la zanja. Si dan un paso en falso, se hundirán. La profundidad del socavón es considerable. Alicia sabe que, si quiere conseguir algo, debe identificarse, hablarle al niño con sinceridad. Así que, lo más cerca que puede del borde del agujero, lo contempla con fingida calma y le sonríe con toda la amabilidad de que es capaz.

—Empecemos de nuevo, ¿vale? Entiendo muy bien que no puedes darme la mano si no sabes quién soy. Mira, yo trabajo como razonadora y estoy acostumbrada a tratar con mucha gente, con personas como tú. Lo hago para ayudarlas, ¿sabes?

El niño la observa atentamente, pero no dice nada. ¿Quién es esa mujer? No la conoce y mamá siempre dice que no se fíe de las personas desconocidas.

—Me llamo Alicia. Alicia es mi nombre. ¿Puedo saber cómo te llamas tú?

El nombre le gusta, pero no la conoce, así que sigue callado, aunque no puede evitar que sus labios tiriten cada vez más.

Alicia cruza una ojeada con la mujer del gorrito verde. El tiempo corre en su contra. El niño pequeño no se mueve desde hace un rato, parece encontrarse muy mal.

—Oye, verás, yo solo quiero ayudaros. Hace frío ahí dentro del agua, ¿no? Seguro que estáis pasando mucho frío.

Sí, hace mucho frío, pero él no conoce de nada a esa tal Alicia, aunque tenga un nombre tan bonito.

Ella suspira, tensa. Por toda respuesta, la mirada silente de aquellos ojos tan negros. La situación empieza a ser desesperada. Alicia casi puede asegurar que el pequeño está inconsciente. Solo la mano izquierda del mayor, que tira torpemente de su ropa, le impide caer.

—Oye, ¿te gustan los gatos? Yo tengo un gato en mi casa. Se llama Mandela y es muy bueno. Si salís de ahí, puedo presentártelo. Quizá te gustaría jugar con él.

Un leve brillo en las pupilas del niño. Le encantan los animales, pero nunca ha tenido un gato, nunca ha jugado con uno. Le haría mucha ilusión. Sin embargo, no puede irse. Tiene que esperar a mamá. Ella le ha dicho que no se moviera. Bastante se enfadará cuando se entere de que se han levantado de la cama, han salido fuera y Nico se ha caído dentro del hoyo. Pero no quedaba otro remedio; Nico tenía fiebre, seguro. Necesitaba beber. Cuando tiene fiebre, mamá siempre le da de beber. Hugo se ha puesto muy nervioso porque no ha encontrado ninguna botella de agua en su pequeño cubículo. Y no sabe por qué, pero ha decidido salir a la calle. Qué tonto ha sido. Nico iba medio dormido y no ha visto el agujero. Él ha pensado que podría sacarlo y se ha metido detrás. Pero no ha podido. Y ahora están los dos allí dentro, sin saber qué hacer.

—Dime cómo te llamas, así podremos charlar mejor. ¿Este niño es tu hermano? Creo que está malito, el frío y el agua no son buenos para él. Es un niño muy guapo. Y tú también. Venga, que buscaremos a tu madre y luego te llevaré a conocer a Mandela.

Un movimiento dubitativo en los hombros de Hugo. La mención del gato parece tentarlo. Alicia conoce muy bien el lenguaje gestual. Es el momento de pulsar las teclas más íntimas.

—Mira, cariño, no hace falta que me digas tu nombre si no quieres. Pero sí que deberías decirme dónde está tu mamá para que vayamos a buscarla. ¿No tienes ganas de ver a tu mamá?

La boca del niño se pliega en un rictus de llanto.

—Hugo —pronuncia, con un hilo de voz.

¡Por fin! Alicia carraspea y le dedica una amplia sonrisa.

—¡Hugo! Vaya, es un nombre muy bonito. Y tu hermano, ¿cómo se llama tu hermano?

—Nico.

Ahora sí. Ahora Alicia puede intentar deshacer el ovillo. Se ha roto el hielo y la coraza defensiva del niño está a punto de caer.

—También es precioso. Hugo y Nico. Dos hermanitos muy guapos. A mi gato le vais a encantar… Ya verás, todo va a ir muy bien. Ahora, tranquilamente, harás lo que yo te diga. Os voy a sacar de ahí.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 06:12 a. m.

Madre

Ni siquiera le ha preguntado su nombre. Hace mucho tiempo que nadie le pregunta su nombre.

Han entrado y el hombre de complexión robusta ha cerrado la puerta tras ellos. Después, como si fuera de humo, se ha evaporado por una salida lateral. Ella ha permanecido de pie junto a la puerta cerrada, recorriendo el espacio con mirada cautelosa. No distingue a nadie más. Solo al viejo gordo y lechoso, de papada imponente, que la observa desde el centro de la sala sin ninguna discreción. Viste un batín bordado, brillante, al estilo de los magnates de otra época, y está sentado en un enorme sillón de damasco color aceituna que parece un trono. Es un sillón blando y lujoso, colocado sobre una tarima de madera pulida. El ambiente trata de simular elegancia, pero en realidad resulta decadente y caduco, como el decorado barato en una mala película de siglos atrás. Hay un reloj de péndulo en uno de los rincones y cuadros antiguos por todas las paredes, cacerías del zorro y cosas así. La estancia no parece real. Está concebida como un escenario hecho a medida, siniestro y estremecedor.

Allí dentro, sin embargo, no huele a humedad.

Ella no se aparta de la puerta, horrorizada. Su amiga Romina pronunció las palabras «mafioso», «desaprensivo», «mercado negro», pero aquella puesta en escena, que era como entrar en el túnel del tiempo, no la mencionó. Seguramente hizo bien, porque todo aquello parece cosa de locos. Se pregunta si aquel individuo es un excéntrico o posee alguna patología diagnosticada. Tal vez se trate simplemente de un pervertido sin escrúpulos que se aprovecha de las mujeres como ella y disfruta con aquel juego de atrezo malsano, pura humillación.

Sin hablar, el viejo gesticula con la mano, indicándole que se acerque. Ella avanza, trémula. Va camino del cadalso.

Doce pasos de la puerta al sillón.

El viejo hurga en el bolsillo derecho del batín y saca dos botes redondos. Llevan una etiqueta con una D mayúscula escrita a mano. Mirándola fijamente, los deposita con estudiada lentitud en la mesilla auxiliar de madera lacada que tiene a su lado. No habla, no dice nada, no le pregunta su nombre. Cuando se desata el cinturón, ella cierra los ojos, pero él le golpea la cara y la obliga a mirar.

Hugo y Nico. Nico y Hugo. Nada más. Nada más.

Apenas puede contener una arcada imprudente cuando nota en la boca el miembro viscoso de aquel viejo gordo, bañado en sudor.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 07:25 a. m.

Alicia y Hugo

Ha sucedido muy deprisa. En pocos segundos, muy pocos.

Luego, todos los presentes han quedado sumidos en un silencio abismal.

Y ha irrumpido la certidumbre enloquecedora de que no hay vuelta atrás, el latido desaforado en el pecho y un único vocablo que taladra a gritos la oscuridad.

¡No, no, no, no, no, no, no!

En el instante en que Hugo ha aceptado colaborar, Alicia se ha tendido en el suelo. Su cuerpo al borde del precipicio, casi cayendo, y unos cuantos mendicantes a su espalda sosteniéndola por las piernas.

—Intenta darme la mano, Hugo. Inténtalo.

La distancia entre los dos parecía enorme, pero con un esfuerzo mesurado y constante conseguirían salvarla, aunque fuese milímetro a milímetro. Alicia le hablaba al niño suavemente, animándolo:

—Venga, cariño, todo irá bien. Pero sobre todo no sueltes a Nico, que se puede caer.

Hugo obedecía asustado, centrando su energía en el avance de la mano derecha, una mano diminuta y macilenta al extremo de un bracito corto, flaco y aterido. Alicia intentaba elongar su cuerpo, como una serpiente, pero el espacio que los separaba se acortaba con una exasperante lentitud. Para llegar a Hugo, todavía le faltaban unos cuantos centímetros. El niño tenía que aguantar el equilibrio sobre la pirámide de escombros y mantener a Nico fuera del agua con la mano izquierda. Sudoroso, apretaba los dientes, se mordía los labios violáceos hasta hacerlos sangrar. Lo intentó como pudo, el rostro desencajado bajo la lluvia, alerta toda su voluntad de chiquillo aterrado, los ojos abiertos de pánico en la semioscuridad, pero el esfuerzo empezó a resultar excesivo. No lo conseguiría, no lo conseguiría. Desesperado, se echó a llorar.

—¡Alicia! —Su grito se prendió en el agua como una agonía—. ¡No puedo más! ¡No puedo más! ¡Alicia! ¡No puedo más!

Y entonces se acabó todo. Simplemente, así.

En un breve segundo, con un chapoteo apenas audible, el cuerpecillo de Nico desapareció.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 06:40 a. m.

Madre

Cuando levanta la cabeza, está convencida de que ya está. El viejo le tiende un pañuelo de seda y ella se frota los labios. Desearía restregarse la boca sin parar. Restregar y restregar hasta hacerse daño, hasta erradicar por completo el rastro de aquel hombre nauseabundo, hasta borrar la vergüenza por lo que acaba de hacer. Sin embargo, se limpia suavemente, tratando de ocultar la repulsión. Solo ansía coger lo que es suyo y largarse de allí. Con el corazón en la garganta, piensa en los niños. Hugo y Nico. Nico y Hugo. Nada más.

Las piernas le flaquean cuando se pone en pie. Intenta preguntar si puede cogerlos, pero las palabras se quiebran al fondo de su garganta. No quiere llorar, no quiere que el viejo gordo la vea desmoronarse. Así que se limita a señalar con la mano los botes que él ha dejado sobre la mesilla antes de comenzar.

—¿Cuántos hijos tienes?

La pregunta la pilla desprevenida. La voz del viejo, grave y flemática, queda suspendida en el aire como un sonido anómalo, casi fantasmal.

—Dos.

El viejo asiente, dando por buena la respuesta.

—Eso me han dicho. Dos.

Ella también asiente, sin saber adónde conduce aquello. El viejo prosigue:

—¿Y cuántos botes de pastillas ves sobre la mesa?

—Dos.

El viejo vuelve a asentir.

—Exactamente. Dos. Eres una chica lista. Dos. Dos hijos, dos botes… Dos.

Ella apenas puede dar crédito a lo que está a punto de suceder. Esta vez, el viejo gordo se levanta del sillón y deja caer al suelo, descubriendo sin pudor un cuerpo seboso y fofo, el bordado batín.

 

Barcelona, 30 de enero de 2185, 07:58 a. m.

Madre

Al salir, trata de respirar hondo y de llenar los pulmones con el aire frío del exterior. El esfuerzo, sin embargo, le produce violentos espasmos que la sacuden desde el fondo del estómago y que no puede controlar. Vomita en la acera, retorciéndose de vergüenza, de asco, de dolor. Tiene miedo. Se desprecia a sí misma por haber sido capaz de soportar toda aquella vejación. Por más tiempo que viva, el recuerdo no se esfumará: la lengua del viejo mafioso lamiendo su cara, el hedor de su aliento pútrido, los ojos vidriosos de deseo, la baba viscosa, las manos húmedas de sudor. Y aquel miembro, sorprendentemente erecto, embistiéndola sin piedad. Ha durado mucho mucho, una eternidad.

Solloza sin hacer ruido. Y luego, cansinamente, se aleja calle abajo. No sabe qué hora es, pero tiene la sensación de que ha transcurrido muchísimo tiempo. Está deseando volver con sus hijos, con Hugo y con Nico. Son lo único que le importa en la vida. Nada más.

Mientras avanza, se palpa el bolsillo del impermeable. Allí están. Por lo menos, en eso Romina no la engañó. Ha conseguido lo que quería. Dos botes de comprimidos de vitamina D, uno para Hugo, otro para Nico. Los mendicantes nunca pueden tomarla, es demasiado cara, pero ella no iba a permitir que sus hijos enfermaran. Ha hecho lo que tenía que hacer. Sí. Se tragará el terrible recuerdo, se tragará el amor propio y la dignidad. Pero sus hijos se salvarán de la venenosa lluvia, de la constante oscuridad.

A medida que se acerca al almacén donde vive, se siente más animada. Quiere creer que todo irá bien, pero de repente distingue en el callejón un inusitado revuelo. Observa la presencia de algunos vehículos de salvadores, con sus luces rojas, y de las sofisticadas ambulancias de los sanadores, con sus luces verdes. Siente que el pánico empieza a crecer en su interior y, con el corazón en la boca, echa a correr.

Cuando llega al lugar, ve una camilla. Un sanador auxiliar está metiendo algo que apenas tiene volumen en un envoltorio gris.

 

Barcelona, 2 de febrero de 2185, 11:30 a. m.

Alicia, madre, Hugo 

Alicia acaba de llegar a casa, después de asistir al interrogatorio de los enjuiciadores. Tenía que explicar cómo había sucedido todo. La madre estaba allí, agarrando convulsamente la mano de Hugo. El niño, aunque lloraba, parecía ausente. El rostro hierático, como una estatua de sal. La mujer del gorrito verde ha declarado también, confirmando la historia. Un accidente desafortunado, ha dicho. La mala suerte, imposible de prever.

Hugo, un niño tan pequeño, no es responsable de nada, pero su madre no ha podido justificar por qué había dejado solos a sus hijos. Le han insistido, diga dónde estaba, cuéntenos el motivo, si tiene algún problema, algo en su defensa, algo que alegar. Sin embargo, ella se ha mantenido en silencio, la boca cerrada, los labios apretados, obstinadamente muda. El tribunal de enjuiciadores no ha podido salvarla. De manera que le quitan al niño. No se sabe por cuánto tiempo, quizá para siempre. Los van a separar.

Al pequeño Nico lo enterraron ayer.

Alicia se sienta y suspira, y Mandela se instala ronroneando sobre sus rodillas. Ella pone en marcha la pantalla de la televisión. Necesita hacer algo para distraerse, la domina la impotencia. Todo su trabajo de razonadora le parece absolutamente inútil ante el destino de aquella pobre madre, una mendicante sola que no ha podido salir del pozo ni de la miseria, que se ha quedado encallada en el barrizal. Antes de que se la llevaran, la muchacha ha logrado acercarse a ella. Solo han hablado un minuto, pero ha sido suficiente. La joven le ha entregado, intentando que nadie la viera, una pequeña bolsa. Dos botes de pastillas de vitamina D.

—Fui a buscar esto. No me pregunte adónde. Para los dos. Ahora son todas para Hugo. Por favor, ¿se podrá encargar?

Le ha respondido que sí. Que no se preocupe, que se ocupará. Ella ha asentido con mirada agradecida. Y un empleado de uniforme, obedeciendo el veredicto de los enjuiciadores, la ha tomado del brazo y la ha sacado de la sala del tribunal.

 

La sintonía musical que brota de la televisión aparta a Alicia de sus pensamientos. Siente un miedo repentino. Es la sintonía de una alerta oficial. Aprieta el botón del mando a distancia para aumentar el volumen. La voz del presentador, terriblemente seria, le llega con total nitidez:

«Las autoridades mundiales acaban de ordenar el estado de excepción en todo el planeta. Hasta ahora los expertos continúan sin descubrir las causas de la inexplicable situación meteorológica que nos afecta desde hace nueve meses. Por desgracia, hoy nos vemos obligados a comunicarles una gravísima noticia, confirmada hace unos minutos por la comunidad científica. Ya no hay en la Tierra un lugar sin lluvia. El fenómeno se ha extendido a las zonas que se mantenían ajenas, a la totalidad de los territorios, hasta ahora secos, del hemisferio sur».

  • Anna Maria Villalonga
    Villalonga, Anna Maria

    Anna Maria Villalonga es profesora de Literatura en la Universidad de Barcelona. Ha publicado estudios de investigación sobre el género negro y el ensayo Les veus del crim (2013). Sus relatos han aparecido en numerosos volúmenes colectivos y revistas literarias. Coordinadora y autora en dos antologías de relatos negros femeninos: Elles també maten (2013) y Noves dames del crim (2015). En 2014 publicó la novela La dona de gris (Premio Valencia Negra 2015), traducida por la Editorial Navona (La mujer de gris, 2015). En enero de 2017 publicó El somriure de Darwin, cuya versión en castellano aparecerá en los próximos meses.