La voz
El doctor Henke era en la ciudad un modelo de cumplimiento del deber; pero las seis semanas de vacaciones las pasaba soñando tumbado boca arriba en la blanca playa báltica de Misdroy entregado a una pereza heroica. Había colocado las manos como una almohada debajo de la cabeza rapada y contemplaba las altas copas de los árboles. En realidad estaba disgustado con su amigo Erwin, que estaba de pie delante de él arrojando piedrecitas a las fauces de las olas rompientes porque tenía que soltarle el siguiente discurso:
—Eres un borrico. Aquí has venido a descansar. No a urdir esas locuras. No entiendo lo que pretendes. «Una voz.» ¡A quién se le ocurre! Tú eres de los que hay que casar como sea. Creo que tendré que buscarte una novia. ¡Las cosas que he tenido que escuchar estos días! Defender a dos ladrones y a un atracador asesino, y poner en regla la herencia de una tía soltera y millonaria que ha muerto sin dejar testamento, no agota tanto como todas tus tonterías. Trabajas demasiado, ése es el problema.
Erwin sonrió a las olas:
—Quizá tengas razón. Estoy muy cansado. Y precisamente por eso lo añoro tanto. Recostarme en un sillón blanco y profundo, y dejarme contar cómo es la vida por una voz dulce. Reconciliarme con la vida a través de esa amable voz y volver a amar sus cosas, sus pequeños acontecimientos y sus grandes maravillas.
El doctor Henke alzó impaciente la cabeza y buscó los ojos del amigo. Él no tenía ningún sentido para la poesía, pero casualmente se le ocurrió que aquellos ojos con su profundidad cambiante y su brillo misterioso e inesperado tenían algo de la naturaleza del mar. Sonrió irónicamente y gruñó:
—Dime por lo que más quieras cómo se te ha ocurrido esa idea.
Con un movimiento natural Erwin se echó hacia atrás el pelo rubio ceniza:
—Oh, es muy sencillo. Cuando vas caminando por la arena profunda, silenciosa, detrás de las tumbonas de mimbre de la playa, no ves a las personas que están sentadas en ellas, pero oyes voces, conversaciones o risas y entonces sabes: esa persona es de una determinada manera. Sientes que ama la vida, que tiene una gran añoranza o una pena por la que llora su voz incluso cada vez que se ríe.
El doctor se levantó de un salto:
—Y, entonces, mi querido Erwin se asoma un poco y se lleva un chasco cuando ve que las personas son completamente distintas de la voz que tienen.
Erwin negó con la cabeza:
—Yo no busco personas. Busco la voz.
Se volvió hacia el doctor y le atrajo hacia la orilla. Era la hora en que el mar se revela más extraño, en que cambia de color con rico derroche; y el sol se hallaba cerca del ocaso. Una única vela de color ocre claro brillaba en la superficie transparente, y a lo lejos, en una franja azul celeste, navegaba grande y blanco el barco de vapor de Rügen y las olas plateadas lo seguían, aleteando como una bandada de cigüeñas.
El barco de Rügen; de modo que ya son las seis, murmuró el doctor mecánicamente. Erwin asintió con la cabeza.
—Ya ves, nosotros lo vemos pasar todos los días. Nos hemos acostumbrado a él. Ya no nos alegra. Pero yo pienso en una voz dulce que dice: «El barco de vapor de Rügen», o: «El barco de vapor blanco», o: «El barco plateado». Y yo escucharía la voz como si fuera una campana suave, sagrada, y buscaría el barco de Rügen en el horizonte y lo vería como lo desea la voz; y entonces sentiría seguramente: es como un cisne blanco.
El doctor Henke movió la cabeza con desaprobación enérgica y refunfuñó algo para sus adentros. Luego caminaron en silencio abriéndose paso entre las enormes frondas de los helechos mientras sonaba por encima de ellos el fragor de las hayas.
Los días que siguieron fueron muy incómodos para el doctor. Cuando estaba, como de costumbre, tumbado boca arriba en el bosque, no dejaba de pensar en Erwin y notaba que ese pensamiento turbaba mucho su tranquilidad. Trató de librarse de él pasando las tardes entre la gente en la terraza del casino intentando convencerse de que hacía eso para leer los periódicos. Y de hecho estaba tan enfrascado en la lectura de un artículo de fondo que no vio a Erwin hasta que lo tuvo delante de él. El doctor se asustó cuando vio el aspecto alterado y excitado de su amigo y quiso hacerle una pregunta. Pero Erwin se le adelantó. Con una mirada inquieta le dijo: «Ven». El doctor no replicó y ambos enfilaron en silencio la avenida que conducía a la playa. Mientras caminaban por las dunas blancas, Henke miró de reojo a su amigo. Erwin avanzaba deprisa por la arena, sus ojos estaban alucinados y sedientos, y sus labios levemente abiertos como los de alguien que escucha. Entonces el doctor contempló a las personas que dormían o charlaban cómodamente en la arena saturada de sol, y el contraste entre su despreocupada tranquilidad y la prisa ansiosa de su compañero le resultó bastante inquietante. Por fin Erwin se detuvo y obligó también al doctor a que lo hiciese sujetándole firmemente de la muñeca.
Los dos amigos estaban detrás de una tumbona. Henke oyó entonces la voz de una vieja dama que no le era desconocida y luego una voz de muchacha suave, clara y extraña.
Se adelantó tirando de Erwin, que estaba temblando de los pies a la cabeza.
La vieja dama era la generala Wemer, vecina de mesa del doctor. La vieja dama le tendió cordialmente la mano y Henke descubrió a su lado a una muchacha desconocida. La joven tenía la cabeza ligeramente agachada y el sol del atardecer esparcía sus reflejos en su abundante cabellera oscura. La generala estrechó también la mano de Erwin. Luego volvió su fina cabeza y dijo cariñosamente:
—Hedwig.
La muchacha se levantó sin alzar la mirada.
La dama presentó a la joven:
—Es mi nieta.
Erwin se inclinó como ante una reina. Entonces la generala le susurró al oído:
—Es ciega.
Erwin se estremeció y el doctor se puso a hablar de tenis y de una excursión a Stubbenkammer. Y más tarde la generala dijo:
—Yo no debo bañarme; pero a mi nieta le sienta muy bien.
La ciega asintió con la cabeza:
—Creo que es muy sano.
Su voz era como una canción.
Pero Erwin pensó: «Su voz es triste».
El doctor no paraba de hablar. Una vez se rieron en voz alta, la generala y él. Hedwig no se rió. Y Erwin le dijo en voz baja al doctor:
—Si ella pudiese ver una vez lo hermosa que es…
El doctor se encogió de hombros. La generala, que había oído el comentario, señalaba con la mano hacia el mar. A lo lejos, en una franja de color verde profundo navegaba, grande y blanco, el barco de vapor de Rügen.
El doctor consultó su reloj y dijo:
—El barco de Rügen, de modo que ya son las seis.
La generala dijo enternecida con su voz cansada y vieja:
—Qué bonita es la luz.
El doctor bostezó.
Erwin seguía mirando el mar y la inmensa superficie era de color gris plata. Con voz triste dijo más para sí mismo que para el doctor:
—Ella ve otros barcos en otro mar. Ella ve otro mundo. Por eso es así su voz.
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Rainer Maria Rilke
Rainer Maria Rilke (1875-1927) fue uno de los poetas más influyentes del siglo XX. Nació en Praga (Imperio austrohúngaro), hijo de un funcionario de ferrocarriles y de una madre con la cabeza llena de delirios de grandeza que lo vistió de niña hasta los nueve años. Ingresó en una academia militar, en Moravia, pero la abandonó por problemas de salud y estudió Literatura, Historia del Arte y Filosofía en Praga y Múnich. En 1896 conoció a Lou Andreas-Salomé, que le introdujo en los círculos artísticos y aristocráticos. Los dos viajarían juntos a Rusia, donde Tolstói, que dejó una profunda huella en él, les invitaría a visitarlo en Yásnaia Poliana. Más tarde, instalado en París, fue secretario de Auguste Rodin. Poeta errante, pasaba de los salones palaciegos a las pensiones de mala muerte, hasta que el editor Anton Kippenberg se hizo cargo de todos sus escritos y le aseguró un estipendio regular. Entre sus obras cabe mencionar Canción de amor y muerte del corneta Cristóbal Rilke (1906), Nuevas poesías (1907-1908), Réquiem (1909), Cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), su única novela, Elegías a Duino (1922), Los sonetos a Orfeo (1923) y la famosa Cartas a un joven poeta (1929).