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Año 10 #118 Agosto 2024

Tres cuentos cortos de Chéjov

La última mohicana

En una espléndida mañana de primavera, el terrateniente Dokukin, capitán de Caballería retirado, y yo, en cuya casa me encontraba de huésped, sentados en cómodos sillones de abuelo, mirábamos perezosamente por la ventana. Nos aburríamos terriblemente.
—¡Qué asco! —mascullaba Dokukin—. ¡Está uno tan aburrido, que vería venir con gusto aunque fuera a un inspector de Policía!
«¿Y si me tumbara a dormir?», pensaba yo.
La idea del aburrimiento nos tuvo pensativos durante largo, muy largo rato, hasta que de pronto, a través de los cristales de las ventanas (con reflejos de arco iris por no haber sido lavados en mucho tiempo), pudimos observar que en el torbellino de nuestro universo se verificaba un pequeño cambio. El gallo, subido junto al portalón, sobre un montón de hojas secas del año anterior, y ocupado en levantar tan pronto una pata como la otra (su deseo era levantar las dos), se encrespó de repente y, como si algo le hubiera picado, salió del portalón.
—Alguien llega a pie o en coche —sonrió Dokukin— ¡El que sea, sea bienvenido! ¡Nos traerá un poco de distracción…!
El gallo no nos había engañado. Por el portalón apareció en primer lugar la cabeza de un caballo; luego, el caballo entero, y, por último, un oscuro y pesado carruaje provisto de grandes y feas aletas, muy semejantes a las alas del escarabajo en el momento de levantar el vuelo. El carruaje entró en el patio, torció hacia la derecha y, entre chirridos y traqueteos, avanzó en dirección a la cochera. En él se hallaban sentadas dos figuras humanas: una femenina y otra, más pequeña, masculina.
—¡Diablos! —masculló Dokukin, mirándome con ojos asustados y rascándose la sien— «Al que no quiere caldo taza y media…». ¡Por algo he soñado esta noche con la estufa…!
—¿Cómo dices…? ¿Quiénes son los que llegan?
—Mi hermanita y su marido… ¡Vienen en hora mala…!
Dokukin se levantó y nervioso dio unos cuantos pasos por la habitación.
—¡Hasta el corazón se me queda frío! —gruñó—. ¡Ya sé que es un pecado no abrigar sentimientos fraternales hacia una hermana… pero, créeme, prefiero encontrarme antes en un bosque con un capitán de bandidos que tener que habérmelas con ella…! ¿Y si nos escondiéramos…? Timoshka puede decirles cualquier mentira… Que nos hemos marchado a alguna junta…
Y Dokukin llamó con voz fuerte a Timoshka. Ya era tarde, sin embargo, para mentir y para esconderse. Un minuto después, en el vestíbulo se oía un cuchicheo. Una voz femenina, de bajo, hablaba en un murmullo con otra masculina, de tenor.
—¡Arréglame el último volante de la falda! —decía el bajo femenino—. ¡Otra vez te has puesto los pantalones que no tenías que ponerte…!
—¡Los pantalones azules se los dio usted al tiíto Vasili Antipich… y los de mezclilla me mandó usted que los guardara hasta el invierno! —se disculpaba el pequeño tenor—. ¿Tengo que llevarle el chal o manda usted que lo deje aquí?
Al fin se abrió la puerta, y en la estancia entró una dama alta, más bien gruesa, fofa y vestida de azul claro. Su rostro pecoso, de rojas mejillas llevaba impresa tal expresión de embotada importancia, que yo comprendí en el acto por qué Dokukin la quería tan poco. Tras la dama gruesa, y dando menudos pasitos, entró un hombrecito pequeño y delgado, vestido con una levita con dibujos de colores, anchos pantalones y chaleco de terciopelo. Era estrecho de hombros, estaba afeitado y tenía una diminuta y roja nariz. Sobre su chaleco colgaba una cadena de oro muy parecida a la de la lamparita que ardía ante la imagen. Su indumentaria, sus movimientos, su porte, todo su cuerpo, mal configurado, dejaba traslucir un algo humildemente esclavizado y rebajado… La señora entró, y como si no hubiera reparado en nuestra presencia, se dirigió a los iconos y se santiguó.
