Menu

Año 10 #117 Julio 2024

La muerte de Cesare Malatesta

Cesare Malatesta gobernaba la pequeña ciudad de Caserta ya a la edad de catorce años, y la historiografía de la Campania sitúa el asesinato que cometiera en la persona de su propio hermano, dos años menor que él, en su decimoséptimo año de vida. Durante veinte años no cesó de aumentar, con ingenio y osadía, su fama y sus posesiones, y su nombre despertaba temor incluso entre quienes lo amaban… no tanto por los golpes que era capaz de repartir, sino más aún por los que era capaz de soportar. Pero en su trigésimo primer año de vida se vio envuelto en un penoso asuntillo que, pocos años más tarde, sería su perdición. Hoy en día es considerado en toda la Campania como la deshonra de Italia, el flagelo y la escoria de Roma.
Aquello ocurrió de la siguiente manera:
En el curso de una entrevista con Francesco Gaia —hombre célebre por su refinado estilo de vida no menos que por su insondable villanía—, Malatesta hizo, entre otras bromas que divirtieron mucho a su huésped, una observación burlona sobre un pariente lejano del Papa, sin pensar ni remotamente que también era pariente lejano de los Gaia. Nada en el comportamiento de su huésped pareció aludir al comentario. Ambos se despidieron como grandes amigos, intercambiando finos cumplidos y acordando volver a reunirse en el otoño para organizar una partida de caza. Después de aquella entrevista aún le quedaron a Cesare Malatesta tres años de vida.
Ya fuera porque Gaia, que entretanto había sido nombrado cardenal, estuviera ocupado en asuntos de dinero, ya fuera porque no sintiese el menor deseo de pasar una temporada al aire libre, lo cierto es que Cesare Malatesta no volvió a tener noticias de él durante dos años, exceptuando unas cuantas líneas corteses, pero frías, en las que le pedía disculpas por no poder acudir a aquella partida de caza que habían acordado organizar. Pero a los dos años y medio de la entrevista, Francesco empezó a reunir un ejército. Nadie en la Campania tenía la menor sospecha de contra quién iba dirigido aquel apresto bélico, y él tampoco reveló sus intenciones. Como el Papa no se oponía a ellas, se creyó que el objetivo serían los turcos o los alemanes.
Al enterarse de que el ejército del cardenal pasaría por la ciudad de Caserta, Cesare Malatesta envió a su encuentro algunos mensajeros con cordiales invitaciones. Estos no regresaron. Por esos días, Cesare andaba en problemas con un monje desvergonzado que, desde una pequeña localidad próxima a Caserta, hablaba de él en términos indecorosos y estilo bárbaro a los casertanos que acudían a verlo. Mandó apresar al monje y encerrarlo en un calabozo, pero al cabo de unos días éste se dio a la fuga junto con sus guardianes. Las habladurías de la gente sobre el fratricidio de Cesare, puestas otra vez sobre el tapete por el monje, no volvieron a acallarse nunca más en Caserta. Su asombro al ver que cuatro de sus mejores hombres habían huido con un prisionero que lo había insultado, se acrecentó al descubrir una mañana que faltaban otros tres criados, uno de los cuales había ayudado a vestir a su padre. Por las tardes, cuando bajaba del castillo a las murallas, solía ver corros de gente que hablaban de él. Sólo cuando el ejército de Gaia acampó a dos escasas horas de Caserta, Cesare se enteró, conversando con un campesino de los alrededores, que la expedición de Gaia iba dirigida contra él. No lo creyó hasta que, una noche, la chusma clavó en la puerta del castillo un papel en el que Francesco Gaia exhortaba a todos los mercenarios y siervos de Malatesta a abandonar inmediatamente a su amo. Por el mismo papel se enteró Cesare de que el Papa lo había excomulgado y condenado a muerte. En la mañana del día en que leyó aquello desaparecieron los últimos hombres del castillo.
Y así empezó el atroz y peculiar asedio al solitario gobernante, un asedio que en aquella época fue considerado y celebrado como una formidable humorada.
En una ronda por Caserta que el conturbado Cesare efectuó ese mediodía, descubrió que en ninguna de las casas quedaba un alma viva. Tan sólo una multitud de perros sin amo se puso a seguirlo cuando él, sintiéndose totalmente extraño en su ciudad natal, volvió más de prisa que nunca al deshabitado castillo. Por la tarde pudo ver, desde la torre, el cerco que el ejército de Gaia empezaba a poner en torno a la ciudad abandonada.
Cerró con sus propias manos el pesado portón de madera del castillo, corrió el cerrojo y se echó a dormir sin haber comido (desde el mediodía no había allí nadie que le sirviera algo de comer). Durmió mal y, poco después de medianoche, se levantó para echarle una ojeada a ese despliegue de fuerzas relativamente grande que se había abatido sobre él como una enfermedad y sin que supiera por qué. Pese a lo avanzado de la hora, vio que aún ardían fuegos de campamento y oyó cantar a unos cuantos borrachos.
Hambriento, por la mañana se preparó un poco de maíz y lo devoró semiquemado. Por entonces aún no sabía cocinar. Pero aprendió antes de morir.
Pasó el día entero parapetándose. Arrastró piedrones hasta lo alto de la muralla y los fue colocando de manera que, al avanzar por ella, pudiera arrojarlos hacia abajo. Alzó el ancho puente levadizo, que él solo no podía levantar, con ayuda de los dos caballos que le habían quedado; no dejó sino una estrecha tabla que podía apartarse de un puntapié. Esa tarde ya no fue a la ciudad, pues a partir de entonces temía asaltos por sorpresa. Los días siguientes permaneció al acecho arriba, en su torre, sin advertir nada extraordinario. La ciudad seguía muerta y, frente a sus puertas, el enemigo parecía prepararse a un largo asedio. Un día que Cesare se estaba paseando por la muralla, pues el tiempo empezaba a hacérsele largo, varios tiradores selectos dispararon sobre él. Pero él se rió creyendo que eran incapaces de dar en el blanco…, no cayó en la cuenta de que estaban ejercitándose para no dar en el blanco.
Todo esto ocurrió en otoño. En los campos de la Campania ya se había iniciado la cosecha, y Cesare podía ver perfectamente a la gente que vendimiaba en las colinas de enfrente. Los cantos de los vendimiadores se mezclaban con los de los soldados, y ni uno solo de los que una semana antes aún vivían en Caserta volvió más a su ciudad. En el curso de una noche estalló una peste que los fue devorando a todos, excepto a uno.
El asedio duró tres semanas. La intención y la humorada de Gaia consistían en aguardar a que el asediado tuviera tiempo de repasar mentalmente su vida hasta dar con el fallo que había provocado todo aquello. Asimismo quería esperar a que llegara gente de toda la Campania a presenciar el espectáculo de la ejecución de Cesare Malatesta. (Los hombres iban llegando, a menudo con mujer e hijos, desde puntos como Florencia y Nápoles.)
Durante esas tres semanas se fue congregando un gran número de campesinos y gente de la ciudad que señalaban con el dedo la colina amurallada de Caserta y aguardaban. Y durante esas tres semanas el asediado no dejó de pasearse mañana y tarde por la muralla. Su vestimenta parecía cada vez más desaliñada, daba la impresión de dormir vestido y su andar se iba haciendo más lento y pesado debido a la mala alimentación. Dada la gran distancia, el rostro no se le distinguía.
Al finalizar la tercera semana, los de afuera lo vieron bajar el puente levadizo; luego se pasó tres días y medio en la torre de su castillo gritando a los cuatro vientos algo que la excesiva distancia volvía incomprensible. Pero en todo ese tiempo jamás puso un pie fuera del recinto amurallado ni salió.
Durante los últimos días del asedio —que cayeron ya en la cuarta semana, cuando la Campania entera y mucha gente de distinto rango y extracción social había llegado al campamento de Caserta—, Cesare solía recorrer la muralla entera, horas y horas, a lomos de sus caballos. En el campamento se supuso, y no sin fundamento, que estaría demasiado débil para caminar.
Más tarde, cuando todo hubo terminado y la gente volvió a sus casas, comentábase que algunos, pese a la estricta prohibición de Francesco, se habían deslizado de noche hasta la muralla y lo habían visto de pie sobre ella, gritándole a Dios y al diablo que tuvieran a bien matarle. Parece seguro que hasta su última hora, y tampoco entonces, supo a qué se debía todo aquello. Seguro es también que no lo preguntó.
Al vigésimo sexto día de asedio bajó el puente levadizo con gran esfuerzo. Dos días después hizo sus necesidades en lo alto de la muralla, a la vista de todo el campamento enemigo.
Su ejecución, a cargo de tres vigoleros, tuvo lugar el vigésimo noveno día del asedio, hacia las once de la mañana, sin ninguna resistencia por su parte. Gaia, que se había alejado en su caballo sin aguardar este giro final y un tanto gratuito de su humorada, mandó erigir en la plaza del mercado de Caserta una columna en la que se leía: «Aquí, Francesco Gaia hizo ejecutar a Cesare Malatesta, deshonra de Italia, flagelo y escoria de Roma».
De ese modo logró rendir homenaje a un pariente lejano, haciendo que su burlador —un hombre de no pocos méritos— pasara a la historia de Italia tan sólo como el autor de un comentario burlón cuya agudeza Gaia pretendió haber olvidado, pero que no había podido dejar impune.

  • Bertolt Brecht
    Brecht, Bertolt

    Eugen Berthold (Bertolt) Friedrich Brecht (Augsburgo, 1898-Berlín Este, 1956) fue un dramaturgo y poeta alemán, uno de los más influyentes del siglo XX, creador del “Teatro épico”, también llamado “Teatro dialéctico”. Además de ser uno de los dramaturgos más destacados e innovadores del siglo XX, cuyas obras buscan siempre la reflexión del espectador, fomentó el activismo político con las letras de sus lieder, a los que Kurt Weill puso la música.

    Su padre, católico, era un acomodado gerente de una pequeña fábrica de papel, y su madre, protestante, era hija de un funcionario. El joven Brecht era un rebelde que jugaba al ajedrez y tocaba el laúd; se sentía atraído por lo distinto, lo extravagante, y se empeñaba en vivir al margen de las normas de su tiempo, de su recato y su sentido de disciplina. En la escuela se destacó por su precocidad intelectual.

    Comenzó en Múnich sus estudios de Literatura y Filosofía en 1917, a los que añadiría posteriormente los de Medicina. Durante la Primera Guerra Mundial comenzó a escribir y publicar sus obras. Desde 1920 frecuentó el mundo artístico de Múnich y trabajó como dramaturgo y director de escena. En este entorno conoció a Frank Wedekind, Karl Valentin y Lion Feuchtwanger, con quienes mantuvo siempre un estrecho contacto.

    En 1924 se trasladó a Berlín, donde trabajó como dramaturgo a las órdenes de Max Reinhardt en el Deutsches Theater; posteriormente colaboró también en obras de carácter colectivo junto con Elisabeth Hauptmann, Erwin Piscator, Kurt Weill, Hans Eisler y Slatan Dudow, y trabó relaciones con el pintor Georg Grosz. En 1926 comenzó su dedicación intensiva al marxismo y estableció un estrecho contacto con Karl Korsch y Walter Benjamin. Su Dreigroschenoper (Opera de cuatro cuartos, 1928) obtuvo en 1928 el mayor éxito conocido en la República de Weimar. Ese año se casó con la actriz Helene Weigel.

    Será en 1930 cuando comience a tener más que contactos con el Partido Comunista Alemán. El 28 de febrero de 1933, un día después de la quema del Parlamento alemán, Brecht comenzó su camino hacia el exilio en Svendborg (Dinamarca). Tras una breve temporada en Austria, Suiza y Francia, marchó a Dinamarca, donde se estableció con su mujer y dos colaboradoras, Margarethe Steffin y Ruth Berlau. En 1935 viajó a Moscú, Nueva York y París, donde intervino en el Congreso de Escritores Antifascistas, suscitando una fuerte polémica.

    En 1939, temiendo la ocupación alemana, se marchó a Suecia; en 1940, a Finlandia, país del que tuvo que escapar ante la llegada de los nazis; y en 1941, a través de la Unión Soviética (vía Vladivostok), a Santa Mónica, en los Estados Unidos, donde permaneció aislado seis años, viviendo de guiones para Hollywood.

    En 1947 se llevó a la pantalla Galileo Galilei, con muy poco éxito. A raíz del estreno de esta película, el Comité de Actividades Antinorteamericanas lo consideró elemento sospechoso y tuvo que marchar a Berlín Este (1948), donde organizó primero el Deutsches Theater y, posteriormente, el Theater am Schiffbauerdamm. Antes había pasado por Suiza, donde colaboró con Max Frisch y Günther Weisenborn.

    En Berlín, junto con su esposa Helene Weigel, fundó en 1949 el conocido Berliner Ensemble, y se dedicó exclusivamente al teatro. Aunque siempre observó con escepticismo y duras críticas el proceso de restauración política de la República Federal, tuvo también serios conflictos con la cúpula política de la República Democrática.

    Brecht es sin duda uno de los dramaturgos más destacados del siglo XX, además de uno de los líricos más prestigiosos. Aparte de estas dos facetas, cabe destacar también su prosa breve de carácter didáctico y dialéctico. La base de toda su producción es, ya desde los tiempos de Múnich, una posición antiburguesa, una crítica a las formas de vida, la ideología y la concepción artística de la burguesía, poniendo de relieve al mismo tiempo la necesidad humana de felicidad como base para la vida.