La última del sanatorio
2002 – Calafell, Cataluña
En la provincia de Tarragona se solea un pueblo llamado Calafell. Hace ya muchos años que no piso Calafell. A veces me doy cuenta de que Calafell no existe. Jamás ha existido.
Ah, pero yo estaba ahí.
Años antes de que los constructores eliminaran aquel palmo de tierra llamado Calafell, yo ya veraneaba en Calafell. Luego suceden cosas que convierten la memoria en una gelatina prieta, algo como una emulsión marrón en cuyo interior ha quedado atrapada una mosca. Entonces, una tiende a creer que Calafell no existió, y con su no existir se evaporan también los acontecimientos.
Es mejor así, y así habría sido si no fuera porque el hombre se ha empeñado en que me acuerde. No me gusta mi niñez. No me gusta recordar que existió.
Al final del pueblo, en el malecón que recorríamos lo que dura la decepción a pie, un puñado de casas de pescadores dejaba blanquear sus huesos a la espera de convertirse en bares. Hasta allí íbamos en bicicleta. Por el día, solo en bici y con chancletas, y por la noche, armados de cuchillos de cocina para visitar el Sanatorio de San Juan de Dios.
El sanatorio había sido un centro para tuberculosos. Los abuelos decían que era por el yodo del mar en la zona, así que sería por eso. A nosotros nos gustaba ir de noche. Nos gustaba ir de noche porque ir de noche al sanatorio no podía gustarle a nadie. Me refiero a que nos gustaba ir, pero no nos gustaba estar ahí. Ir era un alarde de valentía. Estar, una idiotez trufada de ratas, colchones destripados con restos de manchas, utensilios metálicos que no nos atrevíamos a tocar, bacinillas y miseria. Además de los fardos. Grupos de tipos que eran solo sombras y resoplaban, y que a veces hacían gritar a mujeres que nunca vimos, llevaban los fardos desde el mar, pero ese era otro asunto y mejor no hablar. Ellos tenían pistolas, y nosotros, los cuchillos de las cocinas de las madres.
Desde la entrada frontal del sanatorio, enorme con sus columnas y su enorme porche abierto a la orilla, hasta el mar, se llegaba en una carrerita corta.
El Sanatorio de San Juan de Dios quedaba ya fuera del pueblo, aunque no mucho. Lo que entonces llamábamos Calafell no era más que un par de hileras de casas codo a codo paralelas al mar. El sanatorio estaba al final, a menos de dos minutos en bici. No me gustaba ir en bicicleta porque llegaba la última y luego me costaba correr. Siempre acabábamos corriendo para salir del sanatorio. Llegaba la última y salía la última. A veces nos perseguía alguna sombra. Yo era carne de sombra. Tampoco me gustaba ir al sanatorio porque los mayores jugaban con sus cuchillos, jugaban a hacerse sangre y también a asustar a las niñas para que les enseñaran las bragas. A mí no me molestaban, yo no parecía una niña. Yo parecía un niño torpe afeminado. Creo que algunos ni siquiera llegaron a saber que yo era una niña. Luego, cuando ya me salieron las tetas y se me estrechó la cintura, de aquellos críos no quedaba nada y el sanatorio era una mosca en la gelatina de una memoria guardada en el altillo de los jamases.
Ya le he contado al hombre que mis recuerdos no son de verdad, como si algún recuerdo lo fuera, pero él insiste. El hombre tiene un dolor hondo. «Tengo que saber», me dice. «Haga un esfuerzo».
Le he contado que la última noche que fuimos al sanatorio ya estaba terminándose el verano y no hacía calor. Él se impacienta, pero es que lo primero que recuerdo es eso mismo, que no hacía calor, porque en esa zona suele haber una bruma húmeda y caliente que da como fiebre, pero esa noche la oscuridad era clara y sin mosquitos, y la humedad ya parecía otra, dura.
Al hombre lo han mandado de los policías. Yo ya estuve entonces con los policías y juro que no guardo ningún recuerdo de haber estado con ellos. Calafell no existe, los policías no existen, la niña que solía cenar bocadillos de tortilla en pan con tomate no existe, mi infancia existiría si yo existiera. Ese tipo de cosas que no puedo decirle.
Los policías.
Una niña que parece un niño afeminado en bicicleta no podía explicar a un par de adultos disfrazados con un uniforme por qué lleva ese cuchillo que su madre utiliza en la cocina para filetear el lomo de cerdo asado. Eso, esa escena, ese acto… Cualquiera entiende que es una soberana idiotez.
Ella no se quedó atrás porque fuera torpe, sino por ser rubia. Esto es así, y de ahí mi gelatina. La que solía quedarse atrás, la que se suponía atrás era yo, pero ella estaba atada. Por ser rubia y también por ser la que había llegado nueva aquel verano. Y por flaca. Y por saber pescar pulpos con la mano. Pero no se quedó la última por ser yo, a eso me refiero.
Atada a un pilar.
El hombre me mira con la parte blanca de la bola de los ojos de color amarillo, un poco marrón. Claro que sé que el hombre es el padre de la niña que no era yo. A buenas horas. Eso me gustaría decirle: A buenas horas, pan con tomate.
—Tengo que saber… Haga un esfuerzo.
—Es que yo no la conocía mucho. Yo era de otro grupo.
Miento. Yo no era de otro ni de ningún grupo. Es una forma de decir que cómo iba yo a intimar con la niña nueva, rubia, intrépida, elástica, pescadora de pulpos con la mano.
—Me han dicho que usted estaba allí.
No pueden mandarte a la infancia y luego tratarte de usted.
—Tráteme de tú.
—Estabas allí, ¿verdad?
—No, ya no.
Si yo hubiera estado allí y Calafell hubiera existido y este cuerpo adulto fuera algo más que el anhelo de una cría que sufrió… Si todo eso fuera, aquella cría amorfa, aquel ser impreciso anterior a mí tendría entonces unos doce.
—¿Quiere tomar algo?
—Tengo treinta y ocho años.
—¿Qué suele tomar?
—Me incomoda que me trate de usted.
—¿Te pido una caña?
—Han pasado más de veinticinco años.
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El 24 de junio de 1984 decidí llamarme Patricia, Pat, Expósito. Algo menos de tres meses atrás había cumplido dieciséis años. Aquel mismo día cometí mi primer y muy tierno delito: me colé en un TALGO —TrenArticuladoLigeroGoicoecheaOriol, repetíamos en la clase de Ciencias Sociales— que paraba a las 18:40 en la estación de Calatayud. Mi equipaje cabía en la mochila que le robé al idiota de mi hermano Pedro, excursionista: cuatro bragas, dos vaqueros, algunas camisetas, la cafetera italiana pequeña de mis padres y un paquetón de libros que creí trinchera y resultaron buenos para transacciones.
Hasta entonces había sido Mercedes. De junio del 84 hasta las Navidades de 2000, me llamaban Pat. Mucha rabia después he vuelto a no ser nadie.
Pat era una tía brava.
Ah, Pat.
Lo primero que hizo al llegar a Barcelona fue raparse el pelo. El resto iba en el lote: un novio con estudios primarios y chupa de cuero, un contacto en Holanda para los ácidos, un militante vasco del caballo, un ejercicio de avitaminosis, Pat, Pat, Pat, la chica mala de la ciudad, oh yeah.
O sea, es posible que desde el último verano que la niña-niño visitó el Sanatorio de San Juan de Dios y aquel primer verano Pat del 84 transcurrieran solo cuatro años. Lo que nos lleva a plantearnos la idiotez del calendario, de los períodos temporales, del desarrollo humano e incluso de la existencia misma de los cuerpos sólidos.
El 24 de junio de 1984 decidí llamarme Patricia, Pat, Expósito, y si no fuera porque ha llegado un adicto a la culpa a recordármelo, ni siquiera…
Recordármelo.
Una vez rapada, la destructible Pat ocupó algo así como diez días en cocinar la habitual gelatina que destierra a la mosca en confite del olvido. Irguió su cuerpo hembra, domesticó el orgasmo, se eliminó del cuerpo cualquier recuerdo de redondez, pintó de negro hasta el último minuto de su escolarización, inventó un episodio terrible para cada uno de los miembros de su familia y se fumó un porro.
Entonces, llegabas de un extremo a otro de Calafell en exactamente cinco minutos de bicicleta. Eso decían. Nosotros, los niños que íbamos por la noche al sanatorio, salíamos de un extremo que era el opuesto a las casas de los pescadores. El sanatorio estaba al final de las casas de los pescadores. Si mirábamos al frente, el mar nos quedaba a la izquierda. Los niños de nuestro extremo éramos los idiotas, o sea, los veraneantes. Nunca, ni una sola vez, me pregunté por qué cogía mi cuchillo, montaba en mi bicicleta y seguía a los idiotas. Eran mis idiotas.
Hay una edad en la que algunas cosas se saben, pero no se saben. Se trata del lenguaje. Sabes lo que sucede, pero no podrías enunciarlo. Por ejemplo, sabes que los chicos mayores pedalean hasta el sanatorio para excitarse. Pero no sabes que esa incomodidad y la náusea se llama excitarse.
Al fondo de un pasillo, en la segunda planta, o algo así como un pasillo, pero seguro que en la segunda, había un gran espacio que permanecía alicatado. Las baldosas resultan de una certeza entre higiénica y aterradora en la oscuridad. Los chicos mayores lo llamaban el quirófano. Las chicas mayores no lo llamaban porque no venían.
—¿Por qué le interesa ahora todo eso?
Lo pregunto por hacer tiempo. No he tenido hijos. Mirando al hombre, me alegro de no ser madre.
—¿Cuántos erais aquel día?
—Los de siempre. Íbamos todos.
—¿Todos? ¿Cuántos son todos, quiénes erais todos?
Suspiro y doy un trago a la segunda caña. Él termina su segundo whisky.
—Todos esos datos ya los dio la policía. ¿Por qué viene usted ahora? Han pasado veinticinco años. ¿Qué quiere encontrar a estas alturas?
—¿Erais amigas?
Pienso que quizá se está muriendo y por eso trata de cerrar algunas cuentas pendientes. Empieza a caer la tarde y el aire se ha puesto marrón e irrespirable.
—Preferiría seguir dentro —lo digo levantándome—. Pero no sé dónde pretende llegar.
Ya he decidido que permaneceré con el hombre hasta que él lo necesite. Su pena es demasiado impúdica. Yo recibí, hasta que me convertí en Pat, una educación estrictamente católica, con dos bases: la virginidad y la compasión. Las hostias que se reciben en la infancia quedan adheridas a las paredes de lo que somos. Eternamente. Entramos en la cafetería. La grasa que flota en el ambiente es peor que el marrón exterior, pero prefiero no desdecirme.
—Voy a pedirme una copa. ¿Quiere otra caña? —Niego con la cabeza—. ¿Quién la ató?
Deja escapar la pregunta mientras se levanta y me ofrece la espalda para ir hacia la barra. No quiere oír la respuesta. Pienso en buñuelos. Huele a buñuelos de bacalao y a pescado frito. De las casas de los pescadores que precedían al sanatorio en las noches de verano solía salir un olor parecido. En las nuestras, las de los veraneantes, olía a tortilla francesa, carne a la plancha y damas de noche.
Durante dieciséis años fui Pat. O sea, que durante los primeros dieciséis años de mi vida fui Mercedes, y después fui Pat el mismo tiempo. Se trata de una casualidad: dieciséis años y dieciséis años. En esas cosas una no calcula.
Por culpa del hombre pienso en la muerte. Siendo Pat pude haber atropellado a algunas personas. Conducía siempre. Conducía bebida, y a veces drogada, y muchas veces bebida y drogada y sin haber dormido en un par de días, o más de un par, ¿quién puede saberlo? Pude haber atropellado a algunas personas, pero no guardo ningún recuerdo de aquello. Salía a la carretera. Ahí se olvidan las verdades y se confita el recuerdo para que la bestia lo digiera. A veces vi personas muertas y otras que estaban a punto de morir. No recuerdo qué hice en ninguna de aquellas ocasiones que quizá no existieron.
Siendo Pat olvidé a Mercedes, pero no recuerdo lo que fui siendo Pat.
—He tardado muchos años en no ser nadie, mucho dolor… —El hombre ha regresado y con el dedo índice de la mano derecha da vueltas al hielo que flota en su vaso de whisky, sin levantar la vista—. Si usted se emborracha no le acompañaré a ningún lugar. Ha conseguido que me acuerde de los tiempos repugnantes. Parece usted de los que luego lo echan todo a perder con la última copa.
—¿Quién ató a mi hija?
Creo que necesitaba beber el tercer whisky para decir «mi hija». Quizá yo debería de beber tres whiskies para hablar de mi padre, pero no pienso probarlo.
—Yo no recuerdo bien a su hija, ustedes acababan de llegar aquel verano. Su hija era la preferida de todos y yo era la que llegaba tarde. No creo ni que fueran conscientes de mi presencia. Además, todos eran idiotas.
—¿No la recuerda bien o no la recuerda en absoluto?
Se llamaba Esther, con hache intercalada. Mi madre dijo que intercalar una hache en Ester le parecía una horterada. Yo suspiraba por intercalarme algo que me convirtiera en una chica flaca y sofisticada que sabía nadar hasta la segunda boya, llegar allí y sumergirse hasta que un pequeño pulpo se le agarraba al antebrazo. Una vez llegué a la primera boya y creí que me iba a desmayar. Luego, me eché a llorar mucho rato, hasta que me quedé helada. Esther tenía doce años cuando llegó, igual que yo. Eso era lo único que teníamos en común: doce putos años de mierda. Los doce años es el punto en el que más mierda es la mierda, los sujetadores, los pelos, el despunte de las tetitas como bultos de eunuco gordo, el dolor de una soledad cursi y pegajosa.
—La recuerdo.
—¿Cómo era?
El hombre ha inclinado su cuerpo hacia delante. Está sentado frente a mí en una mesa cuadrada de madera muy sucia y, al hacerlo, su cara me ha quedado demasiado cerca como para ignorar que sus ojos están enfermos. El blanco de sus ojos es más marrón que amarillo. Y huele a ciruelas pasas maceradas en ron viejo.
—¿Está usted enfermo?
—¿Cómo era mi hija?
—¿Qué quiere decir con «cómo era mi hija»? —Imito su voz sabiendo que no es el momento de la crueldad—. ¿No sabe usted cómo era su hija, o qué? ¿Cómo voy a saber yo mejor que usted cómo era su hija?
—Por la distancia. Los padres no tenemos distancia. —Calla y se echa a la boca lo que queda de licor, incluido el hielo. Luego mastica el hielo como si tratara de hacerse daño en la lengua o las encías. En ese momento me lo imagino, lo veo, autolesionándose. De mala manera—. Tampoco miramos a nuestros hijos.
—Era la nueva. Era flaca. —Busco la palabra mirando hacia el fondo de la barra para dejar que el pasado vuelva pringoso, como la superficie de la mesa—… Era elástica y valiente.
—¿Valiente?
—¿Por qué me pregunta a mí? ¿Por qué no ha ido a buscar a los otros? La conocían mejor.
—No me sirven.
La primera vez que creí ver a los hombres de los fardos en el sanatorio ya todos habíamos echado a correr. Todo el mundo sabía de los hombres de los fardos. Me refiero a nosotros, los veraneantes, y también todos los habitantes del pueblo. Aunque sería más correcto decir los hijos de los veraneantes. Nuestros padres no sabían nada de nada más allá de sus aperitivos, la organización correcta de las chicas del servicio, los recados a la confitería, las cenas en las terrazas perfumadas de flores fragantes. Las cenas y de vez en cuando los invitados. Los padres nunca sabían nada.
Habíamos echado a correr y yo, como siempre, me había quedado atrás. En cuanto me di cuenta de que entraban por el fondo del corredor, me pegué a la pared. Pensé que si cruzaba la puerta de salida, que se abría en el otro extremo, quedaría al descubierto, encuadrada en la mínima claridad que ofrecía el vano. Los habíamos oído resoplar y habíamos visto sus fardos, que los chicos a veces se atrevían a rozar con la yema de los dedos, como si ya no llevaran cuchillos. Sabíamos las historias que contaban en el pueblo sobre las barcas y la droga y las pistolas y el sanatorio, y en parte por eso íbamos allí. También porque a los mayores les gustaba llevar a las niñas al quirófano y meterles miedo, exigirles las bragas. Aquel día, pegada a la pared los pude ver, aunque solo eran un grupo de sombras que gritaba y gruñía. Pero lo que cargaban no era un fardo. De eso no me cupo duda. Por los gritos y porque hay cosas que se saben, y se saben. Lo que cargaban era una mujer cuyos alaridos me hicieron llorar de terror antes de hacerme pis. La arrastraban por el pelo.
De un extremo a otro del corredor principal donde estábamos, calculo ahora que habría más de 40 metros, que además se abrían de vez en cuando a distribuidores circulares que a su vez se abrían a otros pasillos menores. Era imposible que, desde donde estaban y con sus jaleos, repararan en mí. Pero me hice pis, lloré y agarré tan fuerte mi cuchillo que no me di cuenta de que me lo clavaba en el muslo de la pierna derecha.
Nunca conté a nadie lo que había visto. ¿A quién iba a contárselo? Tampoco me preguntaron mis padres por la herida. Una de las chicas del servicio me puso crema y un gran esparadrapo. Los padres nunca se enteraban de nada.
—Eso es verdad. Los padres nunca se enteraban de nada entonces. No sé qué debe pasar ahora. Ni me importa. ¿Qué le han dicho los otros?
—Que tú fuiste la última que la vio.
El hombre ha adoptado un tono grave, como si fuera un detective. Me molesta y me da vergüenza ajena ese tono. Siento una furia que no esperaba.
—Hijos de puta. —Furia contra él—. Hijos de puta. —Furia contra mis padres, contra aquellos mayores que jamás se dieron cuenta—. Hijos de puta. —Furia contra todos aquellos chavales oreados en velas blancas y sal marina, niños pera inconscientes capaces de jugar a morir porque se sabían inmortales—. Ni siquiera saben si yo estaba aquel día allí o no.
—A la policía le dijiste que sí estabas.
Me doy cuenta de cuándo me tutea. Me importa un pimiento.
—¿Y eso qué? —No grito, mastico—. A la policía le dije la verdad, pero ellos no tenían ni puta idea de si yo estaba o no. ¿No ha entendido nada de lo que le he dicho, joder? ¿Está usted tan enfermo que no tiene cerebro? —Me levanto y vuelvo con dos whiskies—. Yo era invisible. Para ellos yo sencillamente no existía, ni existí nunca.
Aquel último día le tocó a Esther. Acababa el verano y algunos se habían puesto ya camisetas de manga larga. Ella, con la melena casi blanca tras dos meses de sol y mar, vestía unos pantalones vaqueros recortados por encima de medio muslo. Lo recuerdo porque quedaron enrollados en sus tobillos y aquello fue lo último que vi. Eran los chicos mayores. Era la amenaza del fin y la humedad salobre del aire, o sería algún tipo de vibración para la que entonces no teníamos palabras. Yo, al menos, no las tenía. Estaba cantado que aquel día le tocaba a Esther. Era la única que no había pasado por el quirófano, y aun así se reía. Hasta casi el final oí sus carcajadas y sus falsos mohines desde el quicio de la puerta. Las baldosas parecían húmedas. Todo era húmedo. Cuando la ataron pensó que era un juego. Se reía y movía las piernas, pero no recuerdo que se opusiera seriamente. Al fin y al cabo, todo un verano de juegos. El pilar cuadrado también estaba alicatado de arriba abajo, algunas baldosas estaban rotas y se quejó de que le hacían daño cuando le ataron los tobillos a la base. Entonces creo que su queja sí era verdadera. Pero los chicos de los cuchillos, los nuestros, que eran los mismos de las barcas con velas blanquísimas, los valientes del sanatorio, habían empezado algo que ya no era lo mismo, que ya no era conocido y estaba claro que no iban a parar.
Cuando oímos los gruñidos, Esther ya tenía los vaqueros en los tobillos y las bragas a media pierna.
Entonces
corre no me jodas corre tío joder deja a la pava ya venga venga venga deja a la puta pava de una puta vez hostias colega todos fuera joder todos fuera.
Y otra vez
todos fuera joder todos fuera.
Efectivamente, yo fui la última en salir corriendo. Entraban los de los fardos por algún lugar al otro lado del quirófano y ella gritaba con toda su alma. No sé qué gritaba.
Yo también me largué.
El hombre me mira con miedo. Ha visto la furia en mis mandíbulas. A lo mejor ha visto algo más.
—Me dijeron que fuiste la última que la vio.
Temo que vaya a ponerse a llorar. No podría soportar el llanto del hombre enfermo. He tardado demasiados años en no ser ya nada ni nadie. Si fuera Pat, le ofrecería algunas pastillas y un poco de sexo sucio para que su llanto no tuviera fin. Si fuera. Pero ¿qué puedo decirle yo a ese hombre que ya no sepa? Sabe lo que le sucedió al cuerpo de su hija. Los policías y los forenses son diestros en detallar hasta la mínima violencia, ese toque de gracia que celebra la muerte y le da paso. ¿Qué más da ahora, veinticinco años después, el gesto y la cobardía?
Ahora el penar es mío. Ya para siempre recuperado.
—Adiós.
Salgo sin contemplaciones ni ademanes y nadie me sigue.
Ya queda todo abierto para permanecer.