—¡Santíguate! —dijo a su marido.
El hombrecito de la pequeña y roja nariz se estremeció y empezó también a santiguarse.
—Buenos días, hermana —dijo Dokukin con un suspiro, dirigiéndose a la dama cuando ésta terminó de rezar.
La dama sonrió con mesura y tendió sus labios hacia los de Dokukin.
El hombrecillo quiso también darle un beso.
—Permítame que haga las presentaciones. Mi hermana. Olimpiada Yégorovna Jlikina… Su marido, Dosifei Andreich… ¡Un buen amigo mío…!
—¡Encantada…! —dijo, alargando las sílabas, Olimpiada Yégorovna y sin ofrecer la mano—. ¡Encantada…!
Nos sentamos y permanecimos un minuto callados.
—Seguramente no esperabais estos huéspedes —dijo Olimpiada Yégorovna dirigiéndose a Dokukin—. También yo pensaba venir a visitarte, hermanito; pero como tenía que ir a ver al mariscal de la nobleza… de paso…
—¿Y para qué vas a verle…? —preguntó Dokukin.
—¿Cómo que para qué…? ¡Para presentar una queja contra éste! —y la dama indicó con la cabeza a su marido.
Dosifei Andreich bajó la vista, metió los pies debajo de la silla y tosió azarado, tapándose la boca con la mano.
—¿Y de qué vas a quejarte de él?
Olimpiada Yégorovna suspiró.
—¡Se olvida de su rango! —dijo—. ¡Ya otras veces me he lamentado de ello contigo y con tus padres…! ¡También le he llevado al padre Gregorio para que le amonestara, y yo misma he empleado con él toda clase de procedimientos…! Pero ¡ninguno tuvo éxito! ¡Forzosamente me veo obligada a molestar al mariscal de la nobleza!
—Pero ¿qué es lo que ha hecho?
—¡Hacer, no hizo nada, pero no tiene conciencia de su rango…! Beber…, eso sí, no bebe… Es un hombre tranquilo y respetuoso… Pero ¿de qué le sirve nada de esto, si después no se acuerda de cuál es su rango…? ¡Mírale ahí…, todo encogido…, como un solicitante cualquiera! ¿Acaso los nobles se sientan así…? ¡Siéntate como es debido…! ¿Oyes…?
Dosifei Andreich estiró el cuello, levantó la barbilla, sin duda, disponiéndose a sentarse como era debido, miró asustado y de soslayo a su mujer, de la misma manera que miran los niños cuando se sienten culpables.
Dándome cuenta de que la conversación adquiría un giro íntimo y familiar, me levanté para marcharme, Jlikina reparó en mi movimiento.
—No importa, quédese —dijo, deteniéndome—. A los jóvenes les conviene escuchar. Aunque no seamos sabios, hemos vivido mucho… ¡Que Dios conceda a todos vivir lo que hemos vivido nosotros…! De paso, hermanito, comeremos contigo —dijo Jlikina volviéndose hacia su hermano—, ¡Me figuro que tendréis comida a base de carne…! ¡Con seguridad no te has acordado de que hoy es miércoles! —suspiró—. Para nosotros tendrás que disponer que preparen comida de vigilia. De carne, lo quieras o no, hermanito, no comeremos.
Dokukin hizo venir a Timoshka y le encargó hiciera comida de vigilia.
—Comeremos y nos iremos después a ver al mariscal de la nobleza —prosiguió Jlikina—. Le suplicaré que preste atención al asunto… Es cosa suya cuidar de que los nobles guarden el debido comportamiento…
—Pero ¿es que el comportamiento de Dosifei no es bueno? —preguntó Dokukin.
—¡Parece enteramente que es la primera vez que le ves! —dijo Jlikina, frunciendo el entrecejo—. ¡A decir verdad, a ti también te da todo lo mismo…! ¡Tú tampoco te acuerdas demasiado de tu rango…! Pero preguntemos a este joven… ¡Joven! —se dirigió a mí—. ¿Es correcto, según su parecer, que un noble haga amistad con cualquier pelagatos…?
—Depende de quien sea éste… —contesté con cierta vacilación.
—¿Por ejemplo, con el comerciante Gusdev…? ¡Yo a ese Gusdev no le hubiera permitido jamás atravesar el umbral de la puerta mientras que él, en cambio, juega con él a las damas y va a comer a su casa…! ¿Está acaso conforme con las conveniencias el ir de caza con el escribano…? ¿De qué se puede hablar con un escribano…? ¡Un escribano…, no diré conversar…, ni siquiera debería atreverse a abrir la boca delante de él…, si le interesa a usted saberlo, señor mío…!
—Soy débil de carácter… —murmuró Dosifei Andreich.
—¡Ya te haré yo ver cómo es tu carácter! —le amenazó su mujer golpeando enfadada con la sortija sobre el respaldo de la silla—. ¡No te consentiré que pongas en ridículo tu apellido…! ¡Aunque seas mi marido, te avergonzaré…! ¡Has de comprender que yo soy la que te saqué adelante…! ¡La casta de los Jlikin, señor mío, no vale un comino…, y si yo, nacida Dokukina, me casé con él tiene que saber apreciarlo y darse cuenta de lo que ello significa…! ¡Mi marido…, si quiere usted saberlo, señor mío, me sale bastante caro…! ¡Lo que me costó colocarle…! ¡Pregúntele a él…! ¡Si le interesa saberlo, le diré que sólo por el examen de primer grado tuve que pagar trescientos rublos…! ¿Y por qué hago todo esto…? ¿Crees, bobo, que es por ti…? ¡Pues no lo creas…! ¡Es el apellido de nuestro linaje lo que me es querido…! ¡Si no fuera por ese apellido, hace mucho que estarías pudriéndote en la cocina, si quieres saberlo…!
El pobre Dosifei Andreich escuchaba y guardaba silencio, limitándose a acurrucarse en su asiento; no sé si por miedo o por vergüenza. Durante la comida tampoco le dejó en paz su severa cónyuge. No apartaba de él los ojos observando cada uno de sus movimientos.
—¡Échate sal en la sopa! ¡No coges bien la cuchara! ¡Separa de ti la ensaladera, que vas a tropezar con la manga! ¡No parpadees!
Él engullía de prisa; se encogía bajo su mirada como un conejo bajo la de la serpiente. Como su mujer, comía de vigilia pero a cada momento miraba con ansia nuestras kotleti[18].
—¡Reza! —le dijo su mujer cuando hubo acabado de comer—. ¡Da gracias al hermanito!
Después de la comida se retiró al dormitorio para descansar. Cuando se marchó, Dokukin, tirándose del pelo, empezó a recorrer a zancadas la habitación.
—¡Vaya hombre infeliz que eres, hermanito! —dijo a Dosifei, respirando trabajosamente—. ¡Sólo llevo una hora sentado con ella y estoy agotado…! ¡Y pensar que tú la soportas días y noches…! ¡Ah…! ¡Eres un mártir! ¡Un infeliz mártir! ¡Un niño de Belén de los degollados por Herodes!
Los ojuelos de Dosifei parpadearon.
—Es severa, en efecto… —dijo—; pero tengo que pedir a Dios por ella día y noche, ya que por su parte sólo recibo beneficios y cariño…
—¡Hombre perdido!… —dijo Dokukin con un ademán de desesperación—, ¡Y pensar que en su tiempo pronunciaba discursos…! ¡Que inventó una máquina para sembrar…! ¡La bruja acabó con él…! ¡Ah…!
—¡Dosifei! —se oyó decir a la voz de bajo femenina—. ¿Dónde estás…? ¡Ven a espantarme las moscas…!
Dosifei Andreich se estremeció, y de puntillas se dirigió al dormitorio.
—¡Qué asco! —escupió a su espalda Dokukin.


Diplomacia
(Escenita)

Anna Lvovna Kuváldina, esposa de un consejero titular, acababa de fallecer.
—¿Qué hacer? —se preguntaban los parientes y amigos—. Habría que informar al marido. Aunque estaban separados, no hay duda de que él la quería. Hace unos cuantos días vino a verla y, puesto de rodillas, le suplicó: «Annushka, ¿cuándo me perdonarás aquel momentáneo devaneo?». Y otras cosas por el estilo… Convendría comunicárselo…
—Aristarj Ivánich —dirigiose, llorosa, una tía al coronel Piskariov, que tomaba parte en el consejo de familia—. Usted, como amigo de Mijaíl Petróvich, haga el favor de llegarse a su oficina para informarle de la desgracia. Ahora bien: no se lo suelte de sopetón, no sea que le suceda algo. Ya sabe que es hombre enfermizo. Prepárele primero, y luego ya…
El coronel Piskariov se puso la gorra y encaminose a la oficina del ferrocarril en que prestaba servicio el viudo de nuevo cuño. Le encontró haciendo un balance.
—Mijaíl Petróvich —comenzó, sentándose cerca de la mesa de Kuvaldin y limpiándose el sudor— ¿Qué tal estás, amigo? ¡Por Dios, cuánto polvo hay en esas calles! Escribe, escribe, no quiero molestarte. Me voy en seguida… Pasaba por aquí y pensé: «Ésta es la oficina de Mijaíl. Entraré un momentito a verle». Además, tengo un asuntillo…
—Espere un poco, Aristarj Ivánich… Un momento… En un cuarto de hora termino, y hablaremos…
—Tú sigue, sigue… Ya te he dicho que iba paseando… Son dos palabras nada más, y me marcho.
Kuvaldin dejó la pluma y se dispuso a escuchar. El coronel, rascándose la cabeza, prosiguió:
—¡Qué bochorno hace aquí dentro! En la calle, en cambio, da gusto. Hace un solecito, sopla un aire tan agradable, ¿sabes? Los pájaros… La primavera… Pues, como te decía, iba por el bulevar y me sentía en la gloria. Como sabes, soy hombre independiente, viudo… Voy a donde se me antoja. Si se me ocurre meterme en una cervecería, me meto; o si quiero darme una vuelta en coche, me la doy sin que nadie me detenga y sin tener que aguantar chillidos de nadie en casa… No hay mejor vida que la de soltero, hermano: ¡libertad, independencia! Respira uno y nota que respira. Llego ahora a mi casa, y nadie…, nadie se atreve a preguntarme dónde he estado. Soy dueño de mí mismo. Hay mucha gente, hermano, que elogia la vida de casado; yo, en cambio, la creo peor que un presidio… Chiquillos que vienen, uno tras otro, a este mundo de Dios… Gastos… ¡Puf!
—Ahora mismo termino —dijo Kuvaldin requiriendo nuevamente la pluma— Apenas acabe…
—Escribe, escribe… Y menos mal si te toca una mujer que no sea una diabla, pero ¿y si te cae en suerte un Satanás con faldas, una de esas que se pasa el día dando más guerra que una chicharra? ¡Pues es como para suicidarse! Ahí tienes tu caso. Mientras fuiste soltero parecías una persona, y en cuanto te casaste con tu adorada, te quedaste más chupado que un hueso y te volviste melancólico. Tu mujer te puso en ridículo a los ojos de toda la ciudad, te echó de casa… ¿Qué tiene eso de agradable? Una mujer así no puede inspirar ni siquiera compasión.
—La culpa de nuestra separación fue mía, y no de ella —suspiró Kuvaldin.
—¡Déjate de tonterías! Como si yo no la conociera: hosca, caprichosa, maligna. Cada palabra, un aguijón venenoso; cada mirada, un cuchillo. ¡No es posible expresar el mal humor que tenía la difunta!
—¿La difunta dice usted? —extrañose Kuvaldin.
—¿He dicho yo eso? —reportose el coronel enrojeciendo—. ¡No he podido decir tal cosa! ¿Qué te pasa, hombre, qué te pasa? Pero si te has puesto hasta pálido… ¡Je, je, je! Hay que oír con los oídos y no con la panza.
—¿Ha estado usted hoy en casa de Aniuta?
—Pasé por allí esta mañana… Estaba en cama… Y traía de cabeza a la criada: que si le habían servido mal esto, que si lo otro… ¡Inaguantable! No me entra en la cabeza cómo puedes quererla, Dios la perdone. Si Dios quisiera, te dejaría libre ahora, infeliz… Vivirías en libertad, te distraerías, te casarías con otra… ¡Está bien, está bien, me callo! ¡No pongas ese ceño! Hablo como viejo. Me tiene sin cuidado: si quieres, sigue enamoriscado de ella, y si no quieres, tú verás… Te lo digo por tu bien… No vive contigo ni desea saber nada de ti. ¡Vaya una esposa! Además, fea, escuálida, colérica… No merece piedad ninguna… Que se vaya a la…
—Usted lo ve todo muy fácil, Aristarj Ivánich —suspiró Kuvaldin nuevamente—. El amor no es un cabello que se rompe al primer tirón.
—¡Pues sí que tienes motivos para amarla! Contigo no ha demostrado otra cosa que maldad. Perdona a este viejo, pero yo no la quería… ¡No podía ni verla! Cuando pasaba cerca de su casa, cerraba los ojos. ¡Que Dios la ampare y le dé su santa gloria y un descanso eterno, pero… yo nunca la quise, pecador de mí!
—Oiga, Aristarj Ivánich —palideció Kuvaldin—. Ésta es la segunda vez que se equivoca usted… ¿Es que ha muerto?
—¿Quién ha muerto? No ha muerto nadie; lo que digo es que no me gustaba ni pizca la difunta, ¡puf!, no la difunta, sino tu Annushka del alma…
—Pero ¿ha muerto? ¡No me martirice, Aristarj Ivánich! Le encuentro extrañamente excitado, se equivoca a cada momento elogia la vida de soltero… ¿Ha muerto? ¡Dígamelo!
—¡Cómo va a morir! —profirió Piskariov entre toses—. Tú, hermano, en seguida tiras por la calle de en medio… Pero, aun suponiendo que hubiera muerto: todos moriremos, y ella no va a quedarse para siempre entre los vivos. También tú te morirás, y yo…
Los ojos de Kuvaldin enrojecieron y se cubrieron de lágrimas.
—¿A qué hora fue? —preguntó casi en un susurro.
—¡A ninguna! Mira que eres suspicaz… Que no ha muerto, hombre, que no ha muerto… ¿Quién ha dicho eso?
—Aristarj Ivánich, yo… le ruego… que me lo diga sin compasión…
—Contigo, hermano, no se puede hablar. Ni que fueras un chiquillo. ¿Cuándo te he dicho que haya pasado a mejor vida? ¿Te lo he dicho alguna vez? Entonces, ¿a qué vienen tantos lamentos? Ve a verla y la encontrarás vivita y coleando. Cuando llegué esta mañana estaba discutiendo a gritos con su tía… A dos pasos, el padre Matvéi le rezaba el responso, y ella, mientras tanto, llenaba con sus gritos la casa entera.
—¿Qué responso? ¿Y con qué motivo lo rezaban?
¿El responso? Pues… ya verás…, era algo así como en lugar de la misa… Es decir, no se trataba de un responso, sino de algo parecido… No hubo responso alguno…
Aristarj Ivánich, hecho un lío, se levantó y, volviéndose a la ventana, se puso a toser:
—Tengo una tos, hermano… No sé dónde me habré resfriado…
Kuvaldin se levantó también y comenzó a pasearse, nervioso, junto a la mesa.
—Usted trata de ocultarme algo —dijo tirándose de la barba con fuerte excitación— Ya lo comprendo… Lo comprendo todo… Y no sé a qué viene toda esta diplomacia. ¿Por qué no me lo dice de una vez? ¿Verdad que ha muerto?
—¡Ejem…! ¿Qué quieres que te diga? —levantó los hombros el coronel—. No es exactamente que haya muerto, sino que… ¡Vaya, hombre, ya estás llorando! ¡Todos hemos de morimos! No sólo ella es mortal… Todos iremos a parar al otro mundo… En lugar de ponerte a llorar, sería mejor que rezaras por su alma… Persígnate…
Kuvaldin estuvo cosa de medio minuto mirando a Piskariov como atontado, luego palideció terriblemente y, desplomándose en una butaca, rompió en un llanto histérico… Sus compañeros de oficina se levantaron presurosos y acudieron en su ayuda. Piskariov tomó a rascarse la cabeza y amigó el entrecejo.
—¡Por Dios que no hay manera de dar una noticia a estos señores! —gruñó abriendo los brazos hasta ponerlos en cruz—. Rompe a llorar, y uno se pregunta por qué. ¿Estás en tu juicio, Misha? —preguntó a Kuvaldin zarandeándole—. Todavía no se ha muerto. ¿Quién te ha dicho que haya muerto? Al contrario: los médicos dicen que aún quedan esperanzas. ¡Misha, eh Misha! Te aseguro que no ha muerto. ¿Quieres que vayamos juntos a su casa? Llegaremos a tiempo para oír el responso… ¿Qué digo yo? No es al responso a lo que llegaremos, sino al almuerzo. ¡Mishenka! Te juro que vive todavía. Que Dios me castigue si miento. Que se me salten los ojos. ¿No me crees? En ese caso, vamos a verla. Me llamarás lo que quieras si… ¿Cómo se te ha ocurrido todo eso? No lo entiendo… Yo mismo he estado hoy en casa de la difunta, es decir, no de la difunta, sino…, ¡fu, qué asco…!
El coronel escupió desalentado y abandonó la oficina. Al llegar al domicilio de la difunta, se dejó caer en un sofá y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Id vosotros! —profirió desesperado—. Preparadle vosotros para recibir la noticia, y a mí dejadme tranquilo. ¡No quiero tales misiones! Sólo le dije dos palabras… Y apenas se lo insinué, ¡hay que ver la que armó! Está que se muere… Sin conocimiento… Otra vez no contéis conmigo, por nada del mundo… ¡Id vosotros!


De todo un poco

Un dramaturgo moscovita sufrió un fracaso estrepitoso en el estreno de una obra. Paseando por el foyer y mirando torvamente a su alrededor, el autor encontró a un amigo y le preguntó:
—¿Qué opina usted de mi obra?
—Opino —respondió el amigo—, que usted se sentiría ahora mucho más a gusto si fuera mía.

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Un terrateniente lleva a su casa a un viejo amigo y ordena que traigan media botella de vino de Tsimilianskaia.
—¿Qué te parece el vinillo? —pregunta al visitante después de apurarlo todo—. ¡Qué bouquet, qué fortaleza! Al momento se nota que tiene cincuenta años…
—Cierto —asiente el amigo, mirando de reojo a la media botella—. Pero a los cincuenta años debía haber crecido un poco más…

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Un actor atosiga al empresario pidiéndole que le pague sus honorarios pues, de no ser así, afirma que se va a morir de hambre.
—No exagere, amigo, no exagere —replica el empresario—. A juzgar por el color y por la redondez de sus carrillos, nadie diría que se está usted muriendo de hambre.
¿Por qué juzga usted por mi cara si esta cara no es mía? Es de mi patrona, que me da de comer fiado.

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En la batalla de Sebastopol, una granada le arrancó una pierna a un oficial. Éste, lejos de desanimarse, se puso una extremidad ortopédica. Durante la última guerra rusoturca, en la toma de Plevna otro proyectil le destrozó la segunda pierna. Los soldados y oficiales que acudieron a prestarle auxilio quedaron estupefactos a| verle como si tal cosa.

  • Antón Chéjov
    Chéjov, Antón

    Antón Chéjov (Taganrog, 1860-Badenweiler, 1904) es el gran narrador y dramaturgo ruso. Considerado el representante más destacado de la escuela realista, su obra es una de las más importantes de la dramaturgia y la narrativa de la literatura universal. Su estilo está marcado por un laconismo expresivo y por la ausencia de tramas complejas, a las que se sobreponen las atmósferas líricas que el autor crea ayudado por los más sutiles pensamientos de sus personajes. Chéjov se apartó decididamente del moralismo y la intencionalidad pedagógica —propios de los literatos de su época— en una Rusia convulsa y preocupada por su destino, para apostar por un tipo de escritor carente de pasión, plasmando una idea de la literatura que rechazaba el principio del autor como narrador omnisciente.

    Obras:

    Teatro:

    • Platónov (1881)
    • Sobre el daño que hace el tabaco (1886)
    • Ivánov (1887)
    • El oso (1888)
    • Petición de mano (1888-1889)
    • La boda (1889)
    • El demonio de madera (1889)
    • Tatiana Répina (1889)
    • El Aniversario (1891)
    • La gaviota (1896)
    • Tío Vania (1899-1900)
    • Las tres hermanas (1901)
    • El jardín de los cerezos (1904)

     

    Novelas:

    • Un drama de caza (1884)
    • La Estepa (1888)
    • El reto14 (1891)
    • Mi vida (1896)

     

    Y más de doscientos cuentos